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- Me doy cuenta. Creo que estaríais mejor en la República -dijo Robert Jordan.
- No. Prefiero Gredos.
- Piénsalo bien.
- Háblale ahora -dijo Pablo-. No tenemos mucho tiempo. Siento lo que te ha pasado, inglés.
- Puesto que me ha pasado -dijo Jordan-, no hablemos más. Pero piénsalo bien. Tienes mucha cabeza. Tienes que utilizarla.
- ¿Y por qué no iba a utilizarla? -preguntó Pablo-. Ahora, habla de prisa, inglés; no tenemos tiempo.
Pablo se fue junto a un árbol y se puso a vigilar la cuesta, el otro lado de la carretera y el desfiladero. Miró también el caballo gris que había en la cuesta con una expresión de verdadero disgusto. Pilar y María estaban cerca de Robert Jordan, que se encontraba sentado contra el tronco de un árbol.
- Córtame el pantalón por aquí, ¿quieres? -dijo Jordan a Pilar. María, acurrucada junto a él, no hablaba. El sol le brillaba en los cabellos y hacía pucheros, como un niño que va a llorar. Pero no lloraba.
Pilar cogió el cuchillo y cortó la pernera del pantalón de arriba abajo, a partir del bolsillo izquierdo. Robert Jordan separó la tela con las manos y se miró la cadera. Quince centímetros por encima se veía una hinchazón puntiaguda y rojiza en forma de cono, y al palparla con los dedos sintió el hueso de la cadera roto bajo la piel. Su pierna extendida formaba un ángulo extraño. Levantó los ojos hacia Pilar. Había en su rostro una expresión parecida a la de María.
- Anda -le dijo-. Vete.
Pilar se alejó con la cabeza baja, sin decir nada, sin mirar hacia atrás y Robert Jordan vio que sus hombros se estremecían.
- Guapa -dijo a María, cogiéndole las manos entre las suyas-. Oye. Ya no iremos a Madrid.
Entonces, ella se puso a llorar.
- No, guapa; no llores. Escucha. No iremos a Madrid ahora; pero iré contigo a todas partes adonde vayas. ¿Comprendes?
Ella no dijo nada. Apoyó la cabeza contra la mejilla de Robert Jordan y le echó los brazos al cuello.
- Oye bien, conejito -dijo-, lo que voy a decirte. -Sabía que era preciso darse prisa y estaba sudando y transpiraba abundantemente; pero era menester que las cosas fueran dichas y comprendidas.- Tú te vas ahora, conejito, pero yo voy contigo. Mientras viva uno de nosotros, viviremos los dos. ¿Lo comprendes?
- No. Me quedo contigo.
- No, conejito. Lo que hago ahora, tengo que hacerlo solo. No podría hacerlo contigo. ¿Te das cuenta? Cualquiera que sea el que se quede, es como si nos quedáramos los dos.
- Yo quiero quedarme contigo.
- No, conejito, oye. Esto no podemos hacerlo juntos. Cada cual tiene que hacerlo a solas. Pero si te vas, yo me voy contigo. De esa manera, yo me iré también. Tú te vas ahora; sé que te irás. Porque eres buena y cariñosa. Te vas ahora para que nos vayamos los dos.
- Pero es más fácil si me quedo contigo -dijo ella-. Es más fácil para mí.
- Sí, pero hazme el favor de irte. Hazlo por mí; porque puedes hacerlo.
- Pero ¿no lo entiendes, Roberto? ¿Y yo? Es peor para mí el irme.
- Claro que sí -dijo él-; es más difícil para ti. Pero yo soy tú ahora.
Ella no dijo nada.
Jordan la miró. Estaba sudando de una manera tremenda. Hizo un esfuerzo para hablar, deseando convencerla de una manera más intensa de lo que había deseado nunca en su vida.
- Ahora te irás como si fuéramos los dos -dijo-; no hay que ser egoísta, conejito, tienes que hacer lo que debes.
Ella negó con la cabeza.
- Tú eres yo -siguió él-; tienes que darte cuenta, conejito. Conejito, escucha. Es verdad. Me voy contigo. Te lo juro.
Ella no dijo nada.
- ¿No lo comprendes? -preguntó-. Ahora veo que lo comprendes. Ahora vas a marcharte. Bien. Ahora te vas. Ahora has dicho que te ibas. -Ella no había dicho nada.- Ahora te voy a dar las gracias por irte. Vete dulcemente y en seguida. Vete en seguida, para que nos vayamos los dos en ti. Ponme la mano aquí. La cabeza ahora. No, aquí. Muy bien. Ahora yo pondré mi mano aquí. Está muy bien. ¡Qué buena eres! Ahora no pienses más. Ahora vas a hacer lo que debes. Ahora obedecerás. No a mí, sino a los dos. A mí, que estoy en ti. Ahora te irás por los dos. Así es. Nos vamos los dos contigo ahora. Es así. Te lo he prometido. Eres muy buena si te vas, muy buena.
Hizo una seña con la cabeza a Pablo, que le miraba desde detrás de un árbol, y Pablo se acercó. Pablo hizo un signo a Pilar con el pulgar.
- Iremos a Madrid otra vez, conejito -siguió él-. Es cierto. Ahora levántate y vete, y nos iremos los dos. Levántate. ¿No ves?
- No -dijo ella, y se agarró a su cuello.
Jordan hablaba con mucha calma, aunque con una gran autoridad.
- Levántate -dijo-. Tú eres yo ahora. Tú eres todo lo que quedará de mí desde ahora. Levántate.
Ella se levantó lentamente, llorando con la cabeza baja. Luego volvió a sentarse en seguida a su lado y se levantó de nuevo, muy lentamente, muy pesadamente, mientras Jordan decía:
- Levántate, guapa.
Pilar la sujetaba por los brazos, de pie, junto a ella.
- Vámonos -dijo Pilar-. ¿No necesitas nada, inglés? -le miró y movió la cabeza.
- No -dijo Jordan, y continuó hablando a María-. Nada de adioses, guapa; porque no nos separaremos. Espero que todo vaya bien en Gredos. Vete ahora mismo. Vete por las buenas.
- ¡No!
Siguió hablando tranquilamente, sensatamente, mientras Pilar arrastraba a la muchacha.
- No te vuelvas. Pon el pie en el estribo. Sí, el pie. Ayúdale-dijo a Pilar-. Levántala. Ponla en la montura.
Volvió la cabeza, empapado en sudor, y miró hacia la bajada de la cuesta y luego dirigió de nuevo la mirada al lugar donde la muchacha estaba montada en el caballo con Pilar a su lado y Pablo detrás.
- Ahora, vete -añadió-. Vete.
María fue a volver la cabeza.
- No mires hacia atrás -dijo Robert Jordan-. Vete.
Pablo golpeó al caballo en las ancas con una maniota y María intentó deslizarse de la montura, pero Pilar y Pablo cabalgaban junto a ella y Pilar la sostenía. Los tres caballos subieron por el sendero.
- Roberto -gritó María-; déjame contigo. Déjame que me quede.
- Estoy contigo -gritó Robert Jordan-. Estoy contigo ahora. Estamos los dos juntos. Vete.