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A los pocos minutos, el campamento se agitó con ese trabajo alegre y activo que es tan familiar a cualquiera que haya viajado por la taiga. Los caballos fueron desatados y puestos en libertad. Apenas desensillados se revolcaron por tierra, aunque se incorporaron en seguida para sacudirse e ir a pacer en el pasto. Todos los fardos fueron ordenados y cubiertos de toldos para protegerlos de una eventual lluvia. Mientras nos ocupábamos de los caballos y de sus cargas, alguien tuvo tiempo de encender una hoguera y colocar una tetera sobre el fuego.

En cada acampada, Dersu desplegaba una energía sorprendente. Corría de un árbol a otro para procurarse corteza, cortaba pértigas, levantaba la tienda, secaba sus ropas así como las de otros, y se esforzaba en preparar la hoguera de manera que permitiera quedarse en el interior sin sufrir por la humareda. Cuando nosotros llevábamos ya mucho tiempo descalzos y reposando, el goldcontinuaba atareado alrededor de la barraca.

En el mes de agosto, y más especialmente en una jornada gris, el crepúsculo cae muy pronto. Tal fue el caso aquella noche. La niebla no se quedaba más que en las cimas de las montañas, y sólo algunos jirones sueltos continuaban circulando entre los zarzales, como fantasmas. Después de una cena rápida, Dersu y yo fuimos de caza, tomando primero el sendero que nos había llevado al campamento, y volviendo a continuación hacia la salina por el lado de la selva. La llanura entera estaba cubierta de huellas de ciervos y de gamos. El suelo negruzco de la salina estaba casi desprovisto de vegetación. Delgados arbolillos bordeaban la laguna. El terreno por donde marchábamos, a veces muy pisoteado, indicaba que los ciervos venían constantemente, solos o en manadas.

Eligiendo un lugar apropiado, nos sentamos a esperar la presa. Apoyado contra un tocón, me puse a mirar a mi alrededor. La oscuridad se hacía rápidamente más densa alrededor de los zarzales y bajo los árboles. Dersu no pudo recuperar su tranquilidad tan fácilmente. Rompió ramas —para facilitar una buena puntería— y se entretuvo en doblar un pequeño abedul que crecía detrás de él. La calma oprimente que reinaba en el bosque y en la pradera estaba turbada solamente por el bordoneo de los mosquitos. Cada vez estaba más oscuro. Los zarzales y los árboles tomaban contornos imprecisos, recordando a seres vivientes que parecían moverse cambiando de lugar. A veces, creía que se trataba de ciervos y me entregaba a mis sueños. Ajustaba mi arma, presto para disparar, pero me retenía cada vez, mirando la cara tranquila del gold.La ilusión se desvanecía y la sombría silueta entrevista se convertía en el zarzal o el árbol que era en realidad. Dersu se quedó sentado, calmo como una estatua. Examinando con atención las malezas que bordeaban la laguna, esperaba apaciblemente su botín. Una sola vez se puso al acecho, enderezando lentamente su fusil y tendiendo su mirada. Sentí mi corazón latir más fuerte y miré hacia el mismo lado que Dersu, pero sin ver nada. Notando en seguida que el goldrecuperaba su calma, hice otro tanto.

Bien pronto se hizo noche cerrada, hasta el punto de que no se veía ya, a algunos pasos, ni el suelo negruzco del pantano ni las siluetas oscuras de los árboles. Los mosquitos nos picaban sin piedad, y yo me puse una redecilla sobre la cara. Dersu no la usaba, pareciendo ignorar las picaduras.

De repente, percibí un vago estremecimiento. Esta vez no había error. El ruido venía de las zarzas situadas al otro lado del estrecho pantano, justo frente a frente de donde nosotros estábamos sentados. Miré de nuevo a Dersu. Con la cabeza inclinada, parecía aguzar su vista para taladrar la oscuridad y saber la causa de los sonidos. Estos iban creciendo por momentos y se hacían muy precisos, para calmarse más tarde y cesar completamente. No había duda: alguien franqueaba prudentemente la maleza, dirigiéndose hacia nosotros. Era sin duda un ciervo que venía a roer o a lamer la tierra salina. Yo me imaginaba ya un animal esbelto, con buenos cuernos ramificados. Arrojando mi redecilla y olvidando los mosquitos, tendí mi oído y mi vista para localizar el ciervo que yo suponía estaba a una distancia de setenta u ochenta pasos como máximo.

Pero de golpe resonó en el aire un gruñido sordo, que recordaba a un trueno lejano. Dersu me cogió de la mano.

—¡ Amba,capitán! —dijo con voz asustada. Yo sentí una especie de lasitud pesada deslizarse a lo largo de mis piernas. Era como si me vertieran plomo en las rodillas. Pero al mismo tiempo, un sentimiento diferente, donde se entremezclaban la curiosidad y la pasión por la caza, se apoderó de mi espíritu.

—¡Está mal! Nos hemos equivocado al venir aquí. Ambase enfada: este lugar es el suyo —afirmó Dersu, sin dejarme comprender si se dirigía las palabras a sí mismo o me las dirigía a mí. Me pareció aterrado.

En el aire tranquilo de la noche, se dejó escuchar de nuevo un «r-r-r-r» amenazante. El goldse incorporó súbitamente. Creí que iba a hacer fuego. Pero cuál no sería mi asombro cuando le vi sin fusil y le escuché dirigir al tigre este discurso:





—¡Está bien, Amba,está bien! No tienes que enfadarte, no hay motivo. Este lugar es tuyo, lo sabemos y nos iremos en seguida a otra parte. La taiga es grande, no tienes que enfadarte...

El goldpermanecía de pie, con las manos extendidas en dirección al felino. De repente se arrodilló, se prosternó dos veces y comenzó a mascullar algo en su propia lengua. Sin saber por qué, tuve piedad del viejo. Este acabó por incorporarse, se aproximó al tocón y volvió a tomar su fusil.

—Partamos, capitán —dijo resueltamente, y no esperó mi respuesta para ir rápido a través de la maleza en dirección al sendero. Yo le seguí maquinalmente, apaciguado a mi vez por el aire tranquilo del goldy por esta seguridad que le permitía avanzar sin echar miradas temerosas hacia atrás; sentí que el tigre no iba a seguirnos y que no se decidiría a atacarnos. Después de haber dado unos doscientos pasos, me detuve y traté de persuadir al viejo de esperar todavía un poco.

—No —dijo Dersu—, yo no puedo. Y te prevengo, por otra parte, que jamás iría a cazar a Ambaen compañía. Tienes que saberlo bien: cuando se tratara de tirar sobre Amba, yo no sería de la partida.

Volvió a tomar el sendero en silencio. Yo quise primero quedarme atrás, pero me invadió una especie de angustia y alcancé a Dersu. Marchamos todo el tiempo, entregado cada uno a sus propios pensamientos y recuerdos. Sin embargo, yo lamentaba no haber visto al tigre y expresé esta reflexión a mi compañero.

—¡Ah, no! —repuso el gold—. Es malo verlo. Yo creo que el hombre que no ha visto jamás a Ambaes afortunado y tendrá siempre una vida feliz.

Dersu dio un profundo suspiro y continuó después de una corta pausa:

—Yo he visto a menudo a Amba.Una vez, le disparé encima y ahora tengo mucho miedo. Todavía me llegará una desgracia.

Las palabras del viejo revelaban un estado de alma tan profundamente turbado, que lo compadecí de nuevo y traté de calmarlo, pasando a otros temas. Al cabo de una hora, llegamos al campamento. Asustados por nuestra proximidad, los caballos se arrojaron de costado y relincharon. Los hombres se agitaron alrededor del fuego y dos cosacos vinieron a nuestro encuentro.