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Arroyuelo de tiempo en comparación con el helado lago del damero, mi reloj marcaba las tres y media. Estábamos en mayo, mediados de mayo de 1940. El día anterior, después de meses de imploraciones y maldiciones, le había sido administrado el emético de un soborno a la rata clave de la oficina clave, y esto había dado como resultado un visa de sortieque, a su vez, condicionaba la autorización para cruzar el Atlántico. De repente sentí que, con la culminación de mi problema de ajedrez, todo un período de mi vida había llegado a su satisfactorio final. Todo a mi alrededor estaba en completo silencio; hasta se le formaban, por así decirlo, hoyuelos al mundo, gracias al tono de mi alivio. Durmiendo en la habitación contigua os encontrabais tú y nuestro hijo. La lámpara de mi mesa estaba tocada con una hoja de papel azul pan de azúcar (una divertida precaución militar) y la luz resultante prestaba un tinte lunar al envolutado aire en el que flotaba el humo de tabaco. Unas cortinas opacas me separaban del París en tinieblas. El titular de un periódico que estaba a punto de caerse de una silla hablaba del ataque de Hitler contra los Países Bajos. Tengo ante mí la hoja de papel en la que, aquella noche en París, dibujé el diagrama de la posición del problema. Blancas: Rey en a7 (que significa primera fila, séptima hilera), Dama en b6, Torres en f4 y h5, Alfiles en e4 y h8, Caballos en d8 y e6, Peones en b7 y g3; Negras: Rey en e5, Torre en g7, Alfil en h6, Caballos en e2 y g5, Peones en c3, c6 y d7. Juegan blancas y hacen mate en dos movimientos. La pista falsa, la «probatura» irresistible es: Peón a b8, donde se convierte en caballo, y a continuación tres bellos mates en respuesta a los jaques declarados por las Negras. Pero las Negras pueden frustrar toda esta brillante operación renunciando a hacer jaque a las blancas y llevando a cabo en su lugar un modesto movimiento dilatorio en otra zona del tablero. En una punta de la hoja del diagrama, observo cierta marca sellada que también adorna otros papeles y libros que me llevé de Francia a los Estados Unidos en 1940. Es una huella circular, en el último tono del espectro: violet de bureau. Hay en su centro dos letras mayúsculas de un cicero, R.F., que significan naturalmente République Française. Otras letras en un tipo más pequeño, dispuestas periféricamente, deletrean Controle des Informations. Sin embargo, sólo ahora, muchos años después, la información oculta en mis símbolos ajedrecísticos, que ese control permitió que pasaran, puede ser, y es, divulgada.

CAPITULO DECIMOQUINTO

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Van pasando, pasan, pasan, deslizándose los años, por utilizar una desgarradora inflexión horaciana. Pasan los años, cariño, y con el tiempo nadie sabrá lo que tú y yo sabemos. Crece nuestro hijo; las rosas de Paestum, del neblinoso Paestum, han desaparecido; estúpidos mecanicistas manosean ciertas fuerzas de la naturaleza que algunos mansos matemáticos, para su propia y secreta sorpresa, parecen haber presentido; de modo que quizá haya llegado la hora de que examinemos algunas instantáneas antiguas, pinturas rupestres de trenes y aeroplanos, estratos de juguetes en el pesado armario.

Nos remontaremos más atrás, hasta una mañana de mayo de 1934, y conduciremos respetuosamente hasta este punto prefijado la gráfica de un barrio de Berlín. Allí estaba yo, caminando de vuelta a casa, a las cinco de la madrugada, procedente de la maternidad cercana a Bayerischer Platz, adonde te había llevado un par de horas antes. Las flores primaverales adornaban los retratos de Hindenburg y Hitler en los marcos y fotografías coloreadas del escaparate de una tienda. Grupos izquierdistas de gorriones celebraban vociferantes sesiones matutinas en las lilas y los tilos. Un amanecer transparente había desenfundado por completo un lado de la vacía calle. En el otro, las casas todavía estaban azules de frío, y varias sombras alargadas iban estirándose gradualmente, a la prosaica manera que el día joven adopta cuando reemplaza a la noche en una cuidada y bien regada ciudad, en donde el fuerte sabor de los pavimentos alquitranados asoma por debajo de los olores a savia de los árboles de sombra; pero la parte óptica del asunto me resultaba completamente nueva, como una forma desacostumbrada de poner la mesa, porque nunca había visto hasta entonces aquella calle en particular al amanecer, aunque, por otro lado, había pasado a menudo por allí, deshijado, en tardes soleadas.

En la pureza y vacuidad de esta hora menos familiar, las sombras se habían confundido de lado, confiriendo así a la calle un tono de no inelegante inversión, como cuando ves reflejada en el espejo de la barbería la ventana hacia la que el melancólico barbero, mientras afila su navaja, vuelve su mirada (tal como hacen todos ellos en tales momentos), y, enmarcado en esa ventana reflejada, un fragmento de acera muestra una procesión de peatones despreocupados que caminan en sentido errado, hacia un mundo abstracto que inmediatamente deja de ser divertido para liberar un torrente de terror.

Cada vez que me pongo a reflexionar sobre el amor que siento por una persona, tengo la costumbre de dibujar radios que arrancan de mi amor —de mi corazón, del tierno núcleo de la materia personal— para dirigirse hacia puntos monstruosamente remotos del universo. Hay algo que me impulsa a comparar la conciencia de mi amor con cosas tan inimaginables e incalculables como el comportamiento de las nebulosas (cuya misma lejanía parece una forma de locura), los temibles precipicios de la eternidad, lo incognoscible que está más allá de lo desconocido, el desamparo, las frías y nauseabundas involuciones e interpretaciones del espacio y el tiempo. Es una costumbre perniciosa, pero no puedo hacer nada por evitarla. Puede compararse con el incontrolable salto de la lengua del insomne que repasa una muela cariada en la noche de su boca, haciéndose daño, pero, aun así, perseverando.

He conocido a personas que, cuando tocaban accidentalmente alguna cosa —la jamba de una puerta, una pared— tenían que llevar a cabo toda una serie rápida y sistemática de contactos manuales con diversas superficies de la habitación antes de regresar a una existencia equilibrada. No tiene remedio; necesito saber dónde estoy yo; dónde estáis tú y mi hijo. Cuando se produce en mí esa explosión en cámara lenta, silenciosa, de amor, y despliega sus derretidos márgenes y me deja abrumado ante la sensación de algo mucho más vasto, mucho más duradero y potente que la acumulación de materia o energía en cualquier cosmos imaginable, mi mente no puede hacer otra cosa que darse un pellizco para comprobar si está en realidad despierta. Tengo que hacer un rápido inventario del universo, de la misma manera que una persona que sueña intenta condonar el absurdo de su situación asegurándose de que está dormida. Necesito que todo el espacio y todo el tiempo participen de mi emoción, de mi amor mortal, para quitarle mordiente a su mortalidad, y contribuir de este modo a combatir la absoluta degradación, ridículo y horror de haber llegado a tener una sensación y un pensamiento infinitos en el seno de una existencia finita.

Debido a que, en mi metafísica, soy un asindicalista empecinado y no me sirven de nada los viajes organizados por paraísos antropomórficos, cuando pienso en las mejores cosas de la vida quedo abandonado a mis propios y no despreciables recursos; es lo que ocurre ahora, cuando vuelvo la vista atrás para contemplar mi preocupación, propia casi del rito de cobada, por nuestro hijo. Tú recuerdas muy bien las cosas que descubrimos (y que se supone descubren todos los padres): la forma perfecta de las uñas en miniatura de la mano que me mostrabas silenciosamente cuando se apoyaba, abierta como una estrella de mar, en tu palma; la textura epidérmica de miembros y mejillas, señalada con entonación apagada, remota, como si la suavidad del tacto sólo pudiese ser expresada por la suavidad de la distancia; ese no sé qué natatorio, resbaladizo, elusivo del tinte azul oscuro de los iris, que parecía retener aún las sombras de antiguos y fabulosos bosques en los que había más pájaros que tigres y más frutos que espinos, y donde, en una moteada espesura, nació la mente humana; y, sobre todo, el primer viaje de un niño a la siguiente dimensión, el recién establecido nexo entre el ojo y el objeto alcanzable, que los especialistas en biométrica y los miembros de la banda de los laberintos para ratas creen ser capaces de explicar. Se me ocurre que la más fiel reproducción alcanzable del nacimiento de la mente es la puñalada de asombro que acompaña el momento preciso en el que, mirando una maraña de hojas y ramas, nos damos cuenta de repente de que lo que parecía un elemento natural de ese enmarañamiento es un insecto o un pájaro maravillosamente disfrazados. También se siente un intenso placer (y, después de todo, ¿qué otra cosa podría producir la labor científica?) si, al enfrentarnos al acertijo del florecimiento inicial de la mente humana, postulamos una pausa voluptuosa en el crecimiento del resto de la naturaleza, un repantigamiento y un haraganeo que permitieron que se formara en primer lugar el Homo poeticus, sin el cual no se habría evolucionado hasta el sapiens. ¡Y que luego nos vengan con lo de la «lucha por la vida»! La doble maldición de la guerra y el esfuerzo devuelve al hombre al estadio de verraco, a la loca obsesión de la bestia gruñidora por la obtención del alimento. Tú y yo hemos comentado con frecuencia la aparición de ese destello maníaco en el ojo del ama de casa intrigante mientras estudia los productos de una tienda de ultramarinos o el depósito de cadáveres de una carnicería. ¡Esforzados del mundo, disolveos! Los libros antiguos están errados. El mundo fue hecho en domingo.