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Al pronunciar estas palabras experimentaba un placer indescriptible.

El secretario presenciaba la escena con una sonrisa. El fogoso ayudante pareció dudar un momento.

—¡Eso no le incumbe a usted! —respondió al fin con afectados gritos—. Lo que ha de hacer es prestar la declaración que se le pide. Enséñele el documento, Alejandro Grigorevitch. Se ha presentado una denuncia contra usted. ¡Usted no paga sus deudas! ¡Buen pájaro está hecho!

Pero Raskolnikof ya no le escuchaba: se había apoderado ávidamente del papel y trataba, con visible impaciencia, de hallar la clave del enigma. Una y otra vez leyó el documento, sin conseguir entender ni una palabra.

—Pero ¿qué es esto? —preguntó al secretario.

—Un efecto comercial cuyo pago se le reclama. Ha de entregar usted el importe de la deuda, más las costas, la multa, etcétera, o declarar por escrito en qué fecha podrá hacerlo. Al mismo tiempo, habrá de comprometerse a no salir de la capital, y también a no vender ni empeñar nada de lo que posee hasta que haya pagado su deuda. Su acreedor, en cambio, tiene entera libertad para poner en venta los bienes de usted y solicitar la aplicación de la ley.

—¡Pero si yo no debo nada a nadie!

—Ese punto no es de nuestra incumbencia. A nosotros se nos ha remitido un efecto protestado de ciento quince rublos, firmado por usted hace nueve meses en favor de la señora Zarnitzine, viuda de un asesor escolar, efecto que esta señora ha enviado al consejero Tchebarof en pago de una cuenta. En vista de ello, nosotros le hemos citado a usted para tomarle declaración.

—¡Pero si esa señora es mi patrona!

—¡Y eso qué importa!

El secretario le miraba con una sonrisa de superioridad e indulgencia, como a un novicio que empieza a aprender a costa suya lo que significa ser deudor. Era como si le dijese: «¿Eh? ¿Qué te ha parecido?»

Pero ¿qué importaban en aquel momento a Raskolnikof las reclamaciones de su patrona? ¿Valía la pena que se inquietara por semejante asunto, y ni siquiera que le prestara la menor atención? Estaba allí leyendo, escuchando, respondiendo, incluso preguntando, pero todo lo hacía maquinalmente. Todo su ser estaba lleno de la felicidad de sentirse a salvo, de haberse librado del temor que hacía unos instantes lo sobrecogía. Por el momento, había expulsado de su mente el análisis de su situación, todas las preocupaciones y previsiones temerosas. Fue un momento de alegría absoluta, animal.

Pero de pronto se desencadenó una tormenta en el despacho. El ayudante del comisario, todavía bajo los efectos de la afrenta que acababa de sufrir y deseoso de resarcirse, empezó de improviso a poner de vuelta y media a la dama del lujoso vestido, la cual, desde que le había visto entrar, no cesaba de mirarle con una sonrisa estúpida.





—Y tú, bribona —le gritó a pleno pulmón, después de comprobar que la señora de luto se había marchado ya—, ¿qué ha pasado en tu casa esta noche? Dime: ¿qué ha pasado? Habéis despertado a todos los vecinos con vuestros gritos, vuestras risas y vuestras borracheras. Por lo visto, te has empeñado en ir a la cárcel. Te lo ha advertido lo menos diez veces. La próxima vez te lo diré de otro modo. ¡No haces caso! ¡Eres una ramera incorregible!

Raskolnikof se quedó tan estupefacto al ver tratar de aquel modo a la elegante dama, que se le cayó el papel que tenía en la mano. Sin embargo, no tardó en comprender el porqué de todo aquello, y la cosa le pareció sobremanera divertida. Desde este momento escuchó con interés y haciendo esfuerzos por contener la risa. Su tensión nerviosa era extraordinaria.

—Bueno, bueno, Ilia Petrovitch... —empezó a decir el secretario, pero enseguida se dio cuenta de que su intervención sería inútil: sabía por experiencia que cuando el impetuoso oficial se disparaba, no había medio humano de detenerle.

En cuanto a la bella dama, la tempestad que se había desencadenado sobre ella empezó por hacerla temblar, pero —cosa extraña— a medida que las invectivas iban lloviendo sobre su cabeza, su cara iba mostrándose más amable, y más encantadora la sonrisa que dirigía al oficial. Multiplicaba las reverencias y esperaba impaciente el momento en que su censor le permitiera hablar.

—En mi casa no hay escándalos ni pendencias, señor capitán —se apresuró a decir tan pronto como le fue posible (hablaba el ruso fácilmente, pero con notorio acento alemán)—. Ni el menor escándalo —ella decía «echkándalo»—. Lo que ocurrió fue que un caballero llegó embriagado a mi casa... Se lo voy a contar todo, señor capitán. La culpa no fue mía. Mi casa es una casa seria, tan seria como yo, señor capitán. Yo no quería «echkándalos»... Él vino como una cuba y pidió tres botellas —la alemana decía «potellas»—. Después levantó las piernas y empezó a tocar el piano con los pies, cosa que está fuera de lugar en una casa seria como la mía. Y acabó por romper el piano, lo cual no me parece ni medio bien. Así se lo dije, y él cogió la botella y empezó a repartir botellazos a derecha e izquierda. Entonces llamé al portero, y cuando Karl llegó, él se fue hacia Karl y le dio un puñetazo en un ojo. También recibió Enriqueta. En cuanto a mí, me dio cinco bofetadas. En vista de esta forma de conducirse, tan impropia de una casa seria, señor capitán, yo empecé a protestar a gritos, y él abrió la ventana que da al canal y empezó a gruñir como un cerdo. ¿Comprende, señor capitán? ¡Se puso a hacer el cerdo en la ventana! Entonces, Karl empezó a tirarle de los faldones del frac para apartarlo de la ventana y..., se lo confieso, señor capitán..., se le quedó un faldón en las manos. Entonces empezó a gritar diciendo que man mouss [18] pagarle quince rublos de indemnización, y yo, señor capitán, le di cinco rublos por seis Rock [19] . Como usted ve, no es un cliente deseable. Le doy mi palabra, señor capitán, de que todo el escándalo lo armó él. Y, además, me amenazó con contar en los periódicos toda la historia de mi vida.

—Entonces, ¿es escritor?

—Sí, señor, y un cliente sin escrúpulos que se permite, aun sabiendo que está en una casa digna...

—Bueno, bueno; siéntate. Ya te he dicho mil veces...

—Ilia Petrovitch... —repitió el secretario, con acento significativo.

El ayudante del comisario le dirigió una rápida mirada y vio que sacudía ligeramente la cabeza.

—En fin, mi respetable Luisa Ivanovna —continuó el oficial—, he aquí mi última palabra en lo que a ti concierne. Como se produzca un nuevo escándalo en tu digna casa, te haré enchiquerar, como soléis decir los de tu noble clase. ¿Has entendido...? ¿De modo que el escritor, el literato, aceptó cinco rublos por su faldón en tu digna casa? ¡Bien por los escritores! —dirigió a Raskolnikof una mirada despectiva—. Hace dos días, un señor literato comió en una taberna y pretendió no pagar. Dijo al tabernero que le compensaría hablando de él en su próxima sátira. Y también hace poco, en un barco de recreo, otro escritor insultó groseramente a la respetable familia, madre a hija, de un consejero de Estado. Y a otro lo echaron a puntapiés de una pastelería. Así son todos esos escritores, esos estudiantes, esos charlatanes... En fin, Luisa Ivanovna, ya puedes marcharte. Pero ten cuidado, porque no te perderé de vista. ¿Entiendes?