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—¡Mónica... Mónica...!

El nombre amado es lo único que ha acudido a los labios de Juan... saeta de luz y fuego que pasa traspasándole. Con ansia de demente vuelve a empuñar la tabla y sigue remando... Necesita acercarse, llegar. No da crédito a sus ojos enrojecidos. Su mente, enloquecida de sorpresa y de espanto, no logra captar todavía la terrible verdad... hasta que el bote toca la costa. Ha corrido unos pasos sin sentir en sus pies la quemadura de la tierra calcinada. Sus manos palpan el suelo candente, insensibles ya cuerpo y alma al dolor y al espanto...

—¡Aquí estaba Saint-Pierre... aquí estaba! ¡No, no... imposible, no es verdad lo que veo! ¡No puede ser verdad! —Y gritando como un loco, deniega—: ¡No es verdad!

El rugido del monstruo parece responderle. Ahí está el Mont Pelée. También él ha cambiado. Lo que fuera su frente poderosa ha volado en pedazos, y a lo largo de la altísima mole de su desnudo cono, una ancha y tremenda grieta deja aún escapar el vaho mortífero, mientras a través de la horrible hendidura se ve hervir la ingente lava, como un surtidor de las fraguas del infierno. Juan ha retrocedido hasta llegar al bote, en cuyo fondo yace Renato D’Autremont y a cuyo lado se alza la oscura cabeza de Colibrí, que inquiere con ansiedad:

—¿Qué ha pasado, patrón, qué es lo que ha pasado?

—¡Esta fue Saint-Pierre! Fue, y no es ya... La ciudad en que nací no existe... y ella, ella... Mónica... —Y con inusitada desesperación, clama—: ¡Mónica...! ¿Dónde estás?

En el borde del antepecho de aquel balcón, desde donde mirara aquella última y terrible batalla definitiva para su propia vida, entre Juan y Renato, Mónica ha permanecido semidesmayada, casi insensible... Las ráfagas de aire abrasador han chamuscado en parte su piel y sus cabellos, pero sus ojos, un momento medio cegados, están viendo ya, y exclama señalando con la mano extendida:

—¡Allí! ¡Allí!

—¡Mónica, hija...! ¿Has perdido el juicio? —se angustia Catalina de Molnar.

—¡Allí... en el agua, junto al barco... junto al Luzbel, hay gente! ¡Se agitan! ¡Hay gente viva... nadan...!

—¡Oh, sí... es cierto! ¡Alguien quedó con vida! —apoya Pedro Noel.

—¡Corramos! ¡Corramos! —incita Mónica con tremenda excitación.

Los habitantes del Monte Parnaso han acudido en auxilio de los pocos supervivientes de los naufragios de la bahía: algunos tripulantes del Roraima, cuatro o cinco de los muchos pescadores que se disponían a tender las redes al amanecer, y la mayor parte de los pasajeros del Luzbel... Cuantos permanecieron en la bodega por no tener armas, a más de niños y mujeres, se han salvado. También algunos de los tripulantes: Martín, Anguila, Julián, Genaro... Heridos, extenuados, quemados por el aire y el agua, los tristes cuerpos forman una larga fila de camillas al borde mismo de la plaza. A éstos se van sumando muchas víctimas que hubo también en el Monte Parnaso, en los lugares donde el vaho de fuego llegó con más fuerza... Como una sombra blanca, cruza Mónica frente a las víctimas doloridas, y, por primera vez, sus manos piadosas no aciertan a curar ni a consolar.

—¡No está... no está...! ¡Juan no está entre ellos! ¡Juan no está entre ellos que se salvaron! ¡Me apartó de él, no me dejó morir a su lado! ¿Por qué? ¿Por qué?

—Hija, es preciso que te calmes —suplica Catalina—. Perderás la razón...

—Y no será ella sola —asegura Noel—. Lo único milagroso es que aun estemos vivos, que hayamos visto esto y que podamos contarlo, sin haber enloquecido. Vivir tras una cosa así... ¡Tal vez no sea por mucho tiempo! ¡Todavía ruge el monstruo! Y hay que oír a esos desdichados, especialmente a los dos fogoneros del Galión...

—¿Habló usted con ellos? —se esperanza Mónica—. ¿Pudo preguntarles...?

—Dicen que el mar se tragó al Galióncomo si lo sorbiera...

—Pero de Juan... de los hombres del Luzbel, ¿dijeron algo? ¿Pudo usted hablarles?

—Dos de ellos me aseguran que le vieron tomar un bote y remar hacia tierra. Yo no lo creo... Esos hombres están enloquecidos, trastornados... Vieron visiones en medio de su espanto. ¿Cómo hubiera podido Juan, ni nadie, tomar un bote ni remar? Se hundió el Galión, y del Luzbelno quedó una tabla sana... como si Dios hubiera querido castigar el crimen de aquella lucha a muerte entre dos hermanos... Porque hermanos eran... ¡Hermanos! La misma sangre y, a pesar de sus errores, de sus violencias y de sus crueldades, el mismo corazón y la misma nobleza... No puedo negarlo...





—¡Pero esos hombres que vieron a Juan...! —se aferra Mónica con desesperada esperanza.

—No pudieron verlo, Mónica. Se engañan... Juan no es ya de este mundo...

—¡Oh! —se duele Mónica, sollozando con verdadera desesperación—, ¡Juan... Juan!

—¿Llora usted por él, Mónica? ¿Por él?

—¿Es que no lo sabe? ¡Juan era mi vida entera! Y si él ha muerto, ¿para qué quiero yo vivir y respirar? ¡Pero no... no... no ha muerto! ¡No puede haber muerto! El mar era su amigo, y no puede hacerle daño... ¡Lo devolverá!

Ha corrido como una loca hacia la estrecha playa... aquella que se abriera como una concha de oro entre la piedra negra de los acantilados, ahora cubierta de ceniza y despojos, y llega hasta ese mar donde viera alejarse, saltando, la barca de Juan... Como entonces, ha extendido las manos, y en sus ojos casi ciegos de lágrimas, finge la locura de aquel minuto, un bote imaginario que se alejara llevando a Juan...

—¡Juan! ¡No me dejes... No te vayas... Llévame contigo... Llévame a morir a tu lado! ¡Vuelve a buscarme! ¡Vuelve a buscarme, Juan!

—¡Patrón! ¡No está muerto! ¡Se mueve...! De la herida le sale sangre... mucha sangre...

La mirada de Juan ha descendido desde lo alto de la cima calcinada del Mont Pelée, hasta el pequeño bote en cuyo fondo yace Renato. En medio de aquel atroz espectáculo de muerte, frente a la ceniza que sirve de sudario a más de cuarenta mil cadáveres, todavía aquel corazón palpita débilmente... Juan se inclina hacia él, acabando de desgarrar la fina ropa, hasta encontrar el manantial de aquella sangre por donde gota a gota escapa la vida del último D’Autremont. Un trozo cortante de madera, la punta filosa de una tabla astillada, está clavada sobre las costillas, demasiado cerca del corazón... pero la mano de Juan no vacila en arrancarla de un brusco tirón...

—¡Cuánta sangre! —comenta Colibrí espantado.

—¡Pronto! ¡Hay que restañarla! —Con el último trozo de su propia camisa, Juan ha rellenado el horrible hueco, conteniendo la profusa hemorragia—. ¡Desnúdale, Colibrí, ayúdame! ¡Trae algo con qué vendarle!

A tirones se ha proporcionado una burda venda y la enrolla, abarcando el torso desnudo de Renato con habilidad de marinero...

—Mire, abre la boca, patrón...

—Tiene sed... Ha perdido mucha sangre... Pero ni un trago de agua puede dar ya esta tierra para Renato D’Autremont...

Ha vuelto a mirar la espantosa desolación que le rodea, y al hombre que agoniza a sus pies. Esparcidos en el fondo del bote están los papeles que Renato recibiera del Obispado la noche anterior, y otro grueso papel con sellos y lacre que, por extraño impulso, toman rápidamente las manos de Juan...

—¿Qué es eso, patrón? —pregunta curioso Colibrí.

—Supongo que el derecho a matarme como a un perro donde quiera que me encontrara. Son los sellos del gobernador, su firma... Todavía ayer era él quien decretaba la vida o la muerte...

Ha estrujando juntos el informe montón de papeles mojados, símbolo inútil del poder terrenal: los sellos del Gobernador y la firma del Papa. Todo está ya de más, todo vale ahora, frente a sus ojos, lo que pueda valer aquella llanura calcinada, aquella ciudad hecha cenizas... Los papeles cayeron de sus manos. A través del aire, ahora claro, distingue la colina de Morne Rouge, gris, ahogada bajo las cenizas... pero las casas de su aldea están intactas. Su mirada de águila puede descubrir los techos y los árboles desgajados, y como caravana de insectos, puntos oscuros. que descienden por las laderas hacia el sitio en que estuviera la ciudad...