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Yo pensaba al principio que todo esto era resultado de la pereza de los habitantes, pero más tarde me persuadí de que este empobrecimiento tenía otras causas y provenía esencialmente de la situación creada a los udehésen medio de la población china. Las preguntas que yo hacía me permitieron establecer que el chino al que pertenecía nuestra fanzade Iolayza era una personalidad muy conocida en la región entera. Todos los autóctonos del valle del Fudzin recibían de este hombre crédito en provisiones, tales como opio, alcohol, víveres y el material necesario para la vestimenta. En compensación, ellos estaban obligados a remitirle todos los productos de sus cazas: cibelinas, cuernos de ciervos, gin-seng,etc. Los udehéshan caído así en el estado de deudores insolventes. Más de una vez ha sucedido que raptasen a sus mujeres e hijas —como rehenes para asegurar sus deudas— y que ellos mismos hayan sido entregados, en carácter de mercancía, a un nuevo propietario, después a un tercero y así sin fin. Estos desgraciados, que habían tomado prestada su cultura a los chinos, fueron sin embargo incapaces de apropiársela, al no saber proseguir una existencia de agricultores y, por otra parte, haber perdido el hábito de sus antiguas profesiones de cazadores y tramperos. Los chinos afortunados aprovecharon esta situación de inferioridad cultural e hicieron de ellos sus esclavos.

Cuando abandoné a estas gentes, extravié mi camino y me encontré en otro lugar de la orilla del Fudzin. Encontré a dos chinos ocupados en pescar perlas al borde del agua. Uno se mantenía sobre la orilla y apretaba con todas sus fuerzas una gran pértiga contra el fondo del río, mientras que el otro se deslizaba a lo largo de esa pértiga hasta el agua, de donde sacaba conchas con la mano derecha, sin soltar de su mano izquierda la pértiga. La rapidez del torrente es la que dicta este método de trabajo. El que se zambulle no queda más de treinta segundos bajo el agua. Reteniendo sabiamente la respiración, podría muy bien demorar más, pero la temperatura del agua lo fuerza a subir pronto a la superficie. La misma razón obliga a los chinos a zambullirse completamente vestidos.

Yo me senté a la orilla para observar su trabajo. Después de cada zambullida, el pescador se calentaba al sol alrededor de cinco minutos.

Como por otra parte los dos hombres se relevaban, cada uno de ellos no ejecutaba más de diez zambullidas por hora. Durante este tiempo, no recogieron en total más que ocho conchas, de las cuales, por añadidura, ninguna contenía una perla.

Los chinos me dijeron que se encontraba por término medio una perla cada cincuenta conchas. Así que ellos obtienen, en el transcurso del verano, alrededor de doscientas perlas, de un valor de quinientos a seiscientos rublos. Estos pescadores baten toda la región y escogen de preferencia corrientes de agua abandonadas y fangosas.

Bien pronto los dos hombres interrumpieron su tarea para ponerse vestimentas secas y beber un poco de vodka caliente. Se sentaron a continuación sobre la orilla y se pusieron a cascar su botín con martillos, buscando perlas. Me acordé de haber entrevisto previamente, en los bordes de los ríos, montones de esas conchas rotas, sin saber la explicación. En aquel momento la tenía. Es evidente que esta pesca de perlas reviste un carácter de pillaje. Las conchas se rompen y se arrojan en el acto. Sobre un total de ochenta piezas que tenían entre manos, los chinos pusieron de lado dos, preciosas. En vano las examiné; no pude ver las perlas hasta que me las mostraron. Eran pequeñas excrecencias brillantes, de un gris sucio. La capa de nácar era mucho más resplandeciente y más bella que la perla misma. Cuando estas dos conchas estuvieron secas, los chinos tomaron dos cuchillos para desprender cuidadosamente cada una de las perlas de su valva y las pusieron en pequeños sacos de cuero.

Al día siguiente, abandonamos Iolayza muy temprano. Una senda muy pequeña nos indicó la dirección a seguir, pero ella empeoró a medida que nosotros nos alejábamos de la fanza.



Cada vez que se entra en una selva que se extiende centenares de kilómetros, se experimenta un sentimiento que se parece al miedo. Una selva virgen que alcanza estas proporciones representa algo así como un elemento cósmico. A medida que nos adentramos, la selva está más obstruida por árboles desgajados. En la montaña, la capa del suelo propicia a la vegetación es insignificante; a causa de ello las raíces de los árboles no se hunden profundamente en la tierra, sino que se extienden a lo largo de la superficie. Los troncos, poco sólidos, son fácilmente derribados por el viento. Esto explica la cantidad de árboles desgajados que se ven en la taiga ussuriana. Los árboles derribados enderezan sus raíces con la tierra y las piedras que se adhieren, formando barricadas que alcanzan a menudo una altura de cuatro a seis metros. Esto hace los senderos forestales muy sinuosos, ya que siempre hay que ir sorteando árboles derribados. Hay que tenerlo bien en cuenta y prever que toda distancia sobrepasa prácticamente en un cincuenta por ciento a la que está indicada en los mapas.

Por el contrario, los árboles que crecen en los valles se arraigan mucho más sólidamente en la capa profunda de las tierras aluviales. Se pueden observar gigantes de la selva que alcanzan treinta o cuarenta metros de altura y dos metros de circunferencia. Viejos álamos sirven a menudo de resguardo a los osos. Sucede a veces que dos o tres de estos animales se ubican en un solo hueco. La vegetación de los valles es a veces tan espesa que no se llega a ver el cielo a través de las ramas. En la espesura del bosque reinan siempre la penumbra, la frescura y la humedad. Las horas del alba y del crepúsculo son diferentes en la selva y en los espacios descubiertos. Por otra parte basta que una nubecilla tape el sol para oscurecer en seguida el bosque y volver el tiempo completamente gris. En un día límpido, en cambio, los troncos de los árboles iluminados por el sol, el follaje de un verde luminoso, las coníferas brillantes... las flores, musgos y líquenes multicolores, componen un decorado único. Lo que es lamentable es que todos los beneficios del buen tiempo se encuentren emponzoñados por estos insectos atroces que se llaman gnouss.Es difícil dar una idea de las torturas que el hombre soporta en la taiga durante el verano. No se las puede describir; hay que haberlas experimentado.

Marchamos alrededor de tres horas sin parar, hasta que escuchamos un ruido de agua. El sol era ardiente. Los caballos avanzaban resoplando, con la cabeza baja. El aire era tan caliente que incluso la sombra de los grandes cedros no proporcionaba frescura. No se escuchaban ni bestias salvajes ni pájaros; sólo los insectos revoloteaban por el aire, manifestando una actividad creciente, a medida que el sol iba calentando más.

Yo había pensado hacer un largo alto, pero los caballos rehusaban la comida, prefiriendo dejarse lamer por el humo de nuestro fuego. En esas condiciones, la marcha es mejor que el reposo y ordené pronto volver a ensillar para partir sin dilación.

Más tarde, instalamos un campamento regular cerca de una fanzade tramperos adonde nos condujo el sendero. Estaba vacía. Como el crepúsculo no había llegado todavía, partí con mi carabina para explorar un poco los alrededores. A un kilómetro aproximadamente del campamento, me senté sobre un tocón para escuchar los ruidos de la selva. Dedicado por entero a la contemplación de la naturaleza, olvidado de mi aislamiento y de mi alejamiento del campamento, escuché súbitamente, viniendo de muy cerca, un ruido que me pareció muy fuerte en medio de aquella calma profunda. Pensé en la proximidad de algún gran animal y me preparé a la defensa. Pero era solamente un tejón, que avanzaba dando saltitos y se paraba a veces para buscar alguna cosa en la hierba. Pasó tan cerca de mí que habría podido tocarlo con el cañón de mi arma. El animal fue a abrevar en el arroyo y continuó su camino. La selva volvió a la calma.