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Bilbo enrojeció y un resplandor colérico le encendió la mirada. El rostro bondadoso se le endureció de pronto.

—¿Por qué no? —gritó—. ¿Y qué te importa saber lo que hago con mis propias cosas? Es mío. Yo lo encontré. Él vino a mí.

—Sí, sí —dijo Gandalf—; no hay por qué enojarse.

—Si me enojo, es por tu culpa. Te vuelvo a repetir que es mío. Mío. Mi tesoro. Sí, mi tesoro.

La cara del mago seguía grave y atenta, y sólo una luz vacilante en los ojos profundos mostraba que estaba asombrado, y aun alarmado.

—Alguien lo llamó así —dijo—, y no fuiste tú.

—Pero yo lo llamo así ahora. ¿Por qué no? Aunque una vez Gollum haya dicho lo mismo. Ya no es de él ahora, sino mío, y repito que lo conservaré.

Gandalf se puso de pie. Habló con severidad.

—Serás un tonto si lo haces, Bilbo —dijo—. Cada palabra que dices lo muestra más claramente. Tiene demasiado poder sobre ti. ¡Déjalo! Entonces podrás irte, y serás libre.

—Iré adonde quiera y haré lo que me dé la gana —continuó Bilbo con obstinación.

—¡Ya, ya, mi querido hobbit! —dijo Gandalf—. Durante toda tu larga vida hemos sido amigos y algo me debes. ¡Vamos! Haz lo que prometiste, déjalo.

—¡Bueno, si tú quieres mi anillo, dilo! —gritó Bilbo—. Pero no lo tendrás. No entregaré mi tesoro, te lo advierto.

La mano del hobbit se movió con rapidez hada la empuñadura de la pequeña espada.

Los ojos de Gandalf relampaguearon. —Pronto me llegará el momento de enojarme —dijo—. Atrévete a repetirlo, y verás al descubierto a Gandalf el Gris.

Gandalf dio un paso hacia el hobbit y pareció agrandarse, amenazante, y su sombra llenó la pequeña habitación.

Bilbo retrocedió hacia la pared, respirando agitadamente, la mano apretada sobre el bolsillo. Se enfrentaron un momento, observándose mutuamente, y el aire vibró en el cuarto. Los ojos de Gandalf se quedaron clavados en el hobbit. Bilbo aflojó poco a poco las manos, y se echó a temblar.

—No me lo explico, Gandalf —dijo—. Nunca te había visto así antes. ¿Qué ocurre? Es mío, ¿no es verdad? Yo lo encontré y Gollum me habría matado si no lo hubiera tenido conmigo. No soy un ladrón, diga lo que diga.

—Nunca te llamé ladrón —respondió Gandalf—, y yo tampoco lo soy. No estoy tratando de robarte, sino de ayudarte. Sería bueno que confiaras en mí, como hasta ahora.

Se volvió, y la sombra se esfumó en el aire. Gandalf pareció achicarse hasta ser de nuevo un viejo gris, encorvado e inquieto.

Bilbo se restregó los ojos. —Lo lamento, pero me siento muy raro, y sin embargo sería un alivio, en cierto modo, no tener que preocuparme más. Me ha obsesionado en los últimos tiempos. A veces me parecía un ojo que me miraba. Siempre tenía ganas de ponérmelo y desaparecer, ¿sabes?, y luego quería sacármelo, temiendo que fuera peligroso. Traté de guardarlo bajo llave, pero me di cuenta de que no podía descansar si no lo tenía en el bolsillo. No sé por qué. Y no me siento capaz de decidirme.

—Entonces confía en mí —dijo Gandalf—. Y está todo resuelto. Vete y déjalo. Renuncia a tenerlo y dáselo a Frodo, a quien yo cuidaré.

Bilbo se quedó un momento tenso e indeciso. Al fin suspiró y dijo con esfuerzo:

—Bien, lo haré. —Se encogió de hombros y sonrió tristemente—. Al fin y al cabo, para esto se hizo la fiesta: para regalar muchas cosas, y en cierto modo para que no me costara tanto dejar también el anillo. No fue cosa fácil al final, pero sería una lástima desperdiciar tantos preparativos. Arruinar la broma.

—En efecto —respondió Gandalf—. Suprimiría el único motivo que siempre le vi al asunto.

—Muy bien —dijo Bilbo—, se lo dejaré a Frodo con todo lo demás. —Tomó aliento—. Y ahora tengo que partir, o alguien me pescará. Ya he dicho adiós y no podría empezar otra vez.





Recogió la maleta y fue hacia la puerta.

—Todavía tienes el anillo —dijo el mago.

—¡Sí, lo tengo! —gritó Bilbo—. Y mi testamento, y todos los otros documentos también. Es mejor que los tomes tú y los entregues en mi nombre. Será lo más seguro.

—No, no me des el anillo —dijo Gandalf—. Ponlo sobre la repisa de la chimenea. Estará seguro allí hasta que llegue Frodo; yo lo esperaré.

Bilbo sacó el sobre, y justo en el momento en que lo colocaba junto al reloj, le tembló la mano, y el paquete cayó al suelo. Antes que pudiera levantarlo, el mago se agachó, lo recogió y lo puso en su lugar. Un espasmo de rabia cruzó fugazmente otra vez por la cara del hobbit, y casi en seguida se transformó en un gesto de alivio y en una risa.

—Bien, ya está —comentó—. Ahora sí, ¡me voy!

Pasaron al vestíbulo. Bilbo tomó su bastón favorito, y silbó. Tres enanos vinieron de tres distintas habitaciones.

—¿Está todo listo? —preguntó Bilbo—. ¿Todo embalado y rotulado?

—Todo —contestaron.

—¡Entonces, en marcha! —Y caminó hacia la puerta del frente.

Era una noche magnífica y se veía el cielo oscuro salpicado de estrellas. Bilbo miró, olfateando el aire.

—¡Qué alegría! ¡Qué alegría partir otra vez, estar en camino con los enanos! ¡Años y años estuve esperando este momento! ¡Adiós! —dijo mirando a su viejo hogar e inclinándose delante de la puerta—. ¡Adiós, Gandalf!

—Adiós por ahora, Bilbo. ¡Ten cuidado! Eres bastante viejo y quizá bastante sabio.

—¡Tener cuidado! No me importa. ¡No te preocupes por mí! Me siento más feliz que nunca, lo que es mucho decir. Pero la hora ha llegado. Al fin me voy.

En seguida, en voz baja, como para sí mismo, se puso a cantar en la oscuridad:

El Camino sigue y sigue

desde la puerta.

El Camino ha ido muy lejos,

y si es posible he de seguirlo

recorriéndolo con pie decidido

hasta llegar a un camino más ancho

donde se encuentran senderos y cursos.

¿Y de ahí adónde iré? No podría decirlo.

Bilbo se detuvo en silencio, un momento. Luego, sin pronunciar una palabra, se alejó de las luces y voces de los campos y tiendas, y seguido por sus tres compañeros dio una vuelta al jardín y bajó trotando la larga pendiente. Saltó un cerco bajo y fue hacia los prados, internándose en la noche como un susurro de viento entre las briznas.