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Volvamos a Carnavaux, a mi equipaje, a Ivor Black, que lo acarreaba con gran despliegue de esfuerzo, murmurando frases de comedia barata.
El sol ya había readquirido todo su esplendor cuando entramos en un jardín separado del camino por un muro de piedra y una fila de cipreses. Lirios emblemáticos rodeaban un estanque verde, presidido por una rana de bronce. Al pie de una ensortijada encina nacía un sendero de grava que corría entre dos naranjos. A un extremo del jardín, un eucalipto proyectaba su estriada sombra sobre la lona de una reposera. Esta no es la arrogancia de la memoria total, sino el esfuerzo de una tierna reconstrucción a partir de unas cuantas fotos guardadas en una caja de bombones con un lirio en la tapa.
Era inútil subir los tres escalones de la entrada "arrastrando dos toneladas de piedra", dijo Ivor Black: había olvidado la llave, los sábados por la tarde no quedaban sirvientes que respondieran al timbre y, como ya me había explicado, no podía comunicarse por medios normales con su hermana que, sin embargo, estaría en algún lugar de la casa, casi sin duda en su dormitorio, llorando, como solía hacerlo cuando se esperaba la llegada de huéspedes, en especial los visitantes de fin de semana con quienes podía toparse a cualquier hora y que a veces prolongaban su estadía hasta el martes. De manera que dimos la vuelta a la casa, sorteando unos cactos que se prendían del impermeable doblado sobre mi brazo. De repente oí un horrible grito infrahumano y miré a Ivor, pero el muy canalla se limitó a sonreír.
Era un gran guacamayo de plumaje índigo, con el pecho limón y las mejillas a rayas blancas, que chillaba a intervalos desde su desolada percha, junto a la entrada trasera de la casa. Ivor le había dado el nombre de Mata Hari en parte por el acento del ave, pero sobre todo por su pasado político. Su difunta tía, Lady Wimberg, cuando ya estaba medio chocha, hacia 1914 o 1915, había dado amparo a ese trágico y viejo pajarraco, presuntamente abandonando por un borroso extranjero de monóculo y con una cicatriz en la cara. El guacamayo sabía decir "hola", "Otto" y "pa-pa", modesto vocabulario que de algún modo sugería una reducida y vehemente familia en algún país cálido y remoto. A veces, cuando trabajo hasta muy tarde y los espías del pensamiento dejan de enviarme sus mensajes, una palabra inexacta que se ha puesto en movimiento me hace pensar en el seco bizcocho que un loro sostiene en su lenta garra.
No recuerdo si vi a Iris antes de la cena (aunque tal vez la haya vislumbrado de espaldas hacia mí, a través de los vidrios de colores de una ventana que daba a la escalera, en el instante en que yo atravesaba el descanso, tras salir de la salle d'eau y sus vacilaciones, rumbo á mi ascético cuarto). Ivor se había encargado de advertirme que era sordomuda y tan tímida por añadidura que aun entonces, a los veintiún años, no se atrevía a aprender a leer palabras en labios masculinos. Eso me pareció extraño. Siempre había pensado que ese tipo de invalidez confinaba a sus pacientes en un caparazón infinitamente seguro, límpido y resistente como el cristal irrompible, dentro del cual no podían existir la vergüenza ni el disimulo. Hermano y hermana conversaban mediante un lenguaje visual cuyo alfabeto habían inventado durante su niñez y que había pasado por varias ediciones revisadas. La versión actual consistía en una serie de gestos absurdos y complicados que en el bajorrelieve de una pantomima imitaban las cosas, en vez de simbolizarlas. Yo mismo contribuí con alguna grotesca parodia, pero Ivor me pidió enérgicamente que no me hiciera el tonto porque Iris se ofendía con gran facilidad. Toda esa conversación entre los dos hermanos (con la presencia, al margen de la escena, de una hosca criada, una vieja ca
Ambos jóvenes eran bajos, pero de proporciones perfectas, y el parecido que existía entre ellos saltaba a la vista, aunque Ivor no era demasiado atractivo, con su pelo pajizo y sus pecas, y ella era una belleza bronceada, de corta melena negra y ojos como miel clara. No recuerdo qué vestido llevaba durante nuestro primer encuentro, pero sé que tenía desnudos los delgados brazos y que aguijoneaba mis sentidos cada vez que esbozaba en el aire una isla infestada de medusas o un palmar, mientras su hermano me traducía esos diseños en imbéciles apartes. Después de cenar pude tomarme el desquite. Ivor se fue en busca de mi whisky. Iris y yo salimos a la terraza, al crepúsculo angelical. Estaba encendiendo mi pipa mientras Iris rozaba la balaustrada con su cadera y señalaba con ondulaciones de sirena —que pretendían imitar las olas— las trémulas luces de la costa, en una apertura entre las colinas como de tinta china. En ese instante sonó el teléfono en la sala, a nuestras espaldas; Iris se volvió rápidamente, pero con admirable presencia de ánimo transformó su impulso en una lánguida danza de los velos. En el ínterin, Ivor ya se había deslizado sobre el parquet rumbo al teléfono, para informarse de lo que Nina Lecerf u otra vecina deseaba. En la intimidad que después nos unió, Iris y yo nos complacíamos muchas veces en recordar la escena de aquella revelación, con Ivor llevándonos bebidas para brindar por la milagrosa recuperación de su hermana mientras ella, sin hacer caso de su presencia, apoyaba la leve mano sobre mis nudillos: yo permanecí tomado de la balaustrada, exageradamente ofendido, y no fui lo bastante rápido, necio de mí, como para admitir sus disculpas besándole la mano en el mejor estilo europeo.
4
Un síntoma habitual de mi enfermedad —no el más grave, pero sí el más difícil de superar después de cada recaída— pertenece a lo que Moody, el especialista londinense, bautizó como "el síndrome del nimbo numérico". Su informe acerca de mi caso acaba de reimprimirse en la edición de sus obras completas. Abunda en inexactitudes ridículas. Eso de "nimbo" no significa nada. "El señor N., un noble ruso", jamás manifestó "señales de degeneración". No tenía "treinta y dos años", sino veintidós cuando consultó a esa fatua celebridad. Lo más grave de todo es que Moody me pone en el mismo saco con cierto señor V. S. que no es tanto una posdata a la descripción abreviada de mi "nimbo", cuanto un intruso cuyas sensaciones se mezclan a las mías en el trascurso de ese docto informe. Debo confesar que el síntoma en cuestión no es fácil de describir, pero creo que yo puedo hacerlo mejor que el profesor Moody o que mi vulgar y voluble compañero de dolencia.
En su peor momento, se manifestaba de la siguiente manera: más o menos una hora después de dormirme (por lo general, ya bien pasada la medianoche y con la humilde ayuda de un trago de Old Mead o de Chartreuse) me despertaba (o más bien despertaba en mí) un acceso de momentánea locura. El más débil rayo de luz desataba en mi cerebro un dolor insoportable. Y por más esmero que pusiera en completar los bien intencionados esfuerzos de un sirviente uniéndome a su estrategia con persianas y cortinas, siempre quedaba alguna maldita rendija, algún átomo, algún crepúsculo de luz artificial proveniente de la calle o de luz natural proyectada por la luna, que señalaban un peligro inexpresable cada vez que, para tomar aire, yo asomaba la cabeza sobre la superficie de una pesadilla sofocante. A lo largo de la tenue rendija viajaban, a terribles intervalos preñados de amenazas, una serie de puntos brillantes. Esos puntos correspondían, quizá, a los rápidos latidos de mi corazón o estaban ópticamente relacionados con el batir de mis húmedas pestañas. Pero la causa que los producía carece de importancia. Lo terrible era que, al verlos, yo comprendía con ingobernable pánico que había sido lo bastante necio como para no prever su aparición: una aparición ineluctable, que representaba un fatídico problema de cuya solución dependía mi vida. Y en verdad, habría sido capaz de resolverlo, si le hubiese concedido la suficiente atención o hubiese estado menos dormido, menos embotado, en ese momento trascendental. El problema era de índole numérica: era preciso calcular ciertas relaciones entre esos puntos titilantes. Pero en mi caso se trataba más bien de adivinarlas, puesto que mi torpor me impedía contarlas con exactitud, sin hablar ya de la posibilidad de recordar cuál era el número salvador. El error significaba el castigo inmediato: la decapitación en manos de un gigante o algo peor aún. El acierto, por el contrario, me permitiría huir hacia una región encantada que se extendía más allá de la abertura a través de la cual yo debía deslizarme mediante esa ardua conjetura; una región que en su idílica abstracción se parecía a los minúsculos paisajes grabados como sugerentes viñetas —un arroyo, un bosquet— junto a esas mayúsculas de diseño tétrico y feroz (una S gótica, por ejemplo) que inician un capítulo en los viejos libros para niños asustadizos. Pero ¿cómo podía yo saber, en mi torpor y en mi pánico, que esa era la simple solución, que el arroyo y la fronda y la belleza de ese Más Allá empezaban con la inicial de Ser?