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En ese círculo pudo el viejo ver el ojo del pez y las dos rémoras grises que nadaban en torno a él. A veces se adherían a él. A veces salían disparadas. A veces nadaban tranquilamente a su sombra. Cada una tenía más de tres pies de largo, y cuando nadaban rápidamente meneaban todo su cuerpo como anguilas.

El viejo estaba ahora sudando, pero por algo más que por el sol. En cada vuelta que daba plácida y tranquilamente el pez, el viejo iba ganando sedal y estaba seguro de que en dos vueltas más tendría ocasión de clavarle el arpón.

“Pero tengo que acercarlo, acercarlo, acercarlo -pensó-. No debo apuntar a la cabeza. Tengo que metérselo en el corazón.”

- Calma y fuerza, viejo -dijo.

En la vuelta siguiente el lomo del pez salió del agua, pero estaba demasiado lejos del bote. En la vuelta siguiente estaba todavía demasiado lejos, pero sobresalía más del agua y el viejo estaba seguro de que cobrando un poco más de sedal habría podido arrimarlo al bote.

Había preparado su arpón mucho antes y su rollo de cabo ligero estaba en una cesta redonda, y el extremo estaba amarrado a la bita en la proa.

Ahora el pez se estaba acercando, bello y tranquilo, a la mirada y sin mover más que su gran cola. El viejo tiró de él todo lo que pudo para acercarlo más. Por un instante el pez se viró un poco sobre un costado. Luego se enderezó y emprendió otra vuelta.

- Lo moví -dijo el viejo-. Esta vez lo moví.

Sintió nuevamente un vahído, pero siguió aplicando toda la presión de que era capaz al gran pez. “Lo he movido -pensó-. Quizás esta vez pueda virarlo. Tirad, manos -pensó-. Aguantad firmes, piernas. No me falles, cabeza. No me falles. Nunca te has dejado llevar. Esta vez voy a virarlo.”

Pero cuando puso en ello todo su esfuerzo empezando a bastante distancia antes de que el pez se pusiera a lo largo del bote y tirando con todas sus fuerzas, el pez se viró en parte y luego se enderezó y se alejó nadando.

- Pez -dijo el viejo-. Pez, vas a tener que morir de todos modos. ¿Tienes que matarme también a mí?

“De ese modo no se consigue nada”, pensó. Su boca estaba demasiado seca para hablar, pero ahora no podía alcanzar el agua. “Esta vez tengo que arrimarlo -

pensó-. No estoy para muchas vueltas más. Si, cómo no -se dijo a sí mismo-. Estás para eso y mucho más.”

En la siguiente vuelta estuvo a punto de vencerlo. Pero de nuevo el pez se enderezó y salió nadando lentamente.

“Me estás matando, pez -pensó el viejo-. Pero tienes derecho. Hermano, jamás en mi vida he visto cosa más grande, ni más hermosa, ni más tranquila, ni más noble que tú. Vamos, ven a matarme. No me importa quién mate a quién.”

“Ahora se está confundiendo la mente -pensó-. Tienes que mantener tu cabeza despejada. Mantén tu cabeza despejada y aprende a sufrir como un hombre. O como un pez”, pensó.

- Despéjate, cabeza -dijo en una voz que apenas podía oír-. Despéjate.

Dos veces más ocurrió lo mismo en las vueltas.



“No sé -pensó el viejo. Cada vez se había sentido a punto de desfallecer-. No sé. Pero probaré otra vez.”

Probó una vez más y se sintió desfallecer cuando viró el pez. El pez se enderezó y salió nadando de nuevo lentamente, meneando en el aire su gran cola.

“Probaré de nuevo”, prometió el viejo, aunque sus manos estaban ahora pulposas y sólo podía ver bien a intervalos.

Probó de nuevo y fue lo mismo. “Vaya -pensó, y se sintió desfallecer antes de empezar-. Voy a probar otra vez.”

Cogió todo su dolor y lo que quedaba de su fuerza y del orgullo que había perdido hacía mucho tiempo y lo enfrentó a la agonía del pez. Y este se viró sobre su costado y nadó suavemente de costado, tocando casi con el pico la tablazón del bote y empezó a pasarlo: largo, espeso, ancho, plateado y listado de púrpura e interminable en el agua.

El viejo soltó el sedal y puso su pie sobre él y levantó el arpón tan alto como pudo y lo lanzó hacia abajo con toda su fuerza, y más fuerza que acababa de crear, al costado del pez, justamente detrás de la gran aleta pectoral que se elevaba en el aire, a la altura del pecho de un hombre. Sintió que el hierro penetraba en el pez y se inclinó sobre él y lo forzó a penetrar más, y luego le echó encima todo su peso.

Luego, el pez cobró vida, con la muerte en la entraña, y se levantó del agua, mostrando toda su gran longitud y anchura y todo su poder y su belleza. Pareció flotar en el aire sobre el viejo que estaba en el bote. Luego cayó en el agua con un estampido que arrojó un reguero de agua sobre el viejo y sobre todo el bote.

El viejo se sentía desfallecer y estaba mareado y no veía bien. Pero soltó el sedal del arpón y lo dejo correr lentamente entre sus manos en carne viva, y cuando pudo ver, vio que el pez estaba de espalda, con su plateado vientre hacia arriba. El mango del arpón se proyectaba en ángulo desde el hombro del pez y el mar se estaba tiñendo de la sangre roja de su corazón. Primero era oscura como un bajío en el agua azul que tenía más de una milla de profundidad. Luego se distendió como una nube. El pez era plateado y estaba quieto y flotaba movido por las olas.

El viejo miró con atención en el intervalo de vista que tenía. Luego dio dos vueltas con el sedal del arpón a la bita de la proa y se sujetó la cabeza con las manos.

- Tengo que mantener clara la mente -dijo contra la madera de la proa-. Soy un hombre viejo y cansado. Pero he matado a este pez que es mi hermano y ahora tengo que terminar la faena.

“Ahora tengo que preparar los lazos y la cuerda para amarrarlo al costado -

pensó-. Aun cuando fuéramos dos y anegáramos el bote para cargar el pez y achicáramos luego el bote no podría jamás con él. Tengo que prepararlo todo y luego arrimarlo y amarrarlo bien y encajar el mástil y largar vela de regreso.”

Empezó a tirar del pez para ponerlo a lo largo del costado, de modo que pudiera pasar un sedal por sus agallas, sacarlo por la boca y amarrar su cabeza al costado de proa. “Quiero verlo -pensó-, y tocarlo, y palparlo. Creo que sentí el contacto con su corazón -pensó-. Cuando empujé el mango del arpón la segunda vez. Acercarlo ahora y amarrarlo, y echarle el lazo a la cola y otro por el centro, y ligarlo al bote.” -Ponte a trabajar, viejo -dijo. Tomó un trago muy pequeño de agua-. Hay mucha faena que hacer ahora que la pelea ha terminado.

Alzó la vista al cielo y luego la tendió hacia su pez. Miró al sol con detenimiento. “No debe ser mucho más de mediodía -pensó-. Y la brisa se está levantando. Los sedales no significan nada ya. El muchacho y yo los empalmaremos cuando lleguemos a casa.”

- Vamos pescado, ven acá -dijo. Pero el pez no venía. Seguía allí, flotando en el mar, y el viejo llevó el bote hasta él.

Cuando estuvo a su nivel y tuvo la cabeza del pez contra la proa no pudo creer que fuera tan grande. Pero soltó de la bita la soga del arpón, la pasó por las agallas del pez y la sacó por sus mandíbulas. Dio una vuelta con ella a la espalda y luego la pasó a través de la otra agalla. Dio otra vuelta al pico y anudó la doble cuerda y la sujetó a la bita de proa. Cortó entonces el cabo y se fue a popa a enlazar la cola. El pez se había vuelto plateado (originalmente era violáceo y plateado) y las franjas eran del mismo color violáceo pálido de su cola. Eran más anchas que la mano de un hombre con los dedos abiertos y los ojos del pez parecían tan neutros como los espejos de un periscopio o un santo en una procesión.