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—Eres una tontuela —dice.

Cambia el cuadro: otra orilla del río. Un sendero lleva al borde del agua, se detiene, vacila, rodea un banco rústico. No es el atardecer aún, pero el aire está dorado y las mosquillas se entregan a una primitiva danza nativa en un rayo de sol, entre las hojas de álamo que al fin están inmóviles, absolutamente inmóviles, olvidadas de Judas.

Sebastian está sentado en el banco. Lee en voz alta unos versos ingleses de un cuaderno negro. De pronto se detiene: un poco a su izquierda, la cabeza de una náyade pelirroja asoma del agua, arrastrando lentamente las largas trenzas que flotan tras ella. Después la bañista desnuda emerge en la orilla opuesta, sonándose la nariz con ayuda del pulgar: es el sacerdote de la aldea, que lleva el pelo muy largo. Sebastian sigue leyéndole a la muchacha que tiene junto a sí. El pintor no ha llenado aún el espacio en blanco, salvo el brazo tostado, estriado desde la muñeca hasta el codo por un vello luminoso.

Como en el sueño de Byron, el cuadro vuelve a cambiar. Es de noche. El cielo está vivo de estrellas. Años después Sebastian escribirá que mirar las estrellas le producía una sensación de náusea y temor, como por ejemplo cuando miramos las entrañas de un animal descuartizado. Pero por el momento no se ha expresado este pensamiento de Sebastian. Está todo muy oscuro. Nada puede distinguirse de lo que posiblemente sea la avenida de un parque. Masas negras, masas negras y, en alguna parte, el grito de un búho. Un abismo de negrura donde, súbitamente, se mueve un pequeño círculo verde: el cuadrante luminoso de un reloj (Sebastian desaprobaría los relojes en sus años de madurez).

—¿Quieres irte? —pregunta su voz.

Un último cambio: un vuelo en forma de V, la migración de las grullas. Su tierno lamento fundiéndose en un cielo azul turquesa, alto sobre un bosque oliváceo de abedules. Sebastian no está solo. Está sentado en el tronco blanco y ceniciento de un árbol caído. Su bicicleta descansa, centellean sus rayos entre los frenos. Una mariposa revolotea y se posa en el manubrio, agitando las alas aterciopeladas. Mañana, regreso a la ciudad; las clases empiezan el lunes.

—¿Es el fin? ¿Por qué dices que no nos veremos este invierno? —pregunta Sebastian por segunda o tercera vez.

No hay respuesta.

—¿De veras crees que te has enamorado de ese estudiante?... vetovo studenta?

La figura de la muchacha sentada en blanco, salvo el brazo y una mano breve y tostada que juega con un inflador de bicicleta. Con el extremo del mango escribe en la blanda tierra la palabra yes,en inglés, para hacerla menos dura.

Cae el telón. Sí, eso es todo. Muy poco, pero conmovedor. Nunca más podrá preguntar Sebastian a su compañero de banco: «¿Cómo está tu hermana?» Tampoco podrá preguntar a la vieja Miss Forbes, que de cuando en cuando reaparece, por la niña a quien también daba lecciones. ¿Y cómo podrá recorrer los mismos senderos el verano próximo, y observar el ocaso y la bicicleta yacente junto al río? (Pero el próximo verano habrá de consagrarse casi exclusivamente al poeta futurista Pan.)

Una serie de circunstancias fortuitas hizo que fuera el hermano de Natasha Rosanov quien me llevara a la estación de Charlottenburg para tomar el expreso de París. Comenté lo curioso que había sido la experiencia de hablar con su hermana, ahora la opulenta madre de dos niños, acerca de un lejano verano en la tierra del sueño, en Rusia... Respondió que él estaba muy contento con su trabajo en Berlín. Como ya había procurado antes, traté en vano de hacerlo hablar de los años escolares de Sebastian.

—Mi memoria es pésima —respondió—, y de todos modos, estoy demasiado ocupado para mostrarme sentimental con cosas tan triviales.

—Oh, pero sin duda..., sin duda puede usted recordar algún pormenor curioso. Agradecería cualquier cosa...





—Bueno —dijo, riendo—. ¿No se ha pasado horas hablando con mi hermana? Ella adora el pasado, ¿no es así? Dice que la pondrá usted en su libro tal como era entonces. No hace más que pensar en ello.

—Por favor, trate de recordar algo —insistí, obstinado.

—Le digo que no recuerdo. ¡Qué raro es usted! Es inútil, inútil. No hay nada que contar, salvo las habituales tonterías de las fiestas y los exámenes y los apodos de los profesores. Supongo que lo pasábamos muy bien. Pero sabe... Su hermano... ¿Cómo le diría? Su hermano no era muy popular en la escuela...

15

Como habrá advertido el lector, he tratado de no poner en este libro nada de mí mismo. He tratado de no aludir (aunque de cuando en cuando una alusión habría aclarado un poco el fondo de mi busca) a las circunstancias de mi vida. Llegado a este punto de mi historia, no me demoraré en ciertas dificultades que me aguardaban a mi llegada a París, donde tenía yo mi residencia más o menos permanente. Las dificultades no se relacionaban en modo alguno con mi labor, y si las menciono al pasar es sólo para destacar el hecho de que estaba tan consagrado a descubrir el último amor de Sebastian que olvidé por completo toda precaución personal, con los riesgos que semejantes vacaciones podrían acarrear.

No lamentaba haber empezado por la pista de Berlín. Por lo menos me había ofrecido una visión inesperada de otro capítulo del pasado de Sebastian. Y ahora, borrado un nombre, tenía ante mí otras tres oportunidades. La guía telefónica de París arrojó la información de que Graun (von) Helene y Rechnoy, Paul —advertí que el «de» estaba ausente— correspondía a las direcciones en mi poder. La perspectiva de dar con un marido era desagradable, pero inevitable. La tercera dama, Lydia Bohemsky, no aparecía en ninguna de las dos guías, ni en la telefónica ni en la obra maestra de Bottin, donde las direcciones se disponían según las calles. De todos modos, las direcciones que tenía podían ayudarme a encontrarla. Conocía muy bien mi París, de modo que calculé en seguida cómo disponer las visitas para acabar con todo en una sola jornada. Permítaseme agregar, por si el lector se sorprende ante mi infatigable actividad, que tengo tanta aversión al teléfono como al hábito de escribir cartas.

La puerta a que llamé fue abierta por un hombre alto y flaco, de cabeza temblorosa, en mangas de camisa y con un botón de metal en la camisa sin cuello. Tenía en la mano una pieza de ajedrez: un caballo negro. Lo saludé en ruso.

—Entre, entre usted —dijo alegremente, como si hubiera estado aguardándome.

—Me llamo Fulano —dije.

—Y yo Pahl Pahlich Rechnoy —exclamó, riendo como de un buen chiste—. Por favor... —agregó, señalando una puerta abierta con el caballo.

Me introdujo en un cuarto modesto: una máquina de coser en un rincón y un vago olor a ropa flotando en el aire. Un hombre fornido estaba sentado de lado a una mesa, sobre la cual se veía tendido un tablero de ajedrez de hule, con piezas demasiado grandes para los cuadrados. Lo examinaba de sesgo, mientras en sus labios la boquilla vacía miraba a otro lado. Un hermoso niño de cuatro o cinco años estaba arrodillado en el suelo, rodeado de minúsculos automóviles. Pahl Pahlich depositó el caballo negro sobre una mesa, donde se le cayó la cabeza. El Negro volvió a enroscarla cuidadosamente.