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«El amor físico no es sino otro modo de decir la misma cosa y no una nota especial de saxofón que, una vez oída, tiene eco en todas las demás regiones del alma » (El bien perdido,página 82). «Todo pertenece al mismo orden de cosas, pues tal es la unicidad de la percepción humana, la unicidad de la individualidad, la unicidad de la materia, sea lo que fuere la materia. El único número verdadero es el uno: los demás son mera repetición » (ibid.,pág. 83). Aun de haber sabido yo por alguna fuente digna de crédito que Clare no se ajustaba a los requisitos amatorios de Sebastian, no se me habría ocurrido escoger esa insatisfacción como motivo para su nerviosismo y excitación generales. Pero así como todo lo dejaba insatisfecho, el tono de sus amores también pudo decepcionarlo. Advierto que uso la palabra insatisfacción muy genéricamente, pues el estado de ánimo de Sebastian en ese período era algo mucho más complicado que un simple Weltschmerz. Sólo podemos reconstruirlo a través de su último libro, El extraño asfódelo.Ese libro era por entonces sólo una bruma distante. Al fin se volvió el perfil de una costa. En 1929 un famoso cardiólogo, el doctor Oates, aconsejó a Sebastian que pasara un mes en Blauberg, Alsacia, donde cierto tratamiento había resultado eficaz en muchos casos similares. El viaje quedó tácitamente concertado. Antes de marcharse, Miss Pratt, Sheldon, Clare y Sebastian tomaron el té juntos. Sebastian se mostró alegre y locuaz y bromeó con Clare, que había olvidado su pañuelo arrugado entre las cosas que le había metido en la maleta. Después echó una mirada al reloj de pulsera de Sheldon (objeto que él no usaba) y empezó a moverse nerviosamente, aunque faltaba casi una hora para la partida. Clare no sugirió que podía acompañarlo al tren: sabía que eso le disgustaría. Sebastian la besó en la sien y Sheldon lo ayudó a llevar su equipaje (¿he dicho ya que, aparte una mujer que iba a limpiar periódicamente la casa y el mozo de un restaurante vecino que le llevaba las comidas, Sebastian no tenía criados?). Cuando se marchó, los tres permanecieron unos minutos sentados, en silencio.

De pronto Clare depositó sobre la mesa la tetera y dijo: —Es como si ese pañuelo hubiese querido marcharse con él... Debí tomarlo como un aviso... —No sea tonta —dijo Sheldon.

—¿Por qué no? —preguntó Clare.

—Si quieres decir que procurarás tomar el mismo tren... —empezó Miss Pratt.

—¿Por qué no? —repitió Clare—. Tengo cuarenta minutos. Correré a mi casa, tomaré un par de cosas, cogeré un taxi...

Y lo hizo. Lo que ocurrió en la estación Victoria no se sabe, pero una hora después Clare telefoneó a Sheldon, que se había marchado a su casa, y con una risilla más bien patética le dijo que Sebastian no le había permitido siquiera quedarse en la estación hasta la partida del tren. La veo muy claramente llegar a ese lugar, con su maleta, los labios a punto de abrirse en una sonrisa alegre, sus ojos miopes escudriñando a través de las ventanillas del tren, buscándolo, encontrándolo. O acaso fue él quien la vio primero... «Hola, aquí estoy», debió de decir ella jubilosa, quizá con demasiado júbilo...

Sebastian le escribió, pocos días después, para decirle que el lugar era muy agradable y que se encontraba muy bien. Después hubo un silencio y sólo cuando Clare envió un ansioso telegrama llegó una postal con la información de que acortaría su descanso en Blauberg y pasaría una semana en París antes de regresar.

Hacia finales de aquella semana Sebastian fue a visitarme. Almorzamos juntos en un restaurante ruso. No lo había visto desde 1924 y corría el año 1929. Parecía enfermo, consumido; salía de la peluquería pero su palidez destacaba la sombra de la barba. En la nuca tenía un forúnculo cubierto de pomada rosa.

Después de hacerme varias preguntas sobre mí mismo, nos costó seguir la conversación. Le pregunté por la agradable muchacha con quien lo había visto la última vez.

—¿Qué muchacha? —preguntó—. Ah, Clare... Sí, está bien. Estamos algo así como casados.

—Pareces desmejorado...

—Lo cual me trae absolutamente sin cuidado. ¿Tomarás pelmenies?

—Es curioso que todavía recuerdes qué sabor tienen.

—¿Y por qué no había de recordarlo? —dijo secamente. Comimos en silencio unos minutos. Después tomamos café.

—¿Cómo has dicho que se llamaba el lugar? ¿Blauberg?

—Sí, Blauberg.

—¿Es agradable?





—Depende de lo que llames agradable. —Los músculos de las mejillas se le pusieron tensos, como si contuviera un bostezo—. Perdona —dijo—. Espero dormir en el tren.

Echó una mirada a mi muñeca.

—Las ocho y media —dije.

—Tengo que telefonear —murmuró, y se deslizó a través del restaurante con la servilleta en la mano.

Cinco minutos después regresaba con la servilleta medio metida en el bolsillo de la chaqueta. Se la saqué.

—Mira —dijo—, lo siento mucho, pero tengo que irme. He olvidado que tenía una cita.

«Siempre me ha angustiado —escribe Sebastian Knight en El bien perdido—que en los restaurantes la gente no advierte nunca los misterios animados que les llevan la comida y les retiran los abrigos y les abren las puertas. Una vez recordé a un hombre de negocios con quien había almorzado pocas semanas antes, que la mujer que nos había alcanzado los sombreros tenía algodones en las orejas. El hombre pareció sorprendido y dijo que no había visto a ninguna mujer... Una persona que no ve el labio leporino de un conductor de taxi porque tiene prisa por llegar a alguna parte es para mí un monomaniaco. Muchas veces me he sentido como sentado entre ciegos y locos, al pensar que era el único en la multitud que se daba cuenta de que la chocolatera era ligeramente coja.»

Al salir del restaurante, mientras nos dirigíamos hacia la fila de taxis, un viejo de ojos legañosos se humedeció el pulgar y ofreció a Sebastian o a mí o a ambos, uno de los anuncios impresos que distribuía. Ninguno de los dos lo tomó; seguimos mirando adelante: tétricos soñadores ignorantes de la oferta.

—Bueno, adiós —dije a Sebastian, que llamaba un automóvil.

—Ven a visitarme algún día a Londres —dijo él, mirando por encima de su hombro—. Un momento —agregó—. No está bien... He ignorado a un mendigo...

Me dejó y luego volvió con una hoja de papel en la mano. La leyó cuidadosamente antes de tirarla.

—¿Quieres que te acerque? —preguntó.

Sentí que estaba ansioso por librarse de mí.

—No, gracias —dije. No retuve la dirección que dio al chófer, pero recuerdo que le pidió que marchara con rapidez.

Cuando volvió a Londres... No, el hilo de la narración se rompe y debo acudir a otros para que lo reanuden.

¿Advirtió Clare que algo había ocurrido? ¿Sospechó qué era ese algo? ¿Debemos conjeturar qué preguntó a Sebastian y qué respondió él y qué dijo ella entonces? Creo que no debemos hacerlo... Sheldon los vio poco después del regreso de Sebastian y encontró extraño a Sebastian. Pero ya antes lo había encontrado extraño...