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Pero no había manera de huir, y me dediqué a buscar la carpeta en la que, recuerdo, guardé el manuscrito hacía más de dos semanas. La carpeta no estaba encima del escritorio, y en ese momento me acordé de que me dispuse a ir a la Bá

Gracias a Dios, siempre tengo suficientes manuscritos. Me levanté con dificultad del butacón, caminé hasta el rincón más lejano de la estantería y allí me senté, con un gemido, en el suelo. Ah, hay muchos movimientos que ahora sólo puedo realizar con gran dificultad, tanto corporales como espirituales.

(Nos levantamos con dificultad después de dormir. Cambiamos las sábanas con dificultad. Y con dificultad seguimos el hilo de nuestros pensamientos. El avance del fuego lo oímos con dificultad, pero siempre estamos dispuestos a dirigir las oleadas de llamas. Con dificultad. Creo que eso lo dicen los Upanishad.O quizá no sean los Upanishad.)

Con dificultad abrí la portezuela de un pequeño armario empotrado y sobre mis rodillas cayeron varias carpetas, libretas a rayas con cubiertas de hule de diversos colores, cuartillas amarillentas, densamente escritas, sujetas con grapas oxidadas. Tomé la primera carpeta que se me ocurrió, con las esquinas rotas por el tiempo, cerrada con una cinta sucia, la cubierta llena de notas borrosas, donde sólo pude distinguir un número antiguo de teléfono, de seis cifras, con una letra al principio, y una fila de ideogramas escritos con tinta verde: seynen jiday-no saku: creaciones de los años mozos. No había revisado aquella carpeta desde hacía quince años. Todo lo que había allí era muy antiguo, de la época de Kamchatka, incluso anterior, de tiempos de Kansk, Kazan, del Instituto de Traductores Militares: hojas a rayas, arrancadas de libretas, cuadernos rústicos cosidos con hilos gruesos, algunas cuartillas de un papel rugoso, amarillento, quizá de envolver o simplemente reseco hasta lo imposible, todo escrito a mano; ni una línea, ni una letra a máquina.

El negro taciturno sacó de la oficina el butacón con aquella ruina humana. Cuando salió, el jefe cerró bien la puerta...

¿Qué negro era aquél? ¿Y esa ruina humana? No me acordaba de nada.

- A propósito, ¿vio si había chinos entre los bolcheviques? -preguntó el jefe de repente.

- ¿Chinos? Hummm... Creo que sí. Chinos, o coreanos, o mongoles. En una palabra, asiáticos...

¡Sí, sí, me acuerdo! Era un panfleto político mío... No... no me acuerdo de nada.

El castillo cayó, pero la guarnición había vencido.

Pues sí.





- ¡Ti vio! ¡Ti vio! -gritó Huevos de Conejo, al detectar a su adversario invisible... Y un nuevo disparo desde arriba, en la niebla...

Ah, era cuando yo estaba traduciendo a Kipling, Kim, Stalky & Co.Mil novecientos cincuenta y tres. Kamchatka. Estoy sentado en el puesto de mando, traduciendo a Kipling, ya que cuando no hay un enemigo visible, el traductor no tiene nada que hacer.

Huevos de Conejo: Rabbit's Eggs.Y no hay de qué reírse, chicos. Si Kipling hubiera querido decir lo que vosotros pensáis, habría escrito «Rabbit's Balls».Sí, recuerdo que me costó mucho trabajo aquella traducción, pero fue una excelente escuela, la mejor escuela para un traductor es una obra escrita con talento, que describa un mundo totalmente desconocido, ubicado de manera concreta en el tiempo y en el espacio...

Y aquí está Ocurrió durante la guardia.También el año cincuenta y tres, también en Kamchatka.

«Posteriormente Berkutov, el centinela que custodiaba la puerta del cuerpo de guardia, no podía recordar qué fue lo primero que lo puso en alerta y le hizo apretar su arma con más fuerza y prestar una tensa atención a los ruidos confusos de la cálida noche de julio. Sencillamente, al susurro de las hojas, al sonido de los propios pasos, al crujido somnoliento de las ramas se había añadido...», etcétera. En pocas palabras, bajo el manto de la noche se aproximaron al centinela, lo agredieron y él, sin posibilidad de rechazarlos, gritó que dispararan contra su posición.

En aquellos tiempos, mis concepciones literarias eran las de un moralista grandioso, y no sólo de un moralista, sino del inspirado aeda del reglamento militar. Y más adelante, camaradas soldados, lo fundamental en este caso que Ocurrió durante la guardiafue nada menos que esto:

¿Cómo pudo ocurrir que Linkó, tan buen conocedor de los reglamentos, se permitiera una infracción tan brutal del reglamento del servicio de guardia? ¿Y tú, Berkutov? ¿Acaso no te comportaste como un tonto, no viste adonde había ido Simakov? Y todos nosotros, ¿cómo no caímos en la cuenta de que Simakov no estaba aquí cuando el destacamento de guardia fue llamado a las armas?

¡Qué extraño resulta leer esto hoy! Es como si se lo contaran a uno con ternura, como a un bebé de tres añitos que no ha podido aguantarse y se lo ha hecho encima, delante de todos los invitados. Pero entonces yo no tenía tres añitos, sino veintiocho. ¡Cuánto añoraba ver mi nombre impreso, sentirme escritor, jactarme ante todos de ser el preferido de las musas y de Apolo! Y qué desilusión cuando en la revista El Arrojo de Suvórov,que Dios les dé salud muchos años, me devolvieron el manuscrito bajo el pretexto cortés de que lo narrado en Ocurrió durante la guardiano constituía un hecho típico en nuestro ejército. Santas palabras. A lo largo de mi vida he estado de guardia unas doscientas horas, y solamente en una ocasión se sumaron otros ruidos al susurro de las hojas, al sonido de mis pasos y, en especial, al crujido somnoliento de las ramas. Lo que ocurrió fue que en la más negra penumbra alguien intentaba, con terquedad y decisión, atravesar la cerca de alambre espino, sin reaccionar a mis gritos desesperados de «¡Alto! ¡Alto! ¿Quién va?». El jefe de la guardia, que se acercó corriendo al oír los disparos, descubrió un macho cabrío muerto, enredado en la alambrada. Airado, me prometió mandarme al calabozo, pero después todo se arregló...

No, no les daré mi Ocurrió durante la guardiapara que le hagan la autopsia. Lo dejo aquí. Y nuevamente pensé que si a ellos les daba lo mismo analizar Ocurrió durante la guardiao un butacón con una ruina humana, todo aquel invento con la entropía del lenguaje era una idiotez.

Aparté las «Creaciones de los años de juventud» y tomé otra carpeta, de aspecto totalmente moderno, bien atada con cintas rojas perfectamente conservadas. Había una etiqueta blanca en la cubierta, que decía: