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—Está —respondió Baya de Oro—, pero quizá los huéspedes no lo estén.

Tom golpeó las manos y gritó: —¡Tom, Tom! ¡Tus huéspedes están cansados y tú casi lo olvidaste! ¡Venid mis alegres amigos, y Tom os refrescará! Os limpiaréis las manos sucias y os lavaréis las caras cansadas. Fuera esos abrigos embarrados. Peinad esas melenas enmarañadas.

Abrió la puerta, y los hobbits lo siguieron por un corto pasadizo que doblaba a la derecha. Llegaron así a una habitación baja, de techo inclinado (un cobertizo, parecía, añadido al ala norte de la casa). Los muros eran de piedra, cubiertos en su mayor parte con esteras verdes y cortinas amarillas. El suelo era de losa, y encima habían puesto unos juncos verdes. A un lado, tendidos en el piso, había cuatro gruesos colchones recubiertos con mantas blancas. Contra el muro opuesto un banco largo sostenía unas cubetas de barro, y al lado se alineaban unas vasijas oscuras llenas de agua; algunas con agua fría y otras con agua caliente. Unas chinelas verdes esperaban junto a cada cama.

Al cabo de un rato, lavados y refrescados, los hobbits se sentaron a la mesa, dos a cada lado, y en los extremos Baya de Oro y el Señor. Fue una comida larga y alegre. No faltó nada, aunque los hobbits comieron como sólo pueden comer unos hobbits famélicos. La bebida que en los tazones parecía ser simple agua fresca, se les subió a los corazones como vino y les desató las lenguas. Los invitados advirtieron de pronto que estaban cantando alegremente, como si eso fuera más fácil y natural que hablar.

Luego, Tom y Baya de Oro se levantaron y limpiaron rápidamente la mesa. Ordenaron a los huéspedes que se quedaran quietos, y los instalaron en sillas, los pies apoyados en un escabel. Un fuego llameaba ante ellos en la vasta chimenea, con un olor dulce, como madera de manzano. Cuando todo estuvo en orden, apagaron las luces de la habitación excepto una lámpara y un par de velas en los extremos de la chimenea. Baya de Oro se les acercó entonces con una vela en la mano y les deseó a cada uno una buena noche y un sueño profundo.

—Tened paz ahora —dijo—, ¡hasta la mañana! No prestéis atención a ningún ruido nocturno. Pues nada entra aquí por puertas y ventanas salvo el claro de luna, la luz de las estrellas y el viento que viene de las cumbres. ¡Buenas noches!

Baya de Oro dejó la habitación con un centelleo y un susurro, y sus pasos se alejaron como un arroyo que desciende dulcemente de una colina sobre piedras frescas en la quietud de la noche.

Tom se sentó en silencio mientras los hobbits titubeaban pensando en las preguntas que no se habían animado a hacer durante la cena. El sueño les pesaba en los párpados. Por último Frodo habló: —¿Oísteis mi llamada, Señor, o llegasteis a nosotros sólo por casualidad?

Tom se movió como un hombre al que sacan de un sueño agradable.

—¿Eh? ¿Qué? —dijo—. ¿Si oí tu llamada? No, no oí nada, estaba ocupado cantando. Fue la casualidad lo que me llevó allí, si quieres llamarlo casualidad. No estaba en mis planes, aunque os estaba esperando. Habíamos oído hablar de vosotros, y sabíamos que andabais por el Bosque, y que no tardaríais en llegar a orillas del río. Todos los senderos vienen hacia aquí, hacia el Tornasauce. El viejo Hombre-Sauce gris es un cantor poderoso, y la gente pequeña escapa difícilmente de sus arteros laberintos. Pero Tom tenía que cumplir allí una misión, y él no se hubiera atrevido a oponerse.

Tom cabeceó como luchando contra el sueño, pero continuó con una dulce voz:

Yo tenía allí una misión: recoger lirios de agua,

hojas verdes y lirios blancos para complacer a mi hermosa dama,

los últimos del año, y preservarlos así del invierno,

para que florezcan a sus pies antes que las nieves se fundan.

Todos los años al fin del verano los busco para ella,

en una laguna profunda y clara, lejos bajando por el río;

allí se abren los primeros en primavera y allí duran más.





Junto a esa laguna encontré hace tiempo a la Hija del Río,

la hermosa y joven Baya de Oro, sentada entre los juncos,

cantando dulcemente, y el corazón le golpeaba.

Tom abrió los ojos y miró a los hobbits con un repentino centelleo azul.

Y esto fue bueno para vosotros, pues ahora no volveré

a descender a lo largo de las aguas del bosque,

mientras el año sea viejo, Ni pasaré otra vez

junto a la casa del viejo Hombre-Sauce

antes de la gozosa primavera, cuando la Hija del Río

baje bailando entre los mimbres a bañarse en el agua.

Tom calló de nuevo, pero Frodo no pudo dejar de hacer otra pregunta, aquella de la que más deseaba una respuesta.

—Habladnos, Señor —dijo—, del Hombre-Sauce. ¿Qué es? Nunca oí nada de él.

—¡No, no! —dijeron juntos Merry y Pippin, enderezándose bruscamente—. ¡No ahora! ¡No hasta la mañana!

—¡Tenéis razón! —dijo el viejo—. Es tiempo de descansar. No es bueno hablar de ciertas cosas cuando las sombras reinan en el mundo. Dormid hasta que amanezca, reposad la cabeza en las almohadas. ¡No prestéis atención a ningún ruido nocturno! ¡No temáis al sauce gris!

Y diciendo esto bajó la lámpara y la apagó con un soplido, y tomando una vela en cada mano llevó a los hobbits fuera de la habitación.

Los colchones y las almohadas tenían la dulzura de la pluma y las coberturas eran de lana blanca. Acababan de tenderse en los lechos blandos y de acomodarse las mantas cuando se quedaron dormidos.

En la noche profunda, Frodo tuvo un sueño sin luz. Luego vio que se elevaba la luna nueva, y a la tenue claridad apareció ante él un muro de piedra oscura, atravesado por un arco sombrío parecido a una gran puerta. Le pareció a Frodo que lo llevaban por el aire, y vio entonces que la pared era un círculo de lomas que encerraban una planicie, en el centro se elevaba un pináculo de piedra, semejante a una torre, pero no hecha con las manos. En la cima había una forma humana. La luna subió y durante un momento pareció estar suspendida sobre la cabeza de la figura, reflejándose en los cabellos blancos, movidos por el viento. De la planicie en tinieblas se levantó un clamor de voces feroces, y el aullido de muchos lobos. De pronto una sombra, como grandes alas, pasó delante de la luna. La figura alzó los brazos, y del bastón que tenía en la mano brotó una luz. Un águila enorme bajó entonces del cielo y se llevó a la figura. Las voces gimieron y los lobos aullaron. Hubo un ruido como si soplara un viento huracanado, y con él llegó el sonido de unos cascos que galopaban, galopaban, galopaban desde el este. «¡Los Jinetes Negros!», pensó Frodo despertando y con el golpeteo de los cascos resonándole aún en la cabeza. Se preguntó si tendría alguna vez el coraje de dejar la seguridad de esos muros de piedra. Se quedó quieto, escuchando todavía, pero todo estaba en silencio ahora, y al fin se volvió y se durmió otra vez, o se perdió en un sueño que no le dejó ningún recuerdo.