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Este paseo nocturno que prometiera ser tan rico en tristes, cantarínas, murmurantes impresiones —pues qué es un recuerdo sino el alma de una impresión— resultó en realidad, vago e insignificante y pasó tan rápidamente como ocurre sólo en las vecindades muy familiares, cuando las multicolores fracciones del día son reemplazadas por el todo de la noche.

Al final de un angosto y lóbrego sendero, donde la grava crujía y había olor a enebro, apareció de pronto un porche teatralmente iluminado, con columnas blanqueadas, friso en el tímpano y macetas con laureles; y deteniéndose apenas en el vestíbulo, donde unos criados revoloteaban de aquí para allá como aves de paraíso arrastrando sus plumas sobre los azulejos blancos y negros, Cinci

Allí el custodio de las fuentes de la ciudad podía ser reconocido de inmediato por sus cabellos tupidos; allí brillaba con doradas medallas el uniforme del jefe de telégrafos; allí, con su nariz, obscena, estaba el rubicundo director de abastecimientos y el domador de leones de nombre italiano y el juez, sordo y venerable y, con zapatos de charol verde, el administrador de parques; y una multitud de otros majestuosos, respetables, canosos individuos de caras repulsivas. No había damas presentes a menos que se contara a la superintendente de escuelas del distrito, una mujer mayor, muy corpulenta, de grandes mejillas chatas, que vestía levita gris de corte masculino, y peinaba bien apretados sus cabellos brillantes como el acero. Alguien patinó sobre el piso, con acompañamiento de risas generales. Un candelabro dejó caer uno de sus cirios. Alguien había ya colocado un ramo en el pequeño ataúd que estaba en exhibición. Manteniéndose aparte junto a Cinci

Los lacayos, seleccionados entre los más diestros petimetres de la ciudad —los más representativos de su dorada juventud— servían a toda prisa la comida (en ocasiones, hasta pasaban un plato por arriba de la mesa), y todos notaron la solícita atención que M'sieur Pierre tributaba a Cinci

—Su comentario —dijo alegremente M'sieur Pierre volviéndose hacia el jefe de tránsito de la ciudad, que había conseguido meter baza en la conversación y esperaba placenteramente una brillante réplica—, su comentario me recuerda la bien conocida anécdota sobre el juramento hipocrático.

—Cuéntela, no la conocemos. Cuéntela, por favor —rogaron voces desde todas partes.

—Cumpliré con vuestro deseo: A ver un ginecólogo fue...

—Perdone la interrupción —dijo el domador de leones (cabellos grises, mostacho, una banda carmesí cruzándole el pecho)—, ¿pero cree el caballero que la anécdota será adecuada para los oídos de...? —señaló enfáticamente a Cinci

—Seguro, seguro —respondió M'sieur Pierre severamente—, nunca me permitiría la menor inconveniencia en presencia de... Como iba diciendo, a ver un ginecólogo fue una viejecita —(M'sieur Pierre sacó ligeramente el labio inferior)— Dice: «Tengo una enfermedad muy seria y temo que me moriré». «¿Cuáles son los síntomas?», pregunta el médico. «Oh, doctor, mi cabeza cabecea...» —Y M'sieur Pierre agitándose imitó a la viejecita.



Los huéspedes rugieron de risa. Al otro extremo de la mesa el juez sordo, con la cara dolorosamente contorsionada, como constipada de risa, echaba su grande y húmeda oreja sobre la cara de su hilarante y egoísta vecino, y, tirándole de la manga imploraba que le repitiera el cuento de M'sieur Pierre, quien, mientras tanto, seguía celosamente la suerte de su anécdota a lo largo de toda la longitud de la mesa, y sólo se dio por satisfecho cuando alguien hubo mitigado la curiosidad del sufriente.

—Su notable aforismo de que la vida es un secreto médico —dijo el custodio de las fuentes creando tal nubécula de saliva que se formó un arco iris cerca de su boca— puede aplicarse muy bien al hecho extraño que ocurrió el otro día en la familia de mi secretario. Puede usted imaginar...

—Bien, mi pequeño Cinci

—¿Qué pasa aquí? —dijo M'sieur Pierre fríamente poniendo al charlatán en su lugar y éste se alejó rápidamente y estaba ya inclinado con su botella junto al codo del individuo siguiente.

—¡Caballeros! —exclamó el anfitrión poniéndose de pie y sosteniendo una copa llena de un líquido helado color ámbar a la altura de su almidonado pecho—. Propongo un brindis por...

—Amargo, amargo, endúlzalo con un beso —dijo un novel padrino de boda, y el resto de los comensales se unió al canto.

—Permítanos... un bruderschaft... se lo imploro —dijo M'sieur Pierre a Cinci

Cinci

—... finalmente tengo derecho a exigirlo —murmuró convulsivamente M'sieur Pierre, y de pronto con risa forzada, derramó una gota de vino de su vaso sobre la cabeza de Cinci

Gritos de «¡bravo!» se escucharon por todas partes y cada vecino se volvió a su vecino expresando en dramática pantomima su sorpresa y su delicia, y los vasos irrompibles chocaron, y montañas de manzanas tan grandes como la cabeza de un niño brillaron entre los azulados racimos de uvas sobre una frutera de plata, y la mesa pareció alzarse como una montaña de diamantes, y el candelabro de múltiples brazos viajó entre las brumas de arte del techo derramando lágrimas, derramando rayos, buscando en vano un lugar de arribada.