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Mis pensamientos, vagos e indefinidos, fluían en varios niveles, obstaculizándose unos a otros. Pensaba, por ejemplo, en los conserjes que limpiaban los patios. En que antes de la guerra no había quitanieves, no existían esas máquinas de brillantes colores, semejantes a monstruos, esos vehículos que limpian la nieve, la amontonan y la lanzan hacia las cunetas. En aquella época sólo estaban los conserjes, con sus delantales, sus escobillones, sus palas cuadradas de madera... Siempre con botas de fieltro. Y recordaba que, por aquel entonces, no había menos nieve en las calles. Pero quizá, también es cierto, los fenómenos atmosféricos no eran tan monumentales...
Y también pensaba que, en los últimos tiempos, a menudo me ocurrían hechos tristes, absurdos, sospechosos incluso, como si quien manejaba mi destino se hubiera vuelto idiota a causa del aburrimiento y estuviera haciendo trucos de magia; pero era tonto y sus trucos resultaban tontos, de tal manera que ni siquiera a él mismo le causaban algo que no fuera incomodidad y una vergüenza que hacía encoger los dedos de los pies dentro de los zapatos.
Y tras todo eso, no dejaba de pensar que ahí estaba, arrinconada a la derecha, mi máquina de escribir marca Tippa, con el relieve de la letra zeta gastado desde el principio y con una página sin terminar, en la que podía leerse:
... Las torretas de los tanques habían girado a la izquierda y disparaban sus cañones contra las posiciones de los guerrilleros, disparaban metódicamente, por turno, para dar tiempo a que cada uno pudiera apuntar. Tras la torreta del tanque de vanguardia estaba en cuclillas Rudolf, teniente de las SS, al mando de los blindados. Era el cerebro, el director de aquella orquesta de muerte, daba órdenes con ademanes a los soldados de infantería de las SS que marchaban detrás con sus fusiles automáticos. De vez en cuando, las balas de los guerrilleros golpeaban el blindaje, levantaban salpicaduras en torno a las orugas o hacían brotar surtidores de agua en los charcos oscuros.
El secreto de los guerrilleros en la primera línea es una trinchera mínima junto a la orilla de la ciénaga. Dos guerrilleros, uno joven y uno viejo, miran, confusos, a los tanques que se aproximan.¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!, disparan los cañones de los tanques.
Tengo cincuenta y seis años, pero no he estado nunca con los guerrilleros y tampoco sé qué es resistir un ataque de tanques. Y si hablamos con rigor, debí haber muerto en la batalla del arco de Kursk. Allí cayó toda nuestra escuela; solamente se salvaron Rafka Rezánov, que perdió ambas piernas; Vasia Kuznetsov, del batallón de ametralladoras, y yo, del de morteros.
Una semana antes de la graduación, a Kuznetsov y a mí nos mandaron a Kuíbishev, al Instituto de Traductores Militares. Se ve que aquel que manejaba mi destino rebosaba aún de entusiasmo hacia mi persona y quería ver qué saldría de mí. Y así pasé toda mi juventud en el ejército y siempre he considerado mi obligación escribir sobre el ejército, sobre los oficiales, sobre el ataque de los tanques... aunque con el paso de los años me venía con frecuencia a la cabeza una misma idea: precisamente por el hecho de que estaba vivo de pura casualidad, no debería ser yo quien escribiera sobre esos temas.
En eso estaba pensando en aquel momento, mientras contemplaba por la ventana la Tercera Roma [1], barrida por la tormenta. Agarré el vaso y bebí un largo trago. Otros dos coches se habían atascado junto al taxi del derrape, y unas figuras tristes, con palas, vagaban por allí, encorvadas bajo el viento.
Me dediqué a mirar las estanterías llenas de libros.
«Dios mío —pensé de repente, sintiendo frío en el corazón—, por supuesto, ¡ésta es mi última biblioteca! Ya no tendré otra. Es tarde. Se trata de mi quinta biblioteca, y ahora es ya la última.» De la primera sólo me queda un libro, que se ha convertido en una rareza bibliográfica: El ayudante del general May-Maievski,de P. V. Makárov. No hace mucho rodaron una serie de televisión basada en ese libro, titulada El ayudante de Su Excelencia;era bastante buena, pero no respetaba mucho el texto, donde todo era más serio, más fundamentado, aunque había muchas menos aventuras heroicas. Se ve que el tal Pavel Vasilievich Makárov era un hombre importante y me agrada leer en el reverso de la página titular la dedicatoria, escrita con lápiz tinta:
Al querido camarada A. Sorokin. Que este libro le haga recordar la figura del ayudante del general May-Maievski, sustituto del comandante del Ejército Rebelde de Crimea. Con sinceros saludos guerrilleros, P. V. Makárov. 6/IX/1927. Leningrado.
Me imagino cuánto valoraba ese libro mi padre, Alexandr Alexándrovich Sorokin. A propósito, no me acuerdo de nada de todo eso. Y tampoco de cómo se salvó el libro cuando una bomba cayó sobre nuestro edificio en Leningrado y la primera biblioteca desapareció por completo.
De la segunda biblioteca no quedó nada. La fui reuniendo en Kansk, donde impartí clases durante dos años, antes de que me ocurriera aquel escándalo. Mi salida de Kansk, debido a las circunstancias, fue precipitada y ordenada desde arriba, sin posibilidad de apelación. Klara y yo logramos empaquetar los libros, e incluso los enviamos a Irkutsk por paquetería postal, pero sólo estuvimos dos días en aquella ciudad, una semana después ya estábamos en Korsakov, y a la semana siguiente navegábamos en un barco pesquero hacia Petropávlovsk, de modo que mi segunda biblioteca nunca pudo reunirse conmigo.
Hasta hoy lo sigo lamentando muchísimo. Allí tenía cuatro tomos de Tarzánen inglés, que compré durante unas vacaciones en una librería de viejo de la calle Liteini, en Leningrado; La máquina del tiempoy una compilación de cuentos de Wells, con ilustraciones de Fitinghof que se regaló con la revista Explorador Universal;la colección encuadernada de Alrededor del Mundo,correspondiente a 1927... En aquella época me apasionaba ese tipo de lecturas... Y en mi segunda biblioteca también había algunos libros con un destino muy especial.
En el cincuenta y dos, en las Fuerzas Armadas se dio la orden de dar de baja y destruir toda la producción editorial de contenido ideológicamente dañino. Y en los almacenes de nuestra escuela había una biblioteca de trofeo, que al parecer había pertenecido a un miembro de la corte del emperador de Manchukuo, Pu Yi. Y por supuesto, nadie tenía ganas de separar las manzanas sanas de las podridas en aquel montón enmohecido, formado por miles de tomos escritos en japonés, chino, coreano, inglés y alemán, por lo que se dio la orden de destruirla entera.
El verano estaba en su apogeo, el calor no cesaba y las tapas se retorcían entre llamas del color de la sangre, mientras los cadetes, tiznados cual demonios en el infierno, se afanaban de un lado a otro; y por encima de toda la instalación volaban ingrávidos copos de ceniza; y cada noche, a pesar de la más estricta prohibición, nosotros, los oficiales profesores, nos aproximábamos a los montones preparados para el día siguiente y con ansia devoradora agarrábamos lo que nos caía a mano y nos lo llevábamos a casa. Conseguí una excelente Historia del Japón,en inglés, una Historia de la investigación criminal en la era Meiji...Bah, qué más da, de todos modos no tuve tiempo de leer aquello con calma, ni lo tendría ahora.