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Miró al cielo y vio la formación de los blancos cúmulos, como sabrosas pilas de mantecado, y más arriba se veían las tenues plumas de los cirros contra el alto de septiembre.

- Brisa ligera -dijo-. Mejor tiempo para mí que para ti, pez.

Su mano izquierda estaba todavía presa del calambre, pero la iba soltando poco a poco.

“Detesto el calambre, pensó. Es una traición del propio cuerpo. Es humillante ante los demás tener diarrea producida por envenenamiento de ptomaínas o vomitar por lo mismo. Pero el calambre lo humilla a uno, especialmente cuando está solo.”

“Si el muchacho estuviera aquí podría frotarme la mano y soltarla, desde el antebrazo -pensó-. Pero ya se soltará.”

Luego palpó con la mano derecha para conocer la diferencia de tensión en el sedal; después vio que el sesgo cambiaba en el agua. Seguidamente, al inclinarse contra el sedal y golpear fuerte con la mano izquierda contra el muslo, vio que cobraba un lento sesgo ascendente.

- Está subiendo -dijo-. Vamos, mano. Ven, te lo pido.

El sedal se alzaba lenta y continuadamente. Luego la superficie del mar se combó delante del bote y salió el pez. Surgió interminablemente y manaba agua por sus costados. Brillaba al sol y su cabeza y lomo eran de un púrpura oscuro y al sol las franjas de sus costados lucían anchas y de un tenue color azul rojizo. Su espada era tan larga como un palo de béisbol, yendo de mayor a menor como un estoque. El pez apareció sobre el agua en toda su longitud y luego volvió a entrar en ella dulcemente, como un buzo, y el viejo vio la gran hoja de guadaña de su cola sumergiéndose y el sedal comenzó a correr velozmente.

- Es dos pies más largo que el bote -dijo el viejo.

El sedal seguía corriendo veloz pero gradualmente y el pez no tenía pánico. El viejo trataba de mantener con ambas manos el sedal a la mayor tensión posible sin que se rompiera. Sabía que si no podía demorar al pez con una presión continuada, el pez podía llevarse todo el sedal y romperlo.

“Es un gran pez y tengo que convencerlo -pensó-. No debo permitirle jamás que se dé cuenta de su fuerza ni de lo que podría hacer si rompiera a correr. Si yo fuera él echaría ahora toda la fuerza y seguiría hasta que algo se rompiera. Pero, a Dios gracias, los peces no son tan inteligentes como los que los matamos, aunque son más nobles y más hábiles.”

El viejo había visto muchos peces grandes. Había visto muchos que pesaban más de mil libras y había cogido dos de aquel tamaño en su vida, pero nunca solo. Ahora, solo, y fuera de la vista de tierra, estaba sujeto al más grande pez que había visto jamás, más grande que cuantos conocía de oídas, y su mano izquierda estaba todavía tan rígida como las garras convulsas de un águila.

“Pero ya se soltará -pensó-. Con seguridad que se le quitará el calambre para que pueda ayudar a la mano derecha. Tres cosas se pueden considerar hermanas: el pez y mis dos manos. Tiene que quitársele el calambre.” El pez había aminorado de nuevo su velocidad y seguía a su ritmo habitual.

“Me pregunto por qué habrá salido a la superficie -pensó el viejo-. Brincó para mostrarme lo grande que era. Ahora ya lo sé -pensó-. Me gustaría demostrarle que clase de hombre soy. Pero entonces vería la mano con calambre. Que piense que soy más hombre de lo que soy, y lo seré. Quisiera ser el pez -pensó- con todo lo que tiene frente a mi voluntad y mi inteligencia solamente.”

Se acomodó confortablemente contra la madera y aceptó sin protestar su sufrimiento. Y el pez seguía nadando sin cesar y el bote se movía lentamente sobre el agua oscura. Se estaba levantando un poco de oleaje con el viento que venía del este y a mediodía la mano izquierda del viejo estaba libre del calambre.

- Malas noticias para ti, pez -dijo, y movió el sedal sobre los sacos que cubrían sus hombros.

Estaba cómodo, pero sufría, aunque era incapaz de confesar su sufrimiento.



- No soy religioso -dijo-. Pero rezaría diez padrenuestros y diez avemarías por pescar este pez y prometo hacer una peregrinación a la Virgen del Cobre si lo pesco. Lo prometo.

Comenzó a decir sus oraciones mecánicamente. A veces se sentía tan cansado que no recordaba la oración, pero luego las decía rápidamente, para que salieran automáticamente. Las avemarías son más fáciles de decir que los padrenuestros, pensó.

- Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Luego añadió:

- Virgen bendita, ruega por la muerte de este pez. Aunque es tan maravilloso.

Dichas sus oraciones y sintiéndose mejor, pero sufriendo igualmente, y acaso un poco más, se inclinó contra la madera de proa y empezó a activar mecánicamente los dedos de su mano izquierda.

El sol calentaba fuera ahora, aunque se estaba levantando ligeramente la brisa.

- Será mejor que vuelva a poner cebo al sedal de popa -dijo-. Si el pez decide quedarse otra noche necesitaré comer de nuevo y queda poca agua en la botella. No creo que pueda conseguir aquí más que un dorado. Pero si lo como bastante fresco no será malo. Me gustaría que viniera a bordo esta noche un pez volador. Pero no tengo luz para atraerlo. Un pez volador es excelente para comerlo crudo y no tendría que limpiarlo. Tengo que ahorrar ahora toda mi fuerza. ¡Cristo! ¡No sabía que fuera tan grande!

- Sin embargo lo matare -dijo-. Con toda su gloria y su grandeza.

“Aunque es injusto -pensó-. Pero le demostraré lo que puede hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar.”

- Ya le dije al muchacho que yo era un hombre extraño -dijo-. Ahora es la hora de demostrarlo.

El millar de veces que lo había demostrado no significaba nada. Ahora lo estaba probando de nuevo. Cada vez era una nueva circunstancia y cuando lo hacía no pensaba jamás en el pasado.

“Me gustaría que se durmiera y poder dormir yo y soñar con los leones -pensó. ¿Por qué, de lo que queda, serán los leones lo principal? No pienses, viejo -se dijo-. Reposa dulcemente contra la madera y no pienses en nada. El pez trabaja. Trabaja tú lo menos que puedas.”

Estaba ya entrada la tarde y el bote todavía se movía lenta y seguidamente. Pero la brisa del este contribuía ahora a la resistencia del bote y el viejo navegaba suavemente con el leve oleaje y el escozor del sedal en la espalda le era leve y llevadero.

Una vez, en la tarde, el sedal empezó a alzarse de nuevo. Pero el pez siguió nadando a un nivel ligeramente más alto. El sol le daba ahora en el brazo y el hombro izquierdos y en la espalda. Por eso sabía que el pez había virado al nordeste.

Ahora que lo había visto una vez, podía imaginárselo nadando en el agua con sus purpurinas aletas pectorales desplegadas como alas y la gran cola erecta tajando la tiniebla. “Me pregunto cómo podrá ver a esa profundidad -pensó-. Sus ojos son enormes, y un caballo, con mucho menos ojo, puede ver en la oscuridad. En otro tiempo yo veía perfectamente en la oscuridad. No en la tiniebla completa, pero casi como los gatos.”