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—Sin embargo esa fuerza te protegió mucho tiempo allá en tu pequeño país, aunque tú no lo supieras.

—No pongo en duda el valor de tu pueblo. Pero el mundo está cambiando. Las murallas de Minas Tirith pueden ser fuertes, pero quizá no bastante fuertes. Si ceden, ¿qué pasará?

—Moriremos como valientes en el combate. Sin embargo, hay esperanzas de que no cedan.

—Ninguna esperanza mientras exista el Anillo.

—¡Ah! ¡El Anillo! —dijo Boromir, y se le encendieron los ojos—. ¡El Anillo! ¿No es un extraño destino tener que sobrellevar tantos miedos y recelos por una cosa tan pequeña? ¡Una cosa tan pequeña! Y yo sólo la vi un instante en la casa de Elrond. ¿No podría echarle otra mirada?

Frodo alzó la cabeza. El corazón se le había helado de pronto. Había alcanzado a ver el extraño resplandor en los ojos de Boromir, aunque la expresión de la cara era aún amable y amistosa.

—Es mejor que permanezca oculto —respondió.

—Como quieras. No me importa —dijo Boromir—. Pero ¿no puedo hablarte de ese Anillo? Parece que sólo pensaras en el poder que podría alcanzar en manos del Enemigo; en los malos usos del Anillo, y no en los buenos. El mundo cambia, dices. Minas Tirith caerá si el Anillo no desaparece. ¿Pero por qué? Así será si lo tiene el Enemigo, pero no si lo tenemos nosotros.

—¿No estuviste en el Concilio? —replicó Frodo—. No podemos utilizarlo, y lo que consigues con él se desbarata en mal.

Boromir se incorporó y se puso a caminar de un lado a otro con impaciencia.

—Sí, ya conozco la cantinela —exclamó—. Gandalf, Elrond, todos te dijeron lo mismo y tú lo repites. Quizás esté bien para ellos. Esos Elfos, Medio Elfos y Magos: es posible que alguna desgracia les cayera encima. Sin embargo me pregunto a menudo si serán sabios de veras, y no meramente tímidos. Pero a cada uno según su especie. Los Hombres de corazón leal no serán corrompidos. Nosotros los de Minas Tirith nos hemos mostrado fuertes a través de largos años de prueba. No buscamos el poder de los señores magos, sólo fuerza para defendernos, fuerza para una causa justa. ¡Y mira! En nuestro aprieto la casualidad trae a la luz el Anillo de Poder. Es un regalo digo yo, un regalo para los enemigos de Mordor. Seríamos insensatos si no lo aprovecháramos, si no utilizáramos contra el Enemigo ese mismo poder. El temerario, el audaz, sólo ellos alcanzarán la victoria. ¿Qué no podría hacer un guerrero en esta hora, un gran jefe? ¿Qué no podría hacer Aragorn? Y si Aragorn rehúsa, ¿por qué no Boromir? El Anillo me daría poder de mando. ¡Ah, cómo perseguiría yo a las huestes de Mordor, y cómo todos los hombres servirían a mi bandera!

Boromir iba y venía hablando cada vez más alto, casi como si hubiera olvidado a Frodo, mientras peroraba sobre murallas y armas y la convocatoria a los hombres, y planeaba grandes alianzas y gloriosas victorias futuras; y sometía a Mordor, y él se convertía en un rey poderoso, benevolente y sabio. De pronto se detuvo y sacudió los brazos.

—¡Y nos dicen que lo tiremos por ahí! —gritó—. Yo no digo como ellos destruidlo. Esto sería lo mejor, si hubiese alguna posibilidad razonable. No la hay. El único plan que nos propusieron es que un Mediano entrara a ciegas en Mordor y ofreciera al Enemigo la posibilidad de recuperar el Anillo. ¡Qué locura!

”Seguro que tú también lo entiendes así, ¿no es cierto, amigo? —dijo de pronto volviéndose de nuevo hacia Frodo—. Dices que tienes miedo. Si es así, el más audaz te lo perdonaría. ¿Pero ese miedo no será tu buen sentido que se rebela?

—No, tengo miedo —dijo Frodo—. No hay otra cosa. Y me alegra haberte oído hablar tan francamente. Mi mente está más clara ahora.

—¿Entonces vendrás a Minas Tirith? —exclamó Boromir.



Tenía los ojos brillantes y el rostro encendido.

—Me has entendido mal —dijo Frodo.

—Pero ¿vendrás, al menos por un tiempo? —insistió Boromir—. Mi ciudad no está lejos ahora, y no hay más distancia de allí a Mordor que desde aquí. Hemos estado mucho tiempo en el desierto y necesitas saber qué hace ahora el Enemigo antes de dar un paso. Ven conmigo, Frodo —dijo—. Necesitas descansar antes de aventurarte mas allá, si es necesario que vayas.

Se apoyó en el hombro de Frodo, en actitud amistosa, pero Frodo sintió que la mano de Boromir temblaba con una excitación contenida. Dio rápidamente un paso atrás, y miró con inquietud al Hombre alto, casi dos veces más grande que él, y muchísimo más fuerte.

—¿Por qué eres tan poco amable? —dijo Boromir—. Soy un hombre leal, no un ladrón, ni un bandolero. Necesito tu Anillo, ahora lo sabes, pero te doy mi palabra de que no quiero quedarme con él. ¿No me permitirás al menos que probemos mi plan? ¡Préstame el Anillo!

—¡No! ¡No! —gritó Frodo—. El Concilio decidió que era yo quien tenía que llevarlo.

—¡Tu locura nos llevará a la derrota! —gritó Boromir—. ¡Me pones fuera de mí! ¡Insensato! ¡Cabeza dura! Corres voluntariamente a la muerte y arruinas nuestra causa. Si algún mortal tiene derecho al Anillo, ha de ser un Hombre de Númenor, y no un Mediano. Sólo por una desgraciada casualidad es tuyo. Tenía que haber sido mío. Tiene que ser mío. ¡Dámelo!

Frodo no respondió y fue alejándose hasta que la gran piedra chata se extendió entre ellos.

—¡Vamos, vamos, mi querido amigo! —dijo Boromir con una voz más endulzada—. ¿Por qué no librarte de él? ¿Por qué no librarte de tus dudas y miedos? Puedes echarme la culpa, si quieres. Puedes decir que yo era demasiado fuerte y te lo quité. ¡Pues soy demasiado fuerte para ti, Mediano!

Boromir dio un salto y se precipitó por encima de la piedra hacia Frodo. Tenía otra cara ahora, fea y desagradable, y un fuego de furia le ardía en los ojos.

Frodo lo esquivó y de nuevo puso la piedra entre ellos. Había una sola solución: temblando sacó el anillo sujeto a la cadena y se lo deslizó rápidamente en el dedo, en el momento en que Boromir saltaba otra vez hacia él. El Hombre ahogó un grito, miró un momento, asombrado, y luego echó a correr de un lado a otro, buscando aquí y allí entre las rocas y árboles.

—¡Miserable tramposo! —gritó—. ¡Espera a que te ponga las manos encima! Ahora entiendo tus intenciones. Le llevarás el Anillo a Sauron y nos venderás a todos. Querías abandonarnos y sólo esperabas que se te presentara la ocasión. ¡Malditos tú y todos los Medianos, que se los lleven la muerte y las tinieblas!

En ese momento el pie se le enganchó en una piedra, cayó hacia adelante con los brazos y piernas extendidos, y se quedó allí tendido de bruces. Durante un rato estuvo muy quieto, y pareció que lo hubiera alcanzado su propia maldición; luego, de pronto, se echó a llorar.

Se incorporó y se pasó la mano por los ojos, enjugándose las lágrimas.

—Pero ¿qué he dicho? —gritó—. ¿Qué he hecho? ¡Frodo! ¡Frodo! —llamó—. ¡Vuelve! Tuve un ataque de locura, pero ya se me pasó. ¡Vuelve!