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La sombra vino a envolver la selva súbitamente. Los rayos del sol no alcanzaban más que las cimas de las montañas y las nubes del cielo, cuyo fulgor alcanzó toda vía a iluminar la tierra por algún tiempo. Pero aun esta luz indirecta se hizo más y más pálida. La actividad de los pájaros se atenuó para dar lugar a otra; la de los grandes cuadrúpedos.

De pronto, escuché un crujido de ramas, seguido de gruñidos. Inmóvil en mi lugar, vi dos masas negras que salían de la espesura. Reconocí en seguida a dos jabalíes. Iban hacia el río y su actitud, poco apresurada, me hizo comprender que no me habían advertido. Uno de los animales era más voluminoso que el otro y fue éste el que elegí como presa. En este momento, el más grande dio un gruñido estridente, pero yo apreté el gatillo. El eco repitió la detonación y la llevó a lo lejos a través de la selva. El enorme jabalí saltó de costado. Creí haber fallado mi tiro y quise avanzar, cuando percibí al animal herido que se incorporaba. Tiré de nuevo; el jabalí cayó de hocico y contra la hierba, pero trató aún de sostenerse sobre las patas. Después de un tercer tiro de fusil, la bestia quedó inmóvil. Me aproximé en seguida a ella.

Para no dejar que la carne se pudriese, destripé el jabalí, pensando en ir a buscar a los soldados al campamento, cuando escuché de nuevo en la espesura otro estremecimiento. Era Dersu que acudía al ruido de mis disparos. Me quedé muy asombrado cuando me preguntó de qué clase era la presa abatida. Después de todo, yo podía haber fallado.

—No —objetó él riendo—. Sé perfectamente que tienes tu presa.

Me explicó que se había dado cuenta de todo lo que acababa de pasar, no por los disparos en sí, sino por los intervalos entre los tres. Y es que sucede raramente que se pueda abatir una fiera al primer disparo. Habitualmente, se abate al segundo o tercer disparo. Si Dersu hubiera escuchado uno solo, habría deducido que yo había fallado. Por otra parte, tres golpes repitiéndose con poco intervalo, habrían indicado la huida de la presa y la precipitación del cazador enviando las balas en su persecución. Por el contrario, los tiros a intervalos desiguales prueban que la bestia está herida y que el cazador la remata.

Decidimos dejar el jabalí en la selva hasta el alba y no tomar por el momento más que el hígado, el corazón y los riñones. Habiendo encendido un fuego al lado, tomamos el camino de regreso. Era completamente de noche cuando nos aproximamos al campamento. La luz de las hogueras se reflejaba en la corriente de agua, como una banda clara, que parecía removerse e interrumpirse algunas veces para reaparecer cerca de la orilla opuesta. Golpes de hacha y voces de hombre, mezcladas de risas, nos llegaban del campamento. Los mosquiteros instalados por tierra e iluminados en el interior, parecían linternas gigantescas. Los cosacos habían escuchado bien mis tiros de fusil y esperaban el resultado. Los pedazos de carne de jabalí que llevábamos, sirvieron en seguida para preparar la cena, después de la cual tomamos el té y fuimos a acostarnos. Solamente quedó para velar el centinela encargado de guardar los caballos.

A medida que se avanzaba hacia el Sijote-Alin, la selva de altas arboledas, que ofrece maderas para la construcción, desaparece gradualmente y es sustituida por árboles que sólo pueden servir para trabajos menos importantes. Finalmente, en las fuentes mismas de los ríos, no crecen más que alerces y diversas especies de abetos; son árboles delgados y cubiertos de musgos. Sus raíces no se hunden bastante profundamente en la tierra y se extienden, bajo su capa de musgos ligeros, a lo largo de la superficie, lo que disminuye la longevidad y la solidez de estos árboles. Por otra parte, incluso cuando alcanzan la edad de veinte años, es suficiente la fuerza de un solo hombre para derribarlos. Es por la cima por donde comienzan a alterarse. Ocurre también que un árbol muerto continúa mucho tiempo en pie, pero en cuanto se lo toca se desploma, reduciéndose a polvo.

Las selvas de este género están siempre desiertas. No se ven pistas de animales, ni pájaros; no se escuchan tampoco bordoneos de insectos. La masa de troncos tiene un tinte gris leonado monótono. No se encuentra ya ni espesura ni siquiera helechos o carrizos. La mirada no tropieza más que con musgo que lo reviste todo: la tierra, las piedras y las ramas. Esta taiga no inspira más que angustia. Reina allí una calma de muerte, que viene a turbar solamente el silbido del viento en las cimas desecadas. Los indígenas creen que semejantes regiones son habitadas por malos espíritus.

Hacia la noche, fuimos a poca distancia del paso e instalamos nuestro campamento cerca de los contrafuertes del Sijote-Alin. El 12 de agosto, Dersu me despertó al alba. Después de tomar a prisa una taza de té, ordené a los cosacos ensillar los caballos y seguir adelante con el gold,queriendo tomar medidas para establecer la altura del paso del Sijote-Alin. Los cosacos debían esperarnos en la parte profunda mientras nosotros dos íbamos a realizar la ascensión de la montaña.





Allá arriba se abría una vista circular espléndida. La tierra parecía una superficie marítima en donde las montañas formaban como olas inmensas y petrificadas. Las cimas más próximas tenían contornos caprichosos; detrás de ellas, se elevaban otras cimas, con siluetas veladas de una niebla azulosa; para el que llegaba aún más allá, no se sabía ya seguro si lo que se veía eran montañas o gruesas nubes envolviendo el horizonte. Desde la altura en que me encontraba, podía sin embargo distinguir fácilmente ciertos repliegues montañosos y las direcciones de corrientes de agua.

Acabado el trabajo, descendimos al valle de Vangú para recorrer aún cerca de cinco kilómetros y hacer en seguida un corto alto con la intención de esperar la llegada de nuestra caravana. Pero como Dersu se sentó al borde del río para descalzarse, yo continué solo el camino. En este lugar, el sendero se desviaba en un ángulo de 120º. Después de haber franqueado una corta distancia, miré hacia atrás y vi a mi compañero todavía sentado en la orilla.

Con la mano me hizo ademán de no esperarlo.

Apenas llegado al linde del bosque, me encontré con jabalíes, pero no tuve tiempo de tirar. Noté la dirección de su huida y corrí a cortarles el camino. En efecto, al cabo de algunos minutos, conseguí alcanzarlos. Percibiendo vagamente una silueta oscura en la espesura, esperé a que se detuviese, le apunté e hice fuego. En el mismo momento, escuché un grito humano, seguido de un gemido de dolor. Presa de pánico, comprendí que acababa de tirar sobre un hombre y corrí hacia él a través de la maleza. Lo que vi me sacudió como un mazazo: era Dersu, que yacía por tierra.

—¡Dersu, Dersu! —grité con una voz irreconocible, y me arrojé sobre mi amigo.

Apoyándose con el brazo izquierdo en tierra y levantándose un poco sobre el codo, el goldse cubría los ojos con la mano derecha. Le atormenté apresurándome a preguntarle, con una voz que traicionaba mi susto, en qué sitio le había tocado la bala.

—Me hace daño la espalda —respondió.

Rápidamente, le saqué las ropas de encima. La chaqueta y la camisa estaban rasgadas. Cuando acerté a desnudarlo, suspiré con alivio. La bala no había penetrado en el cuerpo. Sólo la piel estaba levantada a la altura de una de las vértebras dorsales. El lugar contusionado estaba rodeado de una equimosis. En ese momento noté que yo mismo temblaba como si estuviese atacado de fiebre. Cuando expliqué a Dersu la especie de su herida, se calmó en seguida y quiso a su vez tranquilizarme: