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—¡Claro que no! Estoy hablando en nombre de la justicia. No se trata de mí.

—Pues yo creo que si tú no te atreves a hacerlo, no puedes hablar de justicia... Ahora vamos a jugar otra partida.

Raskolnikof se sentía profundamente agitado. Ciertamente, aquello no eran más que palabras, una conversación de las más corrientes sostenida por gente joven. Más de una vez había oído charlas análogas, con algunas variantes y sobre temas distintos. Pero ¿por qué había oído expresar tales pensamientos en el momento mismo en que ideas idénticas habían germinado en su cerebro? ¿Y por qué, cuando acababa de salir de casa de Alena Ivanovna con aquella idea embrionaria en su mente, había ido a sentarse al lado de unas personas que estaban hablando de la vieja?

Esta coincidencia le parecía siempre extraña. La insignificante conversación de café ejerció una influencia extraordinaria sobre él durante todo el desarrollo del plan. Ciertamente, pareció haber intervenido en todo ello la fuerza del destino.

Al regresar de la plaza se dejó caer en el diván y estuvo inmóvil una hora entera. Entre tanto, la oscuridad había invadido la habitación. No tenía velas. Por otra parte, ni siquiera pensó en encender una luz. Más adelante, nunca pudo recordar si había pensado algo en aquellos momentos. Finalmente, sintió de nuevo escalofríos de fiebre y pensó con satisfacción que podía acostarse en el diván sin tener que quitarse la ropa. Pronto se sumió en un sueño pesado como el plomo.

Durmió largamente y casi sin soñar. A las diez de la mañana siguiente, Nastasia entró en la habitación. No conseguía despertarlo. Le llevaba pan y un poco de té en su propia tetera, como el día anterior.

—¡Eh! ¿Todavía acostado? —gritó, indignada—. ¡No haces más que dormir!

Raskolnikof se levantó con un gran esfuerzo. Le dolía la cabeza. Dio una vuelta por el cuarto y volvió a echarse en el diván.

—¿Otra vez a dormir? —exclamó Nastasia—. ¿Es que estás enfermo?

Raskolnikof no contestó.

—¿Quieres té?

—Más tarde —repuso el joven penosamente. Luego cerró los ojos y se volvió de cara a la pared.

Nastasia estuvo un momento contemplándolo.

—A lo mejor está enfermo de verdad —murmuró mientras se marchaba.

A las dos volvió a aparecer con la sopa. Él estaba todavía acostado y no había probado el té. Nastasia se sintió incluso ofendida y empezó a zarandearlo.





—¿A qué viene tanta modorra? —gruñó, mirándole con desprecio.

Él se sentó en el diván, pero no pronunció ni una palabra. Permaneció con la mirada fija en el suelo.

—¡Bueno! Pero ¿estás enfermo o qué? —preguntó Nastasia.

Esta segunda pregunta quedó tan sin respuesta como la primera.

—Debes salir —dijo Nastasia tras un silencio—. Te conviene tomar un poco el aire. Comerás, ¿verdad?

—Más tarde —balbuceó débilmente Raskolnikof—. Ahora vete.

Y reforzó estas palabras con un ademán.

Ella permaneció todavía un momento en el cuarto, mirándolo con un gesto de compasión. Luego se fue.

Minutos después, Raskolnikof abrió los ojos, contempló largamente la sopa y el té, cogió la cuchara y empezó a comer.

Dio tres o cuatro cucharadas, sin apetito, maquinalmente. Se le había calmado el dolor de cabeza. Cuando terminó de comer se echó de nuevo en el diván. Pero no pudo dormir y se quedó inmóvil, de bruces, con la cabeza hundida en la almohada. Soñaba, y su sueño era extraño. Se imaginaba estar en África, en Egipto... La caravana con la que iba se había detenido en un oasis. Los camellos estaban echados, descansando. Las palmeras que los rodeaban balanceaban sus tupidos penachos. Los viajeros se disponían a comer, pero Raskolnikof prefería beber agua de un riachuelo que corría cerca de él con un rumoreo cantarín. El aire era deliciosamente fresco. El agua, fría y de un azul maravilloso, corría sobre un lecho de piedras multicolores y arena blanca con reflejos dorados...

De súbito, las campanadas de un reloj resonaron claramente en su oído. Se estremeció, volvió a la realidad, levantó la cabeza y miró hacia la ventana. Entonces recobró por completo la lucidez y se levantó precipitadamente, como si lo arrancaran del diván. Se acercó a la puerta de puntillas, la entreabrió cautelosamente y aguzó el oído, tratando de percibir cualquier ruido que pudiera llegar de la escalera.

Su corazón latía con violencia. En la escalera reinaba la calma más absoluta; la casa entera parecía dormir... La idea de que había estado sumido desde el día anterior en un profundo sueño, sin haber hecho nada, sin haber preparado nada, le sorprendió: su proceder era absurdo, incomprensible. Sin duda, eran las campanadas de las seis las que acababa de oír... Súbitamente, a su embotamiento y a su inercia sucedió una actividad extraordinaria, desatinada y febril. Sin embargo, los preparativos eran fáciles y no exigían mucho tiempo. Raskolnikof procuraba pensar en todo, no olvidarse de nada. Su corazón seguía latiendo con tal violencia, que dificultaba su respiración. Ante todo, había que preparar un nudo corredizo y coserlo en el forro del gabán. Trabajo de un minuto. Introdujo la mano debajo de la almohada, sacó la ropa interior que había puesto allí y eligió una camisa sucia y hecha jirones. Con varias tiras formó un cordón de unos cinco centímetros de ancho y treinta y cinco de largo. Lo dobló en dos, se quitó el gabán de verano, de un tejido de algodón tupido y sólido (el único sobretodo que tenla) y empezó a coser el extremo del cordón debajo del sobaco izquierdo. Sus manos temblaban. Sin embargo, su trabajo resultó tan perfecto, que cuando volvió a ponerse el gabán no se veía por la parte exterior el menor indicio de costura. El hilo y la aguja se los había procurado hacía tiempo y los guardaba, envueltos en un papel, en el cajón de su mesa. Aquel nudo corredizo, destinado a sostener el hacha, constituía un ingenioso detalle de su plan. No era cosa de ir por la calle con un hacha en la mano. Por otra parte, si se hubiese limitado a esconder el hacha debajo del gabán, sosteniéndola por fuera, se habría visto obligado a mantener continuamente la mano en el mismo sitio, lo cual habría llamado la atención. El nudo corredizo le permitía llevar colgada el hacha y recorrer así todo el camino, sin riesgo alguno de que se le cayera. Además, llevando la mano en el bolsillo del gabán, podría sujetar por un extremo el mango del hacha e impedir su balanceo. Dada la amplitud de la prenda, que era un verdadero saco, no había peligro de que desde el exterior se viera lo que estaba haciendo aquella mano.

Terminada esta operación, Raskolnikof introdujo los dedos en una pequeña hendidura que había entre el diván turco y el entarimado y extrajo un menudo objeto que desde hacía tiempo tenía allí escondido. No se trataba de ningún objeto de valor, sino simplemente de un trocito de madera pulida del tamaño de una pitillera. Lo había encontrado casualmente un día, durante uno de sus paseos, en un patio contiguo a un taller. Después le añadió una planchita de hierro, delgada y pulida de tamaño un poco menor, que también, y aquel mismo día, se había encontrado en la calle. Juntó ambas cosas, las ató firmemente con un hilo y las envolvió en un papel blanco, dando al paquetito el aspecto más elegante posible y procurando que las ligaduras no se pudieran deshacer sin dificultad. Así apartaría la atención de la vieja de su persona por unos instantes, y él podría aprovechar la ocasión. La planchita de hierro no tenía más misión que aumentar el peso del envoltorio, de modo que la usurera no pudiera sospechar, aunque sólo fuera por unos momentos, que la supuesta prenda de empeño era un simple trozo de madera. Raskolnikof lo había guardado todo debajo del diván, diciéndose que ya lo retiraría cuando lo necesitara.