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—¿Comprender qué?

—Oh, Cinci

—¿Qué quiere decir «él también»?

—Él también era como tú, Cinci

La mujer bajó rápidamente la cabeza dejando caer los quevedos en el hueco de su mano.

Pausa.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Cinci

—No voy a decirte nada más —dijo ella sin levantar los ojos.

Cinci

—Ya hay flores en el centeno —dijo ella hablando ligero— y todo es tan maravilloso, las nubes corren, la vida bulle y brilla. Vivo lejos, en Doctorton, y cuando venía para aquí, cuando atravesé los campos en el viejo calesín y vi el Strop centelleando, y esta colina con la fortaleza arriba, y todo lo demás, me pareció que era una historia repetida una vez y otra vez más, y aunque yo no puedo, o soy incapaz de comprenderla, alguien me la sigue contando con tanta, tanta paciencia. Trabajo todo el día en la maternidad, vivo de prisa, tengo amantes, adoro la limonada helada, aunque dejé el cigarrillo, porque me hacía mal al corazón, y aquí estoy sentada contigo... Estoy aquí sentada y no sé por qué grito y por qué te digo todas estas cosas, y ahora me asaré con este impermeable y este vestí, do de lana, el sol va a pegar con furia después de una tormenta como ésta...

—No, todavía es sólo una parodia —murmuró Cinci

Ella sonrió interrogativamente.

—Como esa araña, como esas rejas, como el ruido del reloj —murmuró Cinci

—De modo que... —dijo ella, y se sonó las narices nuevamente.

—De modo que así están las cosas —repitió. Ambos guardaron silencio, sin mirarse, mientras el reloj marchaba con desatinada resonancia.

—Cuando salga —dijo Cinci

—No debes bromear con esas cosas —dijo Cecilia C.—. Tú sabes que hay toda clase de geniecitos maravillosos. Recuerdo, por ejemplo, que cuando yo era niña había unos objetos llamados «no



—¿Por qué me cuenta eso? —preguntó Cinci

Ella guardó silencio.

—¿Qué quiere decir todo esto? No sabe usted que uno de estos días, quizá mañana...

De pronto notó la expresión de los ojos de Cecilia C. —por un instante, nada más que por un instante— pero era como si algo real, indiscutible (en este mundo donde todo era discutible) hubiera cruzado por ellos, como si un ángulo de esta horrible vida se hubiera enrollado y pudiera vislumbrarse el forro. En los ojos de su madre Cinci

—Bueno —dijo con su tono anterior de parloteo—, he estado un rato y ahora me voy. Come los dulces. La visita ha sido demasiado larga. Me voy, es hora.

—Oh, sí, es hora —tronó Rodrig Ivanonich con fiera alegría mientras abría de golpe la puerta.

Con la cabeza baja ella se deslizó fuera. Cinci

—No se preocupe —dijo el director alzando sus palmas—, esta parterita no significa ningún peligro para nosotros. ¡Atrás!

—Pero a mí me gustaría —comenzó a decir Cinci

—Arriére —gritó Rodrig Ivanovich.

Mientras tanto la compacta figurita rayada de MonsieurPierre apareció en las profundidades del corredor. Sonreía placenteramente pero iba frenando el paso, mirándolo todo furtivamente, como hacen los que se meten de rondón en una fila y se hacen los desentendidos. Llevaba entre sus manos un tablero de ajedrez y una caja y un polichinela y algo más debajo del brazo.

—¿Ha tenido usted visitas? —preguntó amablemente a Cinci

CAPÍTULO XIII