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- Se llevó unas cuarenta libras -dijo el viejo en voz alta. “Se llevó también mi arpón y todo el cabo -pensó- y ahora mi pez sangra y vendrán otros tiburones.”

No le agradaba ya mirar al pez porque había sido mutilado. Cuando el pez había sido atacado fue como si lo hubiera sido él mismo.

“Pero he matado el tiburón que atacó a mi pez -pensó-. Y era el dentuso más grande que había visto jamás. Y bien sabe Dios que yo he visto dentusos grandes.”

“Era demasiado bueno para durar -pensó-. Ahora pienso que ojalá hubiera sido un sueño y que jamás hubiera pescado el pez y que me hallara solo en la cama sobre los periódicos.”

- Pero el hombre no está hecho para la derrota -dijo-. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.

“Pero siento haber matado al pez -pensó-. Ahora llega el mal momento y ni siquiera tengo el arpón. El dentuso es cruel y capaz y fuerte e inteligente. Pero yo fui más inteligente que él. Quizá no -pensó-. Acaso estuviera solamente mejor armado.”

- No pienses, viejo -dijo en voz alta-. Sigue tu rumbo y dale el pecho a la cosa cuando venga.

“Pero tengo que pensar -pensó-. Porque es lo único que me queda. Eso y el béisbol. Me pregunto qué le habría parecido al gran Di Maggio la forma en que le di en el cerebro. No fue gran cosa -pensó-. Cualquier hombre habría podido hacerlo. Pero ¿cree usted que mis manos hayan sido un inconveniente tan grande como las espuelas de hueso? No puedo saberlo. Jamás he tenido nada malo en el talón, salvo aquella vez en que la raya me lo pinchó cuando la pise nadando y me paralizó la parte inferior de la pierna causando un dolor insoportable.”

- Piensa en algo alegre, viejo -dijo-. Ahora cada minuto que pasa estás más cerca de la orilla. Tras haber perdido cuarenta libras navegaba más y más ligero.

Conocía perfectamente lo que pudiera suceder cuando llegara a la parte interior de la corriente. Pero ahora no había nada que hacer.

- Sí, cómo no -dijo en voz alta-. Puedo amarrar el cuchillo al cabo de uno de los remos.

Lo hizo así con la caña del timón bajo el brazo y la escota de la vela bajo el pie.

- Vaya -dijo-. Soy un viejo. Pero no estoy desarmado.

Ahora la brisa era fresca y navegaban bien. Vigilaba sólo la parte delantera del pez y empezó a recobrar parte de su esperanza.

“Es idiota no abrigar esperanzas -pensó-. Además, creo que es un pecado. No pienses en el pecado -pensó-. Hay bastantes problemas ahora sin el pecado. Además, yo no entiendo eso.”



“No lo entiendo y no estoy seguro de creer en el pecado. Quizás haya sido un pecado matar al pez. Supongo que sí, aunque lo hice para vivir y dar de comer a mucha gente. Pero entonces todo es pecado. No pienses en el pecado. Es demasiado tarde para eso y hay gente a la que se paga por hacerlo. Deja que ellos piensen en el pecado. Tú naciste para ser pescador y el pez nació para ser pez. San Pablo era pescador, lo mismo que el padre del gran Di Maggio.”

Pero le gustaba pensar en todas las cosas en que se hallaba envuelto, y puesto que no había nada que leer y no tenía un receptor de radio pensaba mucho y seguía pensando acerca del pecado. “No has matado el pez únicamente para vivir y vender para comer -pensó-. Lo mataste por orgullo y porque eres pescador. Lo amabas cuando estaba vivo y lo amabas después. Si lo amas, no es pecado matarlo. ¿O será más que pecado?” -Piensas demasiado, viejo -dijo en voz alta.

“Pero te gustó matar al dentuso -pensó-. Vive de los peces vivos, como tú. No es un animal que se alimente de carroñas, ni un simple apetito ambulante, como otros tiburones. Es hermoso y noble y no conoce el miedo.”

- Lo maté en defensa propia -dijo el viejo en voz alta-. Y lo maté bien.

“Además -pensó-, todo mata a lo demás en cierto modo. El pescar me mata a mí exactamente igual que me da la vida. El muchacho sostiene mi vida -pensó-. No debo hacerme demasiadas ilusiones.”

Se inclinó sobre la borda y arrancó un pedazo de la carne del pez donde lo había desgarrado el tiburón. La masticó y notó su buena calidad y su buen sabor. Era firme y jugosa como carne de res, pero no era roja. No tenía nervios y él sabía que en el mercado se pagaría al más alto precio. Pero no había manera de impedir que su aroma se extendiera por el agua y el viejo sabía que se acercaban muy malos momentos.

La brisa era firme. Había retrocedido un poco hacia el nordeste y el viejo sabía que eso significaba que no decaería. El viejo miró adelante, pero no se veía ninguna vela ni el casco ni el humo de ningún barco. Solo los peces voladores que se levantaban de su proa abriéndose hacia los lados y los parches amarillos de los sargazos. Ni siquiera se veía un pájaro. Había navegado durante dos horas, descansando en la popa y a veces masticando un pedazo de carne de la aguja, tratando de reposar para estar fuerte, cuando vio el primero de los dos tiburones.

- ¡Ay! -dijo en voz alta.

No hay equivalente para esta exclamación. Quizás sea tan sólo un ruido, como el que pueda emitir un hombre, involuntariamente, sintiendo los clavos atravesar sus manos y penetrar en la madera.

- Galanos -dijo en voz alta.

Había visto ahora la segunda aleta que venía detrás de la primera y los había identificado como los tiburones de hocico en forma de pala por la parda aleta triangular y los amplios movimientos de cola. Habían captado el rastro y estaban excitados y en la estupidez de su voracidad estaban perdiendo y recobrando el aroma. Pero se acercaban sin cesar.

El viejo amarró la escota y trancó la caña. Luego cogió el remo al que había ligado el cuchillo. Lo levantó lo más suavemente posible porque sus manos se rebelaron contra el dolor. Luego las abrió y cerró suavemente para despegarlas del remo. Las cerró con firmeza para que ahora aguantaran el dolor y no cedieran y clavó la vista en los tiburones que se acercaban. Podía ver sus anchas y aplastadas cabezas de punta de pala y sus anchas aletas pectorales de blanca punta. Eran unos tiburones odiosos, malolientes, comedores de carroñas, así como asesinos, y cuando tenían hambre eran capaces de morder un remo o un timón de barco. Eran esos tiburones los que cercenaban las patas de las tortugas cuando éstas nadaban dormidas en la superficie, y atacaban a un hombre en el agua si tenían hambre aun cuando el hombre no llevara encima sangre ni mucosidad de pez.

- ¡Ay! -dijo el viejo-. Galanos. ¡Vengan, galanos!

Vinieron. Pero no vinieron como había venido el Mako. Uno viró y se perdió de vista, abajo, y por la sacudida del bote el viejo sintió que el tiburón acometía al pez y le daba tirones. El otro miró al viejo con sus hendidos ojos amarillos y luego vino rápidamente con su medio círculo de mandíbula abierto para acometer al pez donde había sido ya mordido. Luego apareció claramente la línea en la cima de su cabeza parda y más atrás donde el cerebro se unía a la espina dorsal y el viejo clavó el cuchillo que había amarrado al remo en la articulación. Lo retiró, lo clavó de nuevo en los amarillos ojos felinos del tiburón. El tiburón soltó el pez y se deslizó hacia abajo tragando lo que había cogido mientras moría.