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La entrada de Dmitri Fiodorovitch sólo había distraído a los presentes durante dos o tres minutos. Luego se reanudó el debate general. Pero Piotr Alejandrovitch no creyó necesario responder a la pregunta apremiante e irritada del padre Paisius.

—Dejemos este asunto —dijo con mundana desenvoltura—. Es demasiado delicado. Mire a Iván Fiodorovitch. Nos observa y sonríe. Seguramente tiene algo interesante que decirnos.

—No es nada de particular —repuso en el acto Iván Fiodorovitch—. Sólo quiero decirles que, desde hace mucho tiempo, el liberalismo europeo en general, e incluso el diletantismo liberal ruso, suelen confundir los objetivos del socialismo con los del cristianismo. Esta absurda conclusión es un rasgo característico de ellos. Por lo demás, no son únicamente los liberales y los aficionados al liberalismo los que confunden las doctrinas socialistas con las cristianas, sino que también hay que incluir a los gendarmes, por lo menos en el extranjero. Su anécdota parisiense es muy significativa a este respecto, Piotr Alejandrovitch.

—Solicito de nuevo que dejemos este tema —dijo Piotr Alejandrovitch—. Pero antes permítame contar otra anécdota sumamente típica e interesante, relacionada con Iván Fiodorovitch. Hace cinco días, en una reunión en la que predominaba el elemento femenino, manifestó con toda seriedad, en el curso de una discusión, que ninguna ley del mundo obliga a las personas a amar a sus semejantes, que ninguna ley natural impone al hombre el amor a la humanidad, que si el amor había reinado en la tierra no se debía a ninguna ley natural, sino a la creencia en la inmortalidad. Iván Fiodorovitch añadió que ésta era la única ley natural; de modo que si se destruye en el hombre la fe en su inmortalidad, no solamente desaparecerá en él el amor, sino también la energía necesaria para seguir viviendo en este mundo. Además, entonces no habría nada inmoral y todo, incluso la antropofagia, estaría autorizado. Y esto no es todo; terminó afirmando que, para el individuo que no cree en Dios ni en su propia inmortalidad, la ley moral de la naturaleza es el polo opuesto de la ley religiosa; que, en este caso, el egoísmo, incluso cuando alcanza un grado de perversidad, debe no sólo ser autorizado, sino reconocido como un desahogo necesario, lógico e incluso noble. Oída esta paradoja, pueden juzgar lo demás, señores; pueden formar juicio sobre lo que nuestro extravagante Iván Fiodorovitch se complace en proclamar, y acerca de sus intenciones eventuales.

—¿He entendido bien? —exclamó de súbito Dmitri Fiodorovitch—. «La maldad, para el ateo, no sólo está autorizada, sino que se considera como una manifestación natural necesaria y razonable.» ¿Es esto?

—Exactamente —dijo el padre Paisius.

—Lo tendré presente.

Dicho esto, Dmitri Fiodorovitch enmudeció tan repentinamente como se había mezclado en la conversación. Todos le miraron con curiosidad.

—¿Es posible que vea usted así las consecuencias de la desaparición de la fe en la inmortalidad del alma? —preguntó de súbito el staretsa.Iván Fiodorovitch.

—Sí, yo creo que no hay virtud sin inmortalidad.

—Si piensa usted de ese modo, es feliz, o tal vez muy desgraciado.

—¿Por qué desgraciado? —preguntó Iván Fiodorovitch con una sonrisa.



—Porque, según todas las apariencias, usted no cree en la inmortalidad del alma ni en nada de lo que se ha escrito sobre la Iglesia.

—Tal vez tenga usted razón. Sin embargo, no he hablado en broma —manifestó Iván Fiodorovitch enrojeciendo ante esta singular declaración.

—Cierto: usted no ha bromeado. Expone una idea que todavía no se ha resuelto en su corazón y que le tortura. También al mártir le gusta a veces recrearse en su desesperación. Por el momento, es la desesperación lo que le lleva a usted a distraerse con artículos y conversaciones de sociedad, sin creer en su propia dialéctica y sonriendo dolorosamente en su interior. Esa cuestión no está todavía resuelta en usted, y ello le atormenta porque redama urgentemente una solución.

—¿Pero puede esa cuestión resolverse en mí, resolverse en un sentimiento positivo? —preguntó Iván Fiodorovitch con extraño acento y mirando al staretscon una sonrisa inexplicable.

—Si no se resuelve positivamente, tampoco se resolverá nunca en un sentido negativo. Usted conoce esta propiedad de su corazón. Esto es lo que le tortura. Pero dé gracias al Creador por haberle dotado de un corazón sublime, capaz de atormentarse de ese modo, de pensar en las cosas del cielo y de investigarlas, pues allí está nuestra morada. Que Dios le permita encontrar la solución aquí abajo y que bendiga sus caminos.

El staretslevantó la mano para hacer desde su asiento la señal de la Cruz a Iván Fiodorovitch; pero éste se levantó, fue hacia él, recibió su bendición, le besó la mano y volvió a su sitio sin decir palabra. Su semblante expresaba gravedad y energía. Esta actitud y toda su conversación anterior con el starets, que no se esperaban de él, sorprendieron a todos, al percibir en ellas algo indefinible, enigmático y solemne. Hubo un momento de silencio general. El rostro de Aliocha tenía una expresión de inquietud que rayaba en el espanto. Miusov se encogió de hombros, y en este momento se puso de pie Fiodor Pavlovitch.

—Divino y Santo starets—exclamó señalando a Iván Fiodorovitch—, éste es mi hijo bienamado, la carne de mi carne. Es, por decirlo así, mi reverente Karl Moor. Y aquí está mi otro hijo, el que acaba de llegar, Dmitri Fiodorovitch, al que pido una explicación en presencia de usted. Éste es el irreverente Frantz Moor. Los dos aparecen en Los bandidos, de Schiller, y yo soy en esta ocasión el Regierender Grafvon Moor. Júzguenos y sálvenos. Necesitamos no sólo sus oraciones, sino también sus pronósticos.

—Empiece usted por ser razonable y no ofender a las personas de su familia —respondió el staretscon voz desfallecida. Su fatiga iba en aumento y sus fuerzas decrecían visiblemente.

—¡Esto es una indigna comedia! —exclamó Dmitri Fiodorovitch, que se había levantado también—. Me lo figuraba cuando venía hacia aquí. Perdóneme, reverendo padre. Mi instrucción es escasa e ignoro el tratamiento que hay que darle, pero debo decirle que le han engañado, abusando de su bondad. Usted no debió concedernos esta entrevista. Mi padre sólo desea provocar un escándalo. ¿Con qué objeto? Lo ignoro, pero en él todo es premeditado. Y ahora me parece comprender...

—Todo el mundo me acusa —dijo Fiodor Pavlovitch—, sin excluir a Piotr Alejandrovitch. Sí, Piotr Alejandrovitch, usted me acusa —dijo, volviéndose hacia Miusov, aunque éste no tenía el menor propósito de contradecirle—. Me acusan de haber ocultado el dinero de mi hijo y no haberle dado un céntimo. Pero díganme ustedes: ¿no existen los tribunales? Allí se te rendirán cuentas, Dmitri Fiodorovitch. Con tus recibos, tus cartas y toda clase de documentos a la vista, se te dirá lo que tenías, lo que has gastado y lo que te queda. ¿Por qué se calla, Piotr Alejandrovitch? Dmitri Fiodorovitch no es un extraño para usted. Y es que todos van contra mí. Por eso Dmitri Fiodorovitch mantiene su deuda conmigo, y no una pequeña deuda, sino una deuda de varios miles de rublos, como puedo demostrar. Sus excesos son la comidilla de toda la ciudad. Cuando estuvo en el ejército, gastó en diversas poblaciones más de mil rublos para seducir a muchachas honestas. Esto, Dmitri Fiodorovitch, lo sé con todo detalle, y puedo probarlo. Aunque a usted le parezca mentira, reverendo starets, ha conseguido que se prende de él una joven distinguida y acomodada, la hija de su antiguo jefe, bravo coronel que prestó extraordinarios servicios y al que se impuso el collar de Santa Ana con espadas. Esta huérfana, con la que se ha comprometido a casarse, habita ahora en nuestra localidad. Y aunque es su prometida, Dmitri Fiodorovitch no se oculta de ella para visitar a cierta «sirena». Ésta, aunque ha vivido ilícitamente con un hombre respetable, pero de carácter independiente, es una fortaleza inexpugnable, pues, en el fondo, es una mujer virtuosa... Sí, reverendos padres, es virtuosa. Pues bien, Dmitri Fiodorovitch quiere abrir esta fortaleza con una llave de oro. Por eso se hace ahora el bueno conmigo: quiere sacarme dinero. Ya ha gastado miles de rublos por esa sirena. Esto explica que pida prestado sin cesar. ¿Y saben ustedes a quién? ¿Lo digo, Mitia?