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Me siento junto al fuego y pienso

en todo lo que he visto,

en flores silvestres y mariposas

de veranos que han sido.

En hojas amarillas y telarañas,

en otoños que fueron,

la niebla en la mañana, el sol de plata,

y el viento en mis cabellos.

Me siento junto al fuego y pienso

cómo el mundo será,

cuando llegue el invierno sin una primavera

que yo pueda mirar.

Pues hay todavía tantas cosas

que yo jamás he visto:

en todos los bosques y primaveras

hay un verde distinto.

Me siento junto al fuego y pienso

en las gentes de ayer,

y en gentes que verán un mundo

que no conoceré.

Y mientras estoy aquí sentado

pensando en otras épocas

espero oír unos pasos que vuelven





y voces en la puerta.

Era un día frío y gris de fines de diciembre. El Viento del Este soplaba entre las ramas desnudas de los árboles, y golpeaba los pinos oscuros de las lomas. Jirones de nubes se apresuraban allá arriba, oscuras y bajas. Cuando las sombras tristes del crepúsculo comenzaron a extenderse, la Compañía se aprestó a partir. Saldrían al anochecer pues Elrond les había aconsejado que viajaran todo lo posible al amparo de la noche, hasta que estuvieran lejos de Rivendel.

—No olvidéis los muchos ojos sirvientes de Sauron —dijo—. Las noticias de la derrota de los Jinetes ya le han llegado sin duda, y tiene que estar loco de furia. Pronto los espías pedestres y alados se habrán diseminado por las tierras del norte. Cuando estéis en camino, guardaos hasta del cielo que se extiende sobre vosotros.

La Compañía cargó poco material de guerra, pues confiaban más en pasar inadvertidos que en la suerte de una batalla. Aragorn llevaba a Andúril, y ninguna otra arma, e iba vestido con ropas de color verde y pardo mohosos, como un Jinete del desierto. Boromir tenía una larga espada, parecida a Andúril, pero de menor linaje, y cargaba además un escudo y el cuerno de guerra.

—Suena alto y claro en los valles de las colinas —dijo—, ¡y los enemigos de Gondor ponen pies en polvorosa!

Llevándose el cuerno a los labios, Boromir sopló; y los ecos saltaron de roca en roca, y todos los que en Rivendel oyeron esa voz se incorporaron de un salto.

—No te apresures a hacer sonar de nuevo ese cuerno, Boromir —dijo Elrond—, hasta que hayas llegado a las fronteras de tu tierra, y sea necesario.

—Quizá —dijo Boromir—, pero siempre en las partidas he dejado que mi cuerno grite, y aunque más tarde tengamos que arrastrarnos en la oscuridad, no me iré ahora como un ladrón en la noche.

Sólo Gimli el Enano exhibía una malla corta de anillos de acero (pues los enanos soportan bien las cargas), y un hacha de hoja ancha le colgaba de la cintura. Legolas tenía un arco y un carcaj, y en la cintura un cuchillo largo. Los hobbits más jóvenes cargaban las espadas que habían sacado del túmulo, pero Frodo no disponía de otra arma que Dardo, y llevaba oculta la cota de malla, como Bilbo se lo había pedido. Gandalf tenía su bastón, pero se había ceñido a un costado la espada élfica que llamaban Glamdring, hermana de Orcrist, que descansa ahora sobre el pecho de Thorin bajo la Montaña Solitaria.

Todos fueron bien provistos por Elrond con ropas gruesas y abrigadas, y tenían chaquetas y mantos forrados de piel. Las provisiones y ropas de repuesto fueron cargadas en un poney, nada menos que la pobre bestia que habían traído de Bree.

La estadía en Rivendel lo había transformado de un modo asombroso: le brillaba el pelo, y parecía haber recuperado todo el vigor de la juventud. Fue Sam quien insistió en elegirlo, declarando que Bill (así lo llamaba ahora) se iría consumiendo poco a poco si no lo llevaban con ellos.

—Ese animal casi habla —dijo—, y llegaría a hablar si se quedara aquí más tiempo. Me echó una mirada tan elocuente como las palabras del señor Pippin: Si no me dejas ir contigo, te seguiré por mi cuenta.

De modo que Bill sería la bestia de carga; sin embargo era el único miembro de la Compañía que no parecía deprimido.

Ya se habían despedido de todos en la gran sala junto al fuego, y ahora sólo estaban esperando a Gandalf, que aún no había salido de la casa. Por las puertas abiertas podían verse los reflejos del fuego, y en las ventanas brillaban unas luces tenues. Bilbo estaba de pie y en silencio junto a Frodo, arropado en un manto. Aragorn se había sentado en el suelo y apoyaba la cabeza en las rodillas; sólo Elrond entendía de veras qué significaba esta hora para él. Los otros eran como sombras grises en la oscuridad.

Sam, junto al poney, se pasaba la lengua por los dientes, y miraba amorosamente la sombra de allá abajo donde el río cantaba sobre un lecho de piedras; en este momento no tenía ningún deseo de aventuras.

—Bill, amigo mío —dijo—, no tendrías que venir con nosotros. Podrías quedarte aquí, y comerías el heno mejor, hasta que crecieran los nuevos pastos.

Bill sacudió la cola y no dijo nada.

Sam se acomodó el paquete sobre los hombros, y repasó mentalmente todo lo que llevaba, preguntándose con inquietud si no habría olvidado algo: el tesoro principal, los utensilios de cocina; la cajita de sal que lo acompañaba siempre, y que llenaba cada vez que le era posible; una buena porción de hierba para pipa (no suficiente, pensaba); pedernal y yesca; medias de lana; ropa blanca; varias pequeñas pertenencias que Frodo había olvidado, y que él había guardado para mostrarlas en triunfo cuando las necesitasen. Lo repasó todo.

—¡Cuerda! —murmuró—. ¡Ninguna cuerda! Y anoche mismo te dijiste: «Sam, ¿qué te parece un poco de cuerda? Si no la llevas la necesitarás». Bueno, ya la necesito. No puedo conseguirla ahora.

En ese momento Elrond salió con Gandalf, y pidió a la Compañía que se acercase.

—He aquí mis últimas palabras —dijo en voz baja—. El Portador del Anillo parte ahora en busca del Monte del Destino. Toda responsabilidad recae sobre él: no librarse del Anillo, no entregárselo a ningún siervo de Sauron, y en verdad no dejar que nadie lo toque, excepto los miembros del Concilio o la Compañía, y esto en caso de extrema necesidad. Los otros van con él como acompañantes voluntarios, para ayudarlo en esa tarea. Podéis deteneros, o volver, o tomar algún otro camino, según las circunstancias. Cuanto más lejos lleguéis, menos fácil será retroceder, pero ningún lazo ni juramento os obliga a ir más allá de vuestros propios corazones, y no podéis prever lo que cada uno encontrará en el camino.