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Mi salud y mi letra pronto volvieron a ser normales y empecé a disfrutar del sur. Iris y yo pasábamos horas enteras (ella en traje de baño negro; yo con pantalones de franela y blazer) en el jardín, que al principio, antes de la inevitable seducción de los baños de mar, yo prefería a la carne de la plage. Traduje para ella varios poemas breves de Pushkin y Lermontov, parafraseándolos y retocándolos para lograr mejor efecto. Le conté con dramáticos pormenores mi huida de mi país. Mencioné a grandes exiliados de otros tiempos. Iris me escuchaba como Desdémona.
—Me fascinaría aprender ruso —me dijo con la cortés ansiedad que corresponde a esa confesión—. Mi tía nació en Kiev, y a los setenta y cinco todavía recordaba algunas palabras en ruso y en rumano. Pero yo soy terrible para los idiomas. ¿Cómo se dice "eucalipto" en ruso?
— Evkalipt.
—Oh, parece un buen nombre para un personaje de un cuento. "FoClipton". Wells tiene un personaje llamado "Snooks" y resulta que ese nombre deriva de "Seven Oaks". Adoro a Wells. ¿Y tú?
Le dije que era el mejor novelista y mago de nuestro tiempo, pero que no podía soportar su chachara sociológica.
Ella tampoco. Y me preguntó si yo recordaba lo que Stephen decía en Los amigos apasionados al salir del cuarto —el cuarto neutral— donde le habían permitido ver a su amante por última vez.
—Puedo responderte. Los muebles estaban cubiertos con fundas y Stephen dijo: "Es por las moscas."
—¡Sí! ¿No es maravilloso? Eso es decir lo primero que se le pasa a uno por la cabeza para no echarse a llorar. Me hace pensar en la mosca que un pintor de otros tiempos pondría sobre la mano de alguien sentado, para indicar que esa persona habría muerto entre una y otra pose.
Dije que siempre prefería el sentido literal de una descripción al símbolo oculto tras ella. Iris asintió con aire pensativo, pero no pareció convencida.
¿Y quién era nuestro poeta favorito entre los modernos? ¿Qué opinábamos de Housman?
Yo lo había visto muchas veces desde lejos y una vez desde cerca. En la biblioteca del Trinity College. Estaba de pie, sosteniendo un libro abierto pero con los ojos fijos en el cielo raso, como tratando de recordar algo, quizá el modo en que otro autor había traducido ese verso.
Iris dijo que en mi caso ella se habría sentido "terriblemente impresionada". Murmuró esas palabras adelantando la carita vehemente y agitando el brillante flequillo.
—Deberías sentirte impresionada ahora. Después de todo, estoy aquí, este es el verano de 1922, esta es la casa de tu hermano...
—No lo es —dijo Iris, ignorando mi frase (y ante el nuevo giro que ella dio a la conversación, sentí como si la trama del tiempo se hubiera vuelto sobre sí misma y lo que estaba ocurriendo ya hubiese ocurrido antes o pudiese ocurrir una vez más)—. En mi casa. Tía Betty me la dejó a mí. También me dejó algún dinero, pero Ivor es demasiado estúpido o demasiado orgulloso para dejarme pagar sus tremendas deudas.
La sombra del reproche que yo le había hecho era más que una sombra. Aún entonces, con mis veinte años ya bien cumplidos, estaba de veras convencido de que a mediados del siglo llegaría a ser un autor libre y famoso que viviría en una Rusia libre y umversalmente respetada, en el muelle inglés del Neva o en una de mis fabulosas propiedades campestres, donde escribiría prosa y verso en la lengua, infinitamente maleable, de mis antecesores: entre ellos, figuraban una de las tías abuelas de Tolstoy y dos de los alegres compañeros de Pushkin. El sabor anticipado de la fama era tan embriagador como los viejos vinos de la nostalgia. Era un recuerdo invertido, un gran roble junto a un lago reflejado de manera tan pintoresca en aguas a tal punto claras que sus ramas parecían en la superficie raíces gigantescas. Sentía esa fama futura en los pies, en la punta de los dedos, en el pelo, así como sentimos el estremecimiento causado por una tormenta eléctrica, o por la moribunda belleza de la oscura voz de una cantante justo antes del trueno, o por un verso del Rey Lear. ¿Por qué las lágrimas empañan ahora los vidrios de mis anteojos, cuando evoco ese espectro de la fama que hace cinco décadas me tentaba y me torturaba? Su imagen era inocente, su imagen era genuina, y la diferencia con lo que habría de llegar a ser en la realidad me destroza el corazón como la angustia de la despedida.
Ni ambiciones ni honores maculaban ese futuro soñado. El presidente de la Academia de Letras de Rusia avanzaba hacia mí al ritmo de una lenta música, con una guirnalda sobre el cojín que sostenían sus manos; pero debía retroceder humillado al verme sacudir la cabeza entrecana. Me veía a mí mismo corrigiendo las pruebas de página de una nueva novela que habría de cambiar el destino de la literatura rusa con su nuevo estilo (mi estilo, ante el cual yo mismo no sentía presunción, complacencia, ni sorpresa) y reelaborando a tal punto el texto en los márgenes (donde la inspiración encuentra el trébol más fragante) que el tipógrafo debía recomponerlo por entero. Ya aparecido el demorado libro, en mi apacible madurez, disfrutaría agasajando a unos pocos amigos íntimos y aduladores en la glorieta de mi finca preferida, en Marevo (donde "había mirado los arlequines" por primera vez), con sus avenidas de surtidores y ante el panorama de un tramo virginal de las estepas del Volga bañadas por la luz de la luna.
Desde mi frío lecho en Cambridge dominaba todo un período de la literatura rusa. Preveía la estimulante presencia de críticos enemigos pero deferentes que en las revistas literarias de San Petersburgo me reprocharían mi patológica indiferencia hacia la política, las grandes ideas de los espíritus pequeños y ciertos problemas tan vitales como el exceso de población en los centros urbanos. No menos divertido era imaginar la inevitable manada de canallas e imbéciles que injuriarían el sonriente mármol y que enfermos de envidia, enfurecidos por su propia mediocridad, se precipitarían al mar en tumultuosas hordas como los lemmings hacia el suicidio en masa, pero sólo para regresar en seguida por el otro lado del escenario sin haber logrado descubrir el sentido de mi libro ni su roedora Gadara.
Los poemas que empecé a componer cuando conocí a Iris procuraban describir sus rasgos verdaderos, únicos: el modo en que se le arrugaba la frente cuando levantaba las cejas, esperando que yo entendiera una de sus bromas, o los pliegues totalmente distintos que se le formaban cuando fruncía el ceño sobre el Tauchnitz, en el cual buscaba un pasaje que deseaba compartir conmigo. Pero mi instrumento era demasiado torpe e inmaduro: no podía expresar los divinos detalles y sus ojos, su pelo, aparecían lamentablemente generalizados en mis estrofas, por lo demás bien construidas.
Ninguna de esas composiciones descriptivas (y, seamos francos, triviales) merecía que se la mostrara a Iris, sobre todo en austeras versiones inglesas, sin rima ni traición. Además, una extraña timidez que nunca había sentido hasta entonces, en los efervescentes preliminares de mi lasciva juventud, me impedía someter a Iris a un catálogo de sus encantos. Sin embargo, la noche del 20 de julio escribí un poema menos directo, más metafísico que decidí leerle durante el desayuno en una traducción literal que me exigió más tiempo que el original. El título bajo el cual apareció en un diario emigréde París (el 8 de octubre de 1922, después de varios reclamos de mi parte y de una carta en que solicité la devolución del manuscrito) era y es, en las diversas antologías y colecciones que habrían de reimprimirlo durante los cincuenta años que siguieron, Vlyublyo