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Se levantó de un salto y quedó sentado en el diván. El corazón le latía tan violentamente, que le hacía daño.

—Y echado el pestillo —observó Nastasia—. Por lo visto, tiene miedo de que se lo lleven... ¿Quieres levantarte y abrir de una vez?

«¿Qué querrán? ¿Qué hace aquí el portero? ¡Se ha descubierto todo, no cabe duda! ¿Debo abrir o hacerme el sordo? ¡Así cojan la peste!»

Se levantó a medias, tendió el brazo y tiró del pestillo. La habitación era tan estrecha, que podía abrir la puerta sin dejar el diván.

No se había equivocado: eran Nastasia y el portero.

La sirvienta le dirigió una mirada extraña. Raskolnikof miraba al portero con desesperada osadía. Éste presentaba al joven un papel gris, doblado y burdamente lacrado.

—Esto han traído de la comisaría.

—¿De qué comisaría?

—De la comisaría de policía. ¿De qué comisaría ha de ser?

—Pero ¿qué quiere de mí la policía?

—¿Yo qué sé? Es una citación y tiene que ir.

Miró fijamente a Raskolnikof, pasó una mirada por el aposento y se dispuso a marcharse.

—Tienes cara de enfermo —dijo Nastasia, que no quitaba ojo a Raskolnikof. Al oír estas palabras, el portero volvió la cabeza, y la sirvienta le dijo—: Tiene fiebre desde ayer.

Raskolnikof no contestó. Tenía aún el pliego en la mano, sin abrirlo.

—Quédate acostado —dijo Nastasia, compadecida, al ver que Raskolnikof se disponía a levantarse—. Si estás enfermo, no vayas. No hay prisa.

Tras una pausa, preguntó:

—¿Qué tienes en la mano?

Raskolnikof siguió la mirada de la sirvienta y vio en su mano derecha los flecos del pantalón, los calcetines y el bolsillo. Había dormido así. Más tarde recordó que en las vagas vigilias que interrumpían su sueño febril apretaba todo aquello fuertemente con la mano y que volvía a dormirse sin abrirla.

—¡Recoges unos pingajos y duermes con ellos como si fueran un tesoro!

Se echó a reír con su risa histérica. Raskolnikof se apresuró a esconder debajo del gabán el triple cuerpo del delito y fijó en la doméstica una mirada retadora.

Aunque en aquellos momentos fuera incapaz de discurrir con lucidez, se dio cuenta de que estaba recibiendo un trato muy distinto al que se da a una persona a la que van a detener.

Pero... ¿por qué le citaba la policía?

—Debes tomar un poco de té. Voy a traértelo. ¿Quieres? Ha sobrado.

—No, no quiero té —balbuceó—. Voy a ver qué quiere la policía. Ahora mismo voy a presentarme.

—¡Pero si no podrás ni bajar la escalera!

—He dicho que voy.

—Allá tú.

Salió detrás del portero. Inmediatamente, Raskolnikof se acercó a la ventana y examinó a la luz del día los calcetines y los flecos.





«Las manchas están, pero apenas se ven: el barro y el roce de la bota las ha esfumado. El que no lo sepa, no las verá. Por lo tanto y afortunadamente, Nastasia no las ha podido ver: estaba demasiado lejos.»

Entonces abrió el pliego con mano temblorosa. Hubo de leerlo y releerlo varias veces para comprender lo que decía. Era una citación redactada en la forma corriente, en la que se le indicaba que debía presentarse aquel mismo día, a las nueve y media, en la comisaría del distrito.

«¡Qué cosa más rara! —se dijo mientras se apoderaba de él una dolorosa ansiedad—. No tengo nada que ver con la policía, y me cita precisamente hoy. ¡Señor, que termine esto cuanto antes!»

Iba a arrodillarse para rezar, pero, en vez de hacerlo, se echó a reír. No se reía de los rezos, sino de sí mismo. Empezó a vestirse rápidamente.

«Si he de morir, ¿qué le vamos a hacer?»

Y se dijo inmediatamente:

«He de ponerme los calcetines. El polvo de las calles cubrirá las manchas.»

Apenas se hubo puesto el calcetín ensangrentado, se lo quitó con un gesto de horror e inquietud. Pero enseguida recordó que no tenía otros, y se lo volvió a poner, echándose de nuevo a reír.

«¡Bah! esto no son más que prejuicios. Todo es relativo en este mundo: los hábitos, las apariencias..., todo, en fin.»

Sin embargo, temblaba de pies a cabeza.

«Ya está; ya lo tengo puesto y bien puesto.»

Pronto pasó de la hilaridad a la desesperación.

«¡Esto es superior a mis fuerzas!»

Las piernas le temblaban.

—¿De miedo? —barbotó.

Todo le daba vueltas; le dolía la cabeza a consecuencia de la fiebre.

«¡Esto es una celada! Quieren atraerme, cogerme desprevenido —pensó mientras se dirigía a la escalera—. Lo peor es que estoy aturdido, que puedo decir lo que no debo.»

Ya en la escalera, recordó que las joyas robadas estaban aún donde las había puesto, detrás del papel despegado y roto de la pared de la habitación.

«Tal vez hagan un registro aprovechando mi ausencia.»

Se detuvo un momento, pero era tal la desesperación que le dominaba, era su desesperación. Tan cínica, tan profunda, que hizo un gesto de impotencia y continuó su camino.

«¡Con tal que todo termine rápidamente...!»

El calor era tan insoportable como en los días anteriores. Hacía tiempo que no había caído ni una gota de agua. Siempre aquel polvo aquellos montones de cal y de ladrillos que obstruían las calles. Y el hedor de las tiendas llenas de suciedad, y de las tabernas, y aquel hervidero de borrachos, buhoneros, coches de alquiler...

El fuerte sol le cegó y le produjo vértigos. Los ojos le dolían hasta el extremo de que no podía abrirlos. (Así les ocurre en los días de sol a todos los que tienen fiebre.)

Al llegar a la esquina de la calle que había tomado el día anterior dirigió una mirada furtiva y angustiosa a la casa... y volvió enseguida los ojos.

«Si me interrogan, tal vez confiese», pensaba mientras se iba acercando a la comisaría.

La comisaría se había trasladado al cuarto piso de una casa nueva situada a unos trescientos metros de su alojamiento. Raskolnikof había ido una vez al antiguo local de la policía, pero de esto hacía mucho tiempo.

Al cruzar la puerta vio a la derecha una escalera, por la que bajaba un mujikcon un cuaderno en la mano.