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—¿Por qué no se ha marchado usted después de la anécdota del santo, en vez de quedarse con esta ingrata compañía? Sin duda, usted, sintiéndose ofendido y humillado, ha permanecido aquí para demostrar su carácter, y no se irá sin demostrarlo.

—No empiece otra vez, o me voy ahora mismo.

—Usted será el último en marcharse —le dijo Fiodor Pavlovitch.

Fue en ese momento cuando llegó el starets.

La discusión se interrumpió, pero el starets, después de volver a ocupar su puesto, paseó su mirada por los reunidos como invitándoles a continuar. Aliocha, que leía en su rostro, comprendió que estaba agotado. A causa de su enfermedad, su debilidad había llegado al extremo de que últimamente le producía desmayos. La palidez que anunciaba estos desvanecimientos cubría ahora su semblante. En sus labios tampoco había color. Pero era evidente que no quería disolver la asamblea. ¿Qué cazones tendría para ello? Aliocha lo observaba atentamente.

El padre bibliotecario dijo, señalando a Iván Fiodorovitch:

—Estábamos comentando un artículo sumamente interesante de este señor. Tiene puntos de vista nuevos, pero la tesis parece tender a dos fines. Es una réplica a un sacerdote que ha publicado una obra sobre los tribunales eclesiásticos y la extensión de sus derechos.

—Sintiéndolo mucho —manifestó el staretsmirando atentamente a Iván Fiodorovitch—, no he leído su artículo, pero he oído hablar de él.

El padre bibliotecario continuó:

—Este señor enfoca la cuestión desde un punto de vista interesantísimo. Al parecer, rechaza la separación de la Iglesia y el Estado en este terreno.

—Muy interesante, en efecto —dijo el staretsa Iván Fiodorovitch—. ¿Pero con qué argumentos defiende usted su opinión?



Iván Fiodorovitch le respondió no con un aire altanero y pedante, como el que Aliocha recordaba haberle oído emplear el mismo día anterior, sino con un tono modesto, discreto, franco.

—Yo parto del principio de que esta confusión de los elementos esenciales de la Iglesia y el Estado, considerados separadamente, subsistirá siempre, aunque afecte a algo irrealizable, ya que descansa sobre una mentira. Un compromiso entre la Iglesia y el Estado en ciertas cuestiones, como la justicia, por ejemplo, es, a mi juicio, completamente imposible. El sacerdote al que respondo en mi artículo sostiene que la Iglesia ocupa en el Estado un puesto determinado, definido. Yo le contesto que la Iglesia lejos de ocupar simplemente un lugar en el Estado, debe absorber al Estado enteramente y que, si esto hoy es imposible, por lo menos debería ser el objetivo principal del desenvolvimiento de la sociedad cristiana.

—Eso es perfectamente justo —declaró con voz enérgica y nerviosa el padre Paisius, religioso erudito y taciturno.

—Eso es ultramontanismo puro —exclamó Miusov, poniendo una pierna sobre la otra con un movimiento de impaciencia.

—No hay montes en nuestro país —dijo el padre José dirigiéndose al starets—. Este señor refuta los principios fundamentales de su adversario, que, cosa digna de mención, es un eclesiástico. He aquí esos principios. Primero: «Ninguna asociación pública puede ni debe atribuirse el poder ni disponer de los derechos civiles y políticos de sus miembros.» Segundo: «El poder en materia civil y criminal no debe pertenecer a la Iglesia, pues es incompatible con su naturaleza de institución divina y agrupación que persigue un fin religioso.» Y tercero: «La Iglesia no es un reino de este mundo.»

—Todo esto es un juego de palabras indigno de un eclesiástico —dijo el padre Paisius sin poderse contener—. He leído la obra que usted refuta —añadió volviéndose hacia Iván Fiodorovitch—, y quedé sorprendido ante la afirmación de ese sacerdote de que la Iglesia no es un reino de este mundo. Si no fuera de este mundo, no podría existir en la tierra. En el santo Evangelio, la expresión «no de este mundo» está empleada en otro sentido. No se debe jugar con estas palabras. Nuestro Señor Jesucristo vino precisamente a fundar la Iglesia en la tierra. El reino de los cielos no es, desde luego, un reino de este mundo, pero en el cielo sólo se entra por medio de la Iglesia, que está fundada en la tierra. Por lo tanto, los juegos de palabras sobre estas cuestiones son inadmisibles e indignos. La Iglesia es verdaderamente un reino. Su destino es reinar. Y, al fin, este reino se extenderá por todo el universo: así se nos ha prometido.

Se detuvo de pronto, como conteniéndose. Iván Fiodorovitch, después de haberle escuchado atenta y cortésmente y con toda calma, continuó, dirigiéndose al starets, en el mismo tono sencillo de antes:

—La idea esencial de mi artículo es que el cristianismo, en los tres primeros siglos de su existencia, se condujo en el mundo como una Iglesia y, en realidad, no fue otra cosa. Cuando el Estado romano pagano adoptó el cristianismo, se incorporó a la Iglesia, pero siguió siendo un Estado pagano en multitud de atribuciones. En el fondo, esto era inevitable. El Estado romano había heredado demasiadas cosas de la civilización y la sagacidad paganas, entre ellas las bases y los fines mismos del Estado. Era evidente que la Iglesia de Cristo, al introducirse en el Estado, no podía suprimir nada de sus propias bases, de la piedra sobre la cual descansaba: tenía que ir hacia sus fines, firmemente señalados y establecidos por Jesucristo. Uno de estos fines era convertir en Iglesia, regenerándola, el mundo entero y, en consecuencia, el Estado pagano antiguo. De este modo, y atendiendo a sus planes para el futuro, la Iglesia no debe buscar un puesto determinado en el Estado, como «toda asociación pública» o como «una agrupación que persigue fines religiosos», para emplear los mismos términos del autor cuyas ideas refuto, sino que todo el Estado terrestre debería convertirse en Iglesia o, por lo menos, renunciar a todos sus fines incompatibles con los de la Iglesia. Esto no humilla, no reduce el honor ni la gloria de ningún gran Estado, ni tampoco la gloria de sus gobernantes, sino que los lleva a dejar el falso camino, todavía pagano y erróneo, y seguir el camino justo, el único que conduce a fines eternos. Por eso el autor del libro sobre las Bases de la justicia eclesiásticahubiera procedido certeramente si, al exponer y proponer estas bases, las hubiera considerado únicamente como un compromiso provisional, todavía necesario en nuestra época pecadora e imperfecta. Pero desde el momento en que el autor osa declarar que las bases que propone, alguna de las cuales acaba de enumerar el padre José, son primordiales, inquebrantables, permanentes, se opone al destino santo e inmutable de la Iglesia. Esto es lo que expongo en mi artículo.

—Dicho de otro modo —continuó el padre Paisius, recalcando las palabras—, que ciertas teorías que no se han abierto paso hasta nuestro siglo diecinueve, afirman que la Iglesia debe convertirse, regenerándose, en Estado, pasar de una posición inferior a otra superior, dejándose absorber por él, después de haber cedido a la ciencia, al espíritu de la época, a la civilización. Si se niega a esto, sólo tendrá un papel insignificante y fiscalizado dentro del Estado, que es lo que ocurre en la Europa de nuestros días. Por el contrario, según las concepciones y las esperanzas rusas, no es la Iglesia la que debe transformarse en Estado, pasando de un plano inferior a otro superior, sino que es el Estado el que debe mostrarse digno de ser únicamente una Iglesia y nada más que una Iglesia. ¡Así sea! ¡Así sea!