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—Se ha atrevido a pegarme —dijo Grigori amargamente.

—Hasta a su padre ha golpeado —observó Iván con los labios contraídos.

—Cuando era niño, lo lavaba. ¡Y me ha levantado la mano! —dijo Grigori.

—Si no le hubiese contenido —susurró Iván a Aliocha—, lo habría matado. Esopo tiene poca resistencia.

—Que Dios le guarde —dijo Aliocha.

—¿Por qué? —replicó Iván sin cambiar de acento y con el semblante contraído por el odio—. El destino de los reptiles es devorarse unos a otros.

Aliocha se estremeció.

—Desde luego —añadió Iván—, no permitiré que lo mate. Quédate aquí, Aliocha. Voy a dar un paseo por el patio. Empieza a dolerme la cabeza.

Aliocha entró en el dormitorio y estuvo una hora junto al lecho de su padre, detrás del biombo. De pronto, el viejo abrió los ojos y le miró largamente, en silencio. Era evidente que se esforzaba por recordar. Su semblante reflejaba una extraordinaria agitación interna.

—Aliocha —murmuró el viejo, receloso—, ¿dónde está Iván?

—En el patio. Tiene dolor de cabeza. Vigila.

—Dame un espejo.

Aliocha le entregó un espejito ovalado que había sobre la cómoda. Fiodor Pavlovitch se miró en él. Tenía la nariz hinchada y un cardenal en la frente, sobre la ceja izquierda.

—¿Qué dice Iván? Aliocha, mi querido Aliocha, mi único hijo: Iván me da miedo, más miedo que el otro. Tú eres el único a quien no temo.

—No temas tampoco a Iván. Se enfada, pero te defiende.

—¿Y el otro? ¿Se ha ido a casa de Gruchegnka? Dime la verdad, hijo mío: ¿estaba Gruchegnka aquí?

—No, ha sido una visión de Dmitri. Gruchegnka no ha estado aquí.

—¿Sabes que Dmitri quiere casarse con ella?

—Ella no querrá.

—No, ella no querrá —dijo el viejo, temblando de alegría, como si hubiese oído lo más agradable que podía oír.

Dejándose llevar de su entusiasmo, se apoderó de la mano de Aliocha y la apretó contra su corazón. Incluso se llenaron de lágrimas sus ojos.

—Coge esa imagen de la Virgen de que te he hablado hace un momento —continuó— y llévatela. Te permito que vuelvas al monasterio. Hablaba en broma cuando te dije que lo dejaras. No te enfades conmigo. Me duele la cabeza... Aliocha, tranquilízame, sé mi ángel bueno y dime la verdad.

—¡Qué obsesión! —dijo tristemente Aliocha.

—Te creo, Aliocha, te creo. Pero oye: ve a casa de Gruchegnka, procura verla y enterarte de sus propósitos. Pregúntale a quién prefiere: si a él o a mí. ¿Lo harás?

—Si la veo, se lo preguntaré —murmuró Aliocha, confuso.

—No, ella no te dirá la verdad —dijo el viejo—. Es una mujer temible. Empezará por abrazarte y te dirá que es a ti a quien quiere. Es falsa y desvergonzada. No, no debes ir a verla.

—Desde luego, padre, no creo prudente visitarla.

—¿Adónde te ha enviado Dmitri? Cuando se ha marchado, le he oído decir que fueras a alguna parte.

—A casa de Catalina Ivanovna.

—¿Para pedirle dinero?

—No.

—No tiene un céntimo. Escucha, Aliocha: reflexionaré durante la noche. Ve a ver a esa joven. Tal vez la encuentres en casa. Ven mañana por la mañana sin falta. Tengo algo que decirte. ¿Vendrás?

—Sí.

—Debes aparentar que vienes a enterarte de cómo estoy. No digas a nadie que te he rogado que vinieses. Y menos a Iván.

—Entendido.

—Adiós, hijo mío. Has salido en mi defensa hace un momento: nunca lo olvidaré. Mañana te diré una cosa. Antes tengo que reflexionar.

—¿Cómo te sientes ahora?

—Mañana estaré levantado, completamente restablecido, gozando de perfecta salud.

Cuando llegó al patio, Aliocha vio a Iván sentado en un banco, escribiendo con lápiz en su cuaderno de notas. Aliocha dijo a su hermano que el viejo había recobrado el conocimiento y le permitía pasar la noche en el monasterio.

—Aliocha, me gustaría que nos viéramos mañana por la mañana —dijo Iván con una amabilidad que sorprendió a su hermano.

—Mañana he de ir a ver a la señora de Khokhlakov y a su hija, y tal vez tenga que visitar también a Catalina Ivanovna, pues podría ser que no la encontrase ahora en su casa.

—¿Vas a ir a pesar de lo ocurrido? Para «transmitirle sus más atentos saludos», ¿no? —dijo Iván con una sonrisa.

Aliocha se turbó.

—De las exclamaciones de Dmitri —continuó Iván— creo haber deducido lo que se propone. Te ha rogado que vayas a ver a Catalina Ivanovna para decirle... Bueno, en una palabra, para dejarla.

Aliocha exclamó:

—Iván, ¿cómo terminará esta pesadilla que están viviendo nuestro padre y Dmitri?

—Es difícil preverlo. Tal vez no pase nada. Esa mujer es un monstruo. Desde luego, hay que evitar que el viejo salga de casa y que Dmitri ponga los pies aquí.

—Otra pregunta, Iván: ¿crees que cualquiera tiene derecho a juzgar a sus semejantes y a decidir quién merece vivir y quién no?

—En eso no tiene ningún papel la apreciación de los méritos. Para resolver semejante cuestión, el corazón humano no se funda en los méritos, sino en otras razones más naturales. En cuanto al derecho, ¿quién no lo tiene a desear una cosa?

—Pero no la muerte de otro.

—¿Por qué? ¿Qué razón hay para que uno se mienta a sí mismo cuando todos viven así y sin duda no pueden vivir de otro modo? Tú estás pensando en mi frase de hace un momento: «el destino de los reptiles es devorarse los unos a los otros». ¿Crees tú que soy capaz, como Dmitri, de derramar la sangre de Esopo, en una palabra, de matarlo?

—¿Qué dices, Iván? Jamás he pensado en eso. Es más, no creo que Dmitri...

—Gracias —dijo Iván sonriendo—. Has de saber que defenderé siempre a nuestro padre. Pero en este caso especial dejo el campo libre a mis deseos.

Y añadió:

—Hasta mañana. No me tengas por un malvado.

Se estrecharon la mano más cordialmente que nunca. Aliocha comprendió que su hermano deseaba atraérselo con alguna intención secreta.

CAPITULO X