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Boromir saltó hacia delante y lanzó un mandoble contra el brazo, pero la espada golpeó resonando, se desvió a un lado, y se le cayó de la mano temblorosa. La hoja estaba mellada.

De pronto, y algo sorprendido pues no se reconocía a sí mismo, Frodo sintió que una cólera ardiente le inflamaba el corazón.

—¡La Comarca! —gritó, y saltando al lado de Boromir se inclinó, y descargó a Dardo contra el pie. Se oyó un aullido, y el pie se retiró bruscamente, casi arrancando a Dardo de la mano de Frodo. Unas gotas negras cayeron de la hoja y humearon en el suelo. Boromir se arrojó otra vez contra la puerta y la cerró con violencia.

—¡Un tanto para la Comarca! —gritó Aragorn—. ¡La mordedura del hobbit es profunda! ¡Tienes una buena hoja, Frodo hijo de Drogo!

Un golpe resonó en la puerta, y luego otro y otro. Los orcos atacaban ahora con martillos y arietes. Al fin la puerta crujió y se tambaleó hacia atrás, y de pronto la abertura se ensanchó. Las flechas llegaron silbando, pero todas fueron a dar contra la pared del norte, y cayeron al suelo. Un cuerno llamó en seguida y unos pies se apresuraron y los orcos entraron saltando en la cámara.

Cuántos eran, la Compañía no pudo saberlo. En un principio los orcos atacaron decididamente, pero el furor de la defensa los desanimó muy pronto. Legolas les atravesó la garganta a dos de ellos. Gimli le cortó las piernas a otro que se había subido a la tumba de Balin. Boromir y Aragorn mataron a muchos. Cuando ya habían caído trece, el resto huyó chillando, dejando a los defensores indemnes, excepto Sam que tenía un rasguño a lo largo del cuero cabelludo. Un rápido movimiento lo había salvado, y había matado al orco: un golpe certero con la espada tumularia. En los ojos castaños le ardía un fuego de brasas que habría hecho retroceder a Ted Arenas, si lo hubiera visto.

—¡Ahora es el momento! —gritó Gandalf—. ¡Vamos, antes que el troll vuelva!

Pero mientras aún retrocedían, y antes que Pippin y Merry hubieran llegado a la escalera exterior, un enorme jefe orco, casi de la altura de un hombre, vestido con malla negra de la cabeza a los pies, entró de un salto en la cámara; lo seguían otros, que se apretaron en la puerta. La cara ancha y chata era morena, los ojos como carbones, la lengua roja; esgrimía una lanza larga. Con un golpe de escudo desvió la espada de Boromir, y lo hizo retroceder, tirándolo al suelo. Eludiendo la espada de Aragorn con la rapidez de una serpiente, cargó contra la Compañía, apuntando a Frodo con la lanza. El golpe alcanzó a Frodo en el lado derecho y lo arrojó contra la pared. Sam con un grito quebró de un hachazo el extremo de la lanza. Aún estaba el orco dejando caer el asta, y sacando la cimitarra, cuando Andúril le cayó sobre el yelmo. Hubo un estallido, como una llama, y el yelmo se abrió en dos. El orco cayó, la cabeza hendida. Los que venían detrás huyeron dando gritos, y Aragorn y Boromir acometieron contra ellos.

Bum, bum, continuaban los tambores allá abajo. La gran voz resonó otra vez.

—¡Ahora! —gritó Gandalf—. Es nuestra última posibilidad. ¡Corramos!

Aragorn recogió a Frodo, que yacía junto a la pared, y se precipitó hacia la escalera, empujando delante de él a Merry y a Pippin. Los otros los siguieron; pero Gimli tuvo que ser arrastrado por Legolas; a pesar del peligro se había detenido cabizbajo junto a la tumba de Balin. Boromir tiró de la puerta este, y los goznes chillaron. Había a cada lado un gran anillo de hierro, pero no era posible sujetar la puerta.

—Me encuentro bien —jadeó Frodo—. Puedo caminar. ¡Bájame!

Aragorn, asombrado, casi lo dejó caer.

—¡Pensé que estabas muerto! —exclamó.





—¡No todavía! —dijo Gandalf—. Pero éste no es momento de asombrarse. ¡Adelante todos, escaleras abajo! Esperadme al pie unos minutos, pero si no llego en seguida, ¡continuad! Marchad rápidamente siempre a la derecha y abajo.

—¡No podemos dejar que defiendas la puerta tú solo! —dijo Aragorn.

—¡Haz como digo! —dijo Gandalf con furia—. Aquí ya no sirven las espadas. ¡Adelante!

Ninguna abertura iluminaba el pasaje, y la oscuridad era completa. Descendieron una larga escalera tanteando las paredes, y luego miraron atrás. No vieron nada, excepto el débil resplandor de la vara del mago, muy arriba. Parecía que Gandalf estaba todavía de guardia junto a la puerta cerrada. Frodo respiraba pesadamente y se apoyó en Sam, que lo sostuvo con un brazo. Se quedaron así un rato espiando la oscuridad de la escalera, Frodo creyó oír la voz de Gandalf arriba, murmurando palabras que descendían a lo largo de la bóveda inclinada como ecos de suspiros. No alcanzaba a entender lo que decían. Parecía que las paredes temblaban. De vez en cuando se oían de nuevo los redobles de tambor: bum, bum.

De pronto una luz blanca se encendió un momento en lo alto de la escalera. En seguida se oyó un rumor sordo y un golpe pesado. El tambor redobló furiosamente, bum, bum, bum, y enmudeció. Gandalf se precipitó escaleras abajo y cayó en medio de la Compañía.

—¡Bien, bien! ¡Problema terminado! —dijo el mago incorporándose con trabajo—. He hecho lo que he podido. Pero encontré la horma de mi zapato y estuvieron a punto de destruirme. ¡Pero no os quedéis ahí! ¡Vamos! Tendréis que ir sin luz un rato, pues estoy un poco sacudido. ¡Vamos! ¡Vamos! ¿Dónde estás, Gimli? ¡Ven adelante conmigo! ¡Seguidnos los demás, y no os separéis!

Todos fueron tropezando detrás de él y preguntándose qué habría ocurrido. Bum, bum, sonaron otra vez los golpes de tambor; les llegaban ahora apagados y lejanos, pero venían siguiéndolos. No había ninguna otra señal de persecución, ningún ajetreo de pisadas, ninguna voz. Gandalf no se volvió ni a la izquierda ni a la derecha, pues el pasaje parecía seguir la dirección que él deseaba. De cuando en cuando encontraban un tramo de cincuenta o más escalones que llevaba a un nivel más bajo. Por el momento éste era el peligro principal, pues en la oscuridad no alcanzaban a ver las escaleras, hasta que ya estaban bajando, o habían puesto un pie en el vacío. Gandalf tanteaba el suelo con la vara, como un ciego.

Al cabo de una hora habían avanzado una milla, o quizá un poco más, y habían descendido muchos tramos de escalera. No se oía aún ningún sonido de persecución. Hasta empezaban a creer que quizá escaparían. Al pie del séptimo tramo, Gandalf se detuvo.

—¡Está haciendo calor! —jadeó—. Ya tendríamos que estar por lo menos al nivel de las Puertas. Pronto habrá que buscar un túnel a la izquierda, que nos lleve al este. Espero que no esté lejos. Me siento muy fatigado. Tengo que descansar aquí unos instantes, aunque todos los orcos que alguna vez han sido caigan ahora sobre nosotros.

Gimli lo ayudó a sentarse en el escalón.

—¿Qué pasó allá arriba en la puerta? —le preguntó—. ¿Descubriste al que toca el tambor?

—No lo sé —respondió Gandalf—. Pero de pronto me encontré enfrentado a algo que yo no conocía. No supe qué hacer, excepto recurrir a algún conjuro que mantuviera cerrada la puerta. Conozco muchos, pero estas cosas requieren tiempo, y aun así el enemigo podría forzar la entrada.