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Los picos de las montañas se estaban acercando; puntas rocosas iluminadas por la luna asomaban entre las sombras negras. Verano o no, el aire parecía muy frío. Cerró los ojos y se preguntó si sería capaz de seguir sosteniéndose así mucho más. Luego imaginó qué sucedería si no aguantaba. Se sintió enfermo.

El vuelo terminó justo a tiempo para Bilbo, justo antes de que aflojara las manos. Se soltó de los tobillos de Dori con un grito sofocado y cayó sobre la tosca plataforma donde vivía el águila. Allí quedó un rato tendido sin decir una palabra, con pensamientos que eran una mezcla de sorpresa por haberse salvado del fuego y de miedo a caer de aquel sitio estrecho a las espesas sombras de ambos lados. Sentía la cabeza verdaderamente muy rara en aquel momento, después de las espantosas aventuras de los tres últimos días, casi sin nada para comer, y de pronto se encontró diciendo en voz alta: —¡Ahora sé cómo se siente un trozo de tocino cuando de pronto lo sacan de la sartén con un tenedor y la ponen otra vez en la alacena!

—¡No, no lo sabes! —oyó que Dori respondía—, pues el tocino sabe que volverá, tarde o temprano, a la sartén; y es de esperar que nosotros no. ¡Además las águilas no son tenedores!

—¡Oh, no! No se parecen nada a pájaros ponedores, tenedores, quiero decir —contestó Bilbo incorporándose y observando con ansiedad al águila que estaba posada cerca. Se preguntó qué otras tonterías habría estado diciendo, y si el águila las consideraría ofensivas. ¡No se ha de ser grosero con un águila si uno no es más que un pequeño hobbit y ya ha caído la noche en la peña donde vive el águila!

El enorme pajarraco se afiló el pico en una roca y se alisó las plumas, sin prestarle atención.

Pronto llegó volando otra águila. —El Señor de las Águilas te ordena traer a tus prisioneros a la Gran Repisa —chilló y se fue. La otra tomó a Dori en sus garras y partió volando con él hacia la noche, dejando a Bilbo completamente solo. Las pocas fuerzas que le quedaban le alcanzaban apenas para preguntarse qué habría querido decir el águila con «prisioneros», y ya empezaba a pensar que, cuando le llegara el turno lo abrirían como un conejo para la cena.

El águila regresó, lo agarró por el dorso de la chaqueta, y se lanzó fuera. Esta vez el vuelo fue corto. Muy pronto Bilbo estuvo tumbado, temblando de miedo, en una amplia repisa en la ladera de la montaña. No había manera de descender hasta allí, sino volando; y no había sendero para bajar excepto saltando a un precipicio. Allí encontró a todos los otros, sentados de espaldas a la pared montañosa. El Señor de las Águilas estaba también allí y hablaba con Gandalf.

Quizás a Bilbo no se lo iban a comer, después de todo. El mago y el águila parecían conocerse de alguna manera, y aun estar en buenas relaciones. En realidad Gandalf, que había visitado a menudo las montañas, había ayudado una vez a las águilas y había curado al Señor de una herida de flecha. Así que como veis, «prisioneros» quería decir «prisioneros rescatados de los trasgos» solamente, y no cautivos de las águilas. Cuando Bilbo escuchó la conversación de Gandalf comprendió que por fin iban a escapar real y verdaderamente de aquellas cimas espantosas. Estaba discutiendo planes con el Gran Águila para transportar lejos a los enanos, a él y a Bilbo, y dejarlos justo en el camino que cruzaba los llanos de abajo.

El Señor de las Águilas no los llevaría a ningún lugar próximo a las moradas de los hombres. —Nos dispararían con esos grandes arcos de tejo —dijo—, pensando que vamos a robarles las ovejas. Y en otras ocasiones estarían en lo cierto. ¡No! Nos satisface burlar a los trasgos, y pagarte así nuestra deuda de gratitud, pero no nos arriesgaremos por los enanos en los llanos del sur.

—Muy bien —dijo Gandalf—. ¡Llevadnos a cualquier sitio y tan lejos como queráis! Ya habéis hecho mucho por nosotros. Pero mientras tanto, estamos famélicos.

—Yo casi estoy muerto de hambre —dijo Bilbo con una débil vocecita que nadie oyó.

—Eso tal vez pueda tener remedio —dijo el Señor de las Águilas.

Más tarde podríais haber visto un brillante fuego en la repisa de piedra, y las figuras de los enanos alrededor, cocinando y envueltos en un exquisito olor a asado. Las águilas habían traído unos arbustos secos para el fuego, y conejos, liebres y una pequeña oveja. Los enanos se encargaron de todos los preparativos. Bilbo se sentía demasiado débil para ayudar, y de cualquier modo no era muy bueno desollando conejos o picando carne, pues estaba acostumbrado a que el carnicero se la entregase lista ya para cocinar. Gandalf estaba echado también, luego de haberse ocupado de encender el fuego, ya que Oin y Gloin habían perdido sus yescas. (Los enanos nunca fueron aficionados a las cerillas, ni siquiera entonces.)





Así concluyeron las aventuras de las Montañas Nubladas. Pronto el estómago de Bilbo estuvo lleno y confortado de nuevo, y sintió que podía dormir sin preocupaciones, aunque en realidad le habría gustado más una hogaza con mantequilla que aquellos trozos de carne tostada en varas. Durmió hecho un ovillo en la piedra dura, más profundamente de lo que había dormido nunca en el lecho de plumas de su propio pequeño agujero. Pero soñó toda la noche con su casa, y recorrió en sueños todas las habitaciones buscando algo que no podía encontrar, y que no sabía qué era.

CAPÍTULO VII

Extraños aposentos

A LA MAÑANA SIGUIENTE Bilbo despertó con el sol temprano en los ojos. Se levantó de un salto para mirar la hora y poner la marmita al fuego... y descubrió que no estaba en casa, de ningún modo. Así que se sentó, deseando en vano un baño y un cepillo. No los consiguió, ni té, ni tostadas, ni panceta para el desayuno, sólo cordero frío y conejo. Y en seguida tuvo que prepararse para la inminente partida.

Esta vez se le permitió montar en el lomo de un águila y sostenerse entre las alas. El aire golpeaba y Bilbo cerraba los ojos. Los enanos gritaban despidiéndose y prometiendo devolver el favor al Señor de las Águilas, mientras quince grandes aves partían de la ladera de la montaña. El sol aún estaba cerca de los lindes orientales. La mañana era fría, y había nieblas en los valles y hondonadas, y sobre los picos y crestas de las colinas. Bilbo abrió un ojo y vio que las aves estaban muy arriba y el mundo muy lejos, y que las montañas se empequeñecían. Cerró otra vez los ojos y se aferró con más fuerza.

—¡No pellizques! —le dijo el águila—. No tienes por qué asustarte como un conejo, aunque te parezcas bastante a uno. Es una bonita mañana y el viento sopla apenas. ¿Hay acaso algo más agradable que volar?

A Bilbo le hubiese gustado decir: «Un baño caliente y luego, más tarde, un desayuno sobre la hierba»; pero le pareció mejor no decir nada y aflojó un poquito las manos.

Al cabo de un buen rato, las águilas divisaron sin duda el punto al que se dirigían, aun desde aquellas alturas, pues empezaron a volar en círculos, descendiendo en amplias espirales. Bajaron así un tiempo, y al final el hobbit abrió de nuevo los ojos. La tierra estaba mucho más cercana, y debajo había árboles que parecían olmos y robles, y amplias praderas, y un río que lo atravesaba todo. Pero sobresaliendo del terreno, justo en el curso del río que allí serpenteaba, había una gran roca, casi una colina de piedra, como una última avanzada de las montañas distantes, o un enorme peñasco arrojado millas adentro en la llanura por algún gigante entre gigantes.

Las águilas descendían ahora con rapidez una a una sobre la cima de la roca, y dejaban allí a los pasajeros.

—¡Buen viaje! —gritaron—. ¡Dondequiera que vayáis, hasta que los nidos os reciban al final de la jornada! —Una fórmula de cortesía común entre estas aves.