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De repente una espada destelló con luz propia. Bilbo vio que atravesaba de lado a lado al Gran Trasgo, mudo de asombro y furioso a la vez. Cayó muerto, y los soldados trasgos, huyendo y gritando delante de la espada, desaparecieron en la oscuridad.

La espada volvió a la vaina. —¡Seguidme a prisa! —dijo una voz fiera y queda. Y antes que Bilbo comprendiese lo que había ocurrido, estaba ya trotando de nuevo, tan rápido como podía, al final de la columna, bajando por más pasadizos oscuros mientras los alaridos del salón de los trasgos quedaban atrás, cada vez más débiles. Una luz pálida los guiaba.

—¡Más rápido, más rápido! —decía la voz—. Pronto volverán a encender las antorchas.

—¡Espera un momento! —dijo Dori, que estaba detrás, al lado de Bilbo, y era un excelente compañero. Como mejor pudo, con las manos atadas, consiguió que el hobbit se le subiera a los hombros, y luego echaron todos a correr, con un tintineo de cadenas y más de un tropezón, ya que no tenían manos para sostenerse. No se detuvieron por un largo rato, cuando ya estaban sin duda en el corazón mismo de la montaña.

Entonces Gandalf encendió la vara. Por supuesto, era Gandalf; pero en ese momento todos estaban demasiado ocupados para preguntar cómo había llegado allí. Volvió a sacar la espada, y una vez más la hoja destelló en la oscuridad; ardía con una furia centelleante si había trasgos alrededor, y ahora brillaba como una llama azul por el deleite de haber matado al gran señor de la cueva. No le costó nada cortar las cadenas de los trasgos y liberar lo más rápidamente posible a todos los prisioneros. El nombre de esta espada, recordaréis, era Glamdring, Martillo de Enemigos. Los trasgos la llamaban simplemente Demoledora, y la odiaban, si eso hubiera sido posible, todavía más que a Mordedora. También Orcrist había sido salvada, pues Gandalf se la había arrebatado a uno de los guardias aterrorizados. Gandalf pensaba en todo; y aunque no podía hacer cualquier cosa, ayudaba siempre a los amigos que estaban en aprietos.

—¿Estamos todos aquí? —dijo, entregando la espada a Thorin con una reverencia—. Veamos: uno, Thorin; dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once. ¿Dónde están Fili y Kili? ¡Aquí! Doce, trece... y he ahí al señor Bolsón: ¡catorce! ¡Bien, bien! Podría ser peor, y sin embargo podría ser mucho mejor. Sin poneys, y sin comida, y sin saber muy bien dónde estamos, ¡y unas hordas de trasgos furiosos justo detrás! ¡Sigamos adelante!

Siguieron adelante. Gandalf estaba en lo cierto: se oyeron ruidos de trasgos y unos gritos horribles allá detrás a lo lejos, en los pasadizos que habían atravesado. Se apresuraron entonces todavía más, y como el pobre Bilbo no podía seguirles el paso —pues los enanos son capaces de correr más de prisa, os lo aseguro, cuando tienen que hacerlo— se turnaron llevándolo a hombros.

Sin embargo, los trasgos corren más rápido que los enanos, y estos trasgos conocían mejor el camino (ellos mismos habían abierto los túneles), y estaban locos de furia; así que hiciesen lo que hiciesen, los enanos oían los gritos y aullidos que se acercaban cada vez más. Muy pronto alcanzaron a oír el ruido de los pies de los trasgos, muchos, muchos pies que parecían estar a la vuelta del último recodo. El destello de las antorchas rojas podía verse detrás de ellos en el túnel; y ya empezaban a sentirse muertos de cansancio.

—¡Por qué, oh por qué habré dejado mi agujero-hobbit! —decía el pobre señor Bolsón, mientras se sacudía hacia arriba y abajo sobre la espalda de Bombur.

—¡Por qué, oh por qué habré traído a este pobrecito hobbit a buscar el tesoro! —decía el desdichado Bombur, que era gordo, y se bamboleaba mientras el sudor le caía en gotas de la nariz a causa del calor y el terror.

En aquel momento Gandalf se retrasó, y Thorin con él. Doblaron un recodo cerrado. —¡Están a la vuelta! —gritó el mago—. ¡Desenvaina tu espada, Thorin!

No quedaba nada más que hacer, y a los trasgos no les gustó. Venían corriendo a toda prisa y dando gritos, y al llegar al recodo tropezaron atónitos con Hendedora de trasgos y Martillo de Enemigos que brillaban frías y luminosas. Los que iban delante arrojaron las antorchas y dieron un alarido antes de morir. Los de atrás aullaban siguiéndolos. —¡Mordedora y Demoledora! —chillaron; y pronto todos estuvieron envueltos en una completa confusión, y la mayoría se apresuró a regresar por donde había venido.

Pasó bastante tiempo antes de que cualquiera de ellos se atreviese a doblar aquel recodo. Mientras, los enanos se habían puesto otra vez en marcha, siguiendo un largo camino que los llevaba a los túneles oscuros del país de los trasgos. Cuando los trasgos se dieron cuenta, apagaron las antorchas y se deslizaron pisando con cuidado, y eligieron a los corredores más veloces, aquellos que tenían oídos como comadrejas en la oscuridad, y eran casi tan silenciosos como murciélagos.





Así ocurrió que ni Bilbo, ni los enanos, ni siquiera Gandalf, los oyeron llegar, ni tampoco los vieron. Pero los trasgos los vieron a ellos, pues de la vara de Gandalf se desprendía una débil luz que ayudaba a los enanos a encontrar el camino.

De repente, Dori, que ahora otra vez corría a la cola llevando a Bilbo, fue aferrado por detrás en la oscuridad. Gritó y cayó; y el hobbit rodó de los hombros de Dori a la negrura, se golpeó la cabeza contra una piedra, y no recordó nada más.

CAPÍTULO V

Acertijos en las tinieblas

CUANDO BILBO ABRIÓ LOS OJOS, se preguntó si en verdad los habría abierto; pues todo estaba tan oscuro como si los tuviese cerrados. No había nadie cerca de él. ¡Imaginaos qué terror! No podía ver nada, ni oír nada, ni sentir nada, excepto la piedra del suelo.

Se incorporó muy lentamente y anduvo a tientas hasta tropezar con la pared del túnel; pero ni hacia arriba ni hacia abajo pudo encontrar nada, nada en absoluto, ni rastro de trasgos o enanos. La cabeza le daba vueltas y ni siquiera podía decir en qué dirección habrían ido los otros cuando cayó de bruces. Trató de orientarse de algún modo, y se arrastró largo trecho hasta que de pronto tocó con la mano algo que parecía un anillo pequeño, frío y metálico, en el suelo del túnel. Éste iba a ser un momento decisivo en la carrera de Bilbo, pero él no lo sabía. Casi sin darse cuenta se metió la sortija en el bolsillo. Por cierto, no parecía tener ninguna utilidad por ahora. No avanzó mucho más; se sentó en el suelo helado, abandonándose a un completo abatimiento. Se imaginaba friendo huevos y panceta en la cocina de su propia casa —pues alcanzaba a sentir, dentro de él, que era la hora de alguna comida—, pero esto sólo lo hacía más miserable.

No sabía adónde ir, ni qué había ocurrido, ni por qué lo habían dejado atrás, o por qué si lo habían hecho, los trasgos no lo habían capturado; no sabía ni siquiera por qué tenía la cabeza tan dolorida. La verdad es que había estado mucho tiempo tendido y quieto, invisible y olvidado en un rincón muy oscuro.

Al cabo de un rato se palpó las ropas buscando la pipa. No estaba rota, y eso era algo. Buscó luego la petaca, y había algún tabaco, lo que ya era algo más, y luego buscó las cerillas y no encontró ninguna, y esto lo desanimó por completo. Sólo el cielo sabe qué cosa hubiera podido caer sobre él atraída por el roce de las cerillas y el olor del tabaco. Pero por ahora se sentía muy abatido. No obstante, rebuscando en los bolsillos y palpándose de arriba abajo en busca de cerillas, topó con la empuñadura de la pequeña espada, la daga que había obtenido de los trolls y que casi había olvidado; por fortuna, tampoco los trasgos la habían descubierto, pues la llevaba dentro de los calzones.