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Observemos que el monasterio no había hecho nunca nada contra él y que Fiodor Pavlovitch no había tenido que derramar amargas lágrimas por culpa del convento. Sin embargo, Fiodor Pavlovitch se había indignado de tal modo ante estas supuestas lágrimas, que casi llegó a convencerse de que las había derramado. Incluso estuvo a punto de echarse a llorar. Pero comprendió que había llegado el momento de retirarse.
Por toda respuesta a su odiosa mentira, el padre abad inclinó la cabeza y dijo gravemente:
—También está escrito que hay que soportar pacientemente la calumnia y, sin dejarse turbar por ella, no detestar al calumniador. Así obraremos nosotros.
—¡Bonito galimatías! Ahí se quedan, padres míos: yo me voy. Me llevaré para siempre a mi hijo Alexei, haciendo use de mi autoridad paterna. Iván Fiodorovitch, mi amabilísimo hijo, permíteme que te ordene que me sigas. Von Shon, ¿para qué te has de quedar en esta casa? Ven a la mía, que sólo está a una versta de aquí. No lo pasarás mal. En vez de aceite de lino, te daré un cochinillo relleno de alforfón, coñac y otros licores, e incluso habrá allí una bonita muchacha. Vamos, Von Shon; no desprecies tanta felicidad.
Y salió lanzando gritos y agitando los brazos. En este momento fue cuando lo vio Rakitine y se lo señaló a Aliocha.
—¡Alexei —gritó a éste su padre desde lejos—, desde hoy vivirás en mi casa! ¡Coge tu almohada y tu colchón! ¡Que no quede nada tuyo aquí!
Aliocha se detuvo, petrificado, mirando a su padre atentamente y sin decir palabra.
Fiodor Pavlovitch subió a la calesa seguido de Iván Fiodorovitch, que, silencioso y sombrío, ni siquiera se volvió para saludar a su hermano.
Para que nada le faltase, se produjo una escena cómica y sorprendente. Maximov llegó corriendo y jadeante. En su impaciencia, puso un pie en el estribo, donde estaba todavía el de Iván Fiodorovitch, y, aferrándose al coche, trató de subir.
—¡Yo también voy! —exclamó con alegre risa y gesto beatífico—. Llévenme.
—¿Ves? —dijo Fiodor Pavlovitch, encantado—. ¿No decía yo que es Von Shon resucitado? ¿Cómo te las has arreglado para salir de allí? ¿Qué te propones? ¿Cómo es posible que hayas renunciado a la comida? Para proceder así hace falta tener una cara de bronce. Yo la tengo, pero me asombra que la tengas también tú, amigo mío. Sube, sube. Déjalo subir, Iván: nos divertiremos. Se sentará a nuestros pies, ¿no es verdad, Von Shon? ¿O prefieres instalarte en el pescante, junto al cochero? Sube al pescante, Von Shon.
Pero Iván Fiodorovitch, que se había sentado ya sin decir palabra, lo rechazó, dándole un fuerte golpe en el pecho que le hizo retroceder un par de metros. Maximov no llegó a caer por verdadero milagro.
—¡En marcha! —gritó Iván ásperamente al cochero.
—¿Pero por qué le tratas así? —censuró Fiodor Pavlovitch.
La calesa había partido ya. Iván no contestó.
—No te comprendo —dijo Fiodor Pavlovitch tras un largo silencio y mirando de reojo a su hijo—. Fue idea tuya hacer esta visita al monasterio; tú la provocaste y te parecía muy bien. ¿Por qué te enfurruñas ahora?
—¡Basta de insensateces! —replicó rudamente Iván—. Descansa un poco.
Fiodor Pavlovitch volvió a estar callado unos minutos. Al fin dijo con acento sentencioso:
—Un vasito de coñac me hará bien.
Iván no contestó.
—También tú tomarás una copa en cuanto lleguemos, ¿verdad?
Iván no dijo palabra.
Fiodor Pavlovitch volvió a esperar un par de minutos.
—Por mucho que te contraríe, amabilísimo Karl von Moor, retiré a Aliocha del monasterio.
Iván se encogió de hombros desdeñosamente, volvió la cabeza y se absorbió en la contemplación del camino.
No volvieron a pronunciar palabra hasta que llegaron.
LIBRO III
LOS SENSUALES
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CAPITULO PRIMERO
En la antecámara
Fiodor Pavlovitch vivía bastante lejos del centro de la población, en una casa un tanto vieja pero todavía sólida. El edificio estaba pintado de gris y cubierto con un tejado metálico de color rojo. Era espacioso y cómodo. Tenía planta baja, entresuelo y numerosas escalerillas y rincones ocultos. Las ratas pululaban en él, pero Fiodor Pavlovitch no sentía ninguna aversión hacia ellas.
—Gracias a las ratas —decía—, las noches no son tan tediosas cuando uno está solo.
Y es que tenía la costumbre de enviar a los domésticos a dormir en el pabellón, quedándose él encerrado en la casa. Este pabellón estaba en el patio y era vasto y sólido. Fiodor Pavlovitch había hecho instalar la cocina en él: no le gustaba el olor a guisos. Así, tanto en verano como en invierno, había que transportar los platos de comida a través del patio.
Era una casa construida para una gran familia. Habría podido albergar un número de dueños y servidores cinco veces superior al que a la sazón la habitaba. En la época de nuestro relato, el cuerpo del edificio principal estaba ocupado exclusivamente por Fiodor Pavlovitch y su hijo Iván, y el pabellón, por tres domésticos: el viejo Grigori, su mujer —Marta— y un criado joven: Smerdiakov. Hemos de hablar con cierto detenimiento de estos tres personajes.
Ya conocemos a Grigori Vasilievitch Kutuzov. Era un hombre de firmeza inflexible, que marchaba hacia su fin con obstinada rectitud, con tal que ese fin le pareciera, aunque fuese por razones completamente ilógicas, un deber ineludible. Era un hombre incorruptible, en una palabra.
Su mujer, aunque había vivido siempre ciegamente sometida a su voluntad, le atormentaba, desde la abolición de la esclavitud, con el empeño de dejar a Fiodor Pavlovitch e irse a Moscú para abrir una modesta tienda, pues tenían sus ahorros. Grigori consideró con una resolución definitiva que su mujer estaba equivocada y que todas las mujeres pecaban entonces de deslealtad. No debían dejar a su amo de ningún modo, porque éste era su deber.
—¿Sabes lo que es el deber? —preguntó a Marta Ignatievna.
—Lo sé, Grigori Vasilievitch. Lo que no comprendo es por qué tenemos el deber de permanecer aquí —repuso firmemente Marta Ignatievna.