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—No serviría de nada que comenzáramos a zigzaguear —dijo Frodo—. No arreglaría las cosas. Sigamos como hasta ahora. No estoy seguro de querer salir a campo abierto todavía.

Recorrieron otro par de millas. Luego el sol brilló de nuevo entre desgarrones de nubes y la lluvia decreció. Ya había pasado el mediodía y sintieron que era hora de almorzar. Se detuvieron bajo un olmo de follaje amarillo, pero todavía espeso. El suelo estaba allí seco y abrigado. Cuando empezaron a preparar la comida, advirtieron que los Elfos les habían llenado las botellas con una bebida clara, de color dorado pálido; tenía la fragancia de una miel de muchas flores, y era maravillosamente refrescante. Pronto comenzaron a reír, burlándose de la lluvia y de los Jinetes Negros. Sentían que pronto dejarían atrás las últimas millas.

Frodo se recostó en el tronco de un árbol, y cerró los ojos. Sam y Pippin se sentaron cerca y se pusieron a tararear y luego a cantar suavemente:

¡Ho! ¡Ho! ¡Ho! A la botella acudo

para curar el corazón y ahogar las penas.

La lluvia puede caer, el viento puede soplar

y aún tengo que recorrer muchas millas,

pero me acostaré al pie de un árbol alto

y dejaré que las nubes naveguen en el cielo.

¡Ho! ¡Ho! ¡Ho!—volvieron a cantar, esta vez más fuerte. De pronto se interrumpieron. Frodo se incorporó de un salto. El viento traía un lamento prolongado, como el llanto de una criatura solitaria y diabólica. El grito subió y bajó, terminando en una nota muy aguda. Se quedaron como estaban, sentados o de pie, paralizados de pronto, y oyeron otro grito más apagado y lejano, pero no menos estremecedor. Luego hubo un silencio, sólo quebrado por el sonido del viento en las hojas.

—¿Qué crees que fue? —preguntó por fin Pippin, tratando de parecer despreocupado, pero temblando un poco—. Si era un pájaro, no lo oí nunca en la Comarca.

—No era pájaro ni bestia —dijo Frodo—. Era una llamada o una señal, pues en ese grito había palabras que no pude entender. Ningún hobbit tiene una voz semejante.

No dijeron nada más. Todos pensaban en los Jinetes Negros, aunque ninguno los mencionó. No sabían ahora si quedarse o continuar; pero, tarde o temprano, tendrían que cruzar el campo abierto hacia Balsadera. Era preferible hacerlo cuanto antes, a la luz del día. Instantes más tarde ya habían cargado otra vez los bultos, y echaban a andar.

Poco después el bosque terminó de pronto. Unas tierras anchas y cubiertas de pastos se extendían ante ellos. Comprobaron entonces que se habían desviado, en efecto, demasiado hacia el sur. A lo lejos, dominando la llanura, podían entrever la colina baja de Gamoburgo, del otro lado del río, que ahora estaba a la izquierda. Se arrastraron con muchas precauciones fuera de la arboleda, y atravesaron el claro lo más rápido posible.

Al principio estaban asustados, fuera del abrigo del bosque. Lejos, detrás de ellos, se alzaba el sitio donde habían desayunado. Frodo casi esperaba ver allá arriba la figura pequeña y distante de un jinete, recortada contra el cielo, pero no descubrió nada. El sol, escapando de las nubes desgarradas mientras descendía a las lomas que habían dejado atrás, brillaba de nuevo. Pronto perdieron el miedo, aunque todavía se sentían intranquilos. El paisaje era cada vez más ordenado y doméstico. Llegaron así a praderas y campos bien cuidados, en los que había cercos, portones y zanjas de desagüe. Todo parecía tranquilo y apacible, como un rincón cualquiera de la Comarca. A cada paso iban sintiéndose más animados. La línea del Río se acercaba, y los Jinetes Negros comenzaban a parecerles fantasmas de los bosques, muy lejanos ahora.





Bordearon un enorme campo de nabos y llegaron a la puerta de un cercado; más allá, entre setos bien cuidados y de poca altura, corría una senda hacia un distante grupo de árboles. Pippin se detuvo.

—¡Conozco estos campos y esta puerta! —dijo—. Estamos en Bam, las tierras del viejo granjero Maggot. Mirad la granja, allá entre los árboles.

—¡Dificultad tras dificultad! —dijo Frodo; parecía casi tan asustado como si Pippin le hubiese dicho que la senda llevaba a la guarida de un dragón. Los otros lo miraron con sorpresa.

—¿Qué ocurre con el viejo Maggot? —dijo Pippin—. Es un buen amigo de todos los Brandigamo. Por supuesto, es el terror de los intrusos, pues tiene perros feroces. Después de todo, la gente de aquí está muy cerca de la frontera y ha de estar prevenida.

—Lo sé —dijo Frodo, y rió avergonzado—, pero lo mismo me aterrorizan él y sus perros. Evité esta granja durante años y años. Cuando yo era joven, en Casa Brandi, y venía aquí en busca de hongos, me pescó varias veces. La última me castigó, me mostró los perros y les dijo: «Miren, muchachos, la próxima vez que éste pise mis tierras, pueden comérselo; ahora, ¡échenlo!». Me persiguieron hasta Balsadera. Nunca me recobré del miedo, aunque he de decir que esas bestias conocían bien sus obligaciones y ni siquiera me tocaron.

Pippin rió diciendo: —Bien, es tiempo de saldar cuentas. Especialmente si vas a vivir de nuevo en Los Gamos. El viejo Maggot es realmente un buen tipo, si dejas sus setas en paz. Sigamos la senda y no podrán decir que somos intrusos. Si lo encontramos, yo le hablaré. Es amigo de Merry y yo acostumbro a venir aquí con él muy a menudo.

Siguieron la senda hasta que vieron los techos bardados de una casa grande y los edificios de la granja que asomaban entre los árboles al frente. Los Maggot y los Barroso de Cepeda y la mayoría de los habitantes de Marjala habitaban en casas. La granja estaba sólidamente construida con ladrillos, rodeada por un muro alto. Un portón ancho de madera se abría en el muro sobre el camino.

Se acercaron y unos aullidos y ladridos temibles estallaron de pronto, y una voz gritó:

—¡Garra! ¡Colmillo! ¡Lobo! ¡A callar, muchachos!

Frodo y Sam se detuvieron en seco, pero Pippin se adelantó unos pasos. La puerta se abrió, y tres perros enormes salieron al camino y se precipitaron sobre los viajeros ladrando fieramente. Pasaron por alto a Pippin; Sam se encogió contra la pared mientras dos perros con aspecto de lobos lo husmeaban con desconfianza y le mostraban los dientes cada vez que se movía. El mayor y más feroz de los tres se detuvo frente a Frodo, erizado y gruñendo. En la puerta apareció un hobbit macizo de cara redonda y roja.

—¡Hola! ¡Hola! ¿Quiénes pueden ser y qué pueden desear?

—¡Buenas tardes, señor Maggot! —dijo Pippin. El granjero lo miró detenidamente.

—¡Ah, si es el señor Pippin; mejor dicho, el señor Peregrin Tuk! —exclamó, trocando su mueca por una amplia sonrisa—. Hace mucho tiempo que no viene por aquí. Es una suerte para usted que lo conozca. Yo ya estaba a punto de azuzar a mis perros. Pasan cosas raras últimamente. Por supuesto, de vez en cuando hay gente extraña rondando. Demasiado cerca del Río —dijo, meneando la cabeza—. Pero ese sujeto era el más extraño que yo haya visto nunca. No volverá a cruzar mi tierra sin permiso, si puedo impedirlo.