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Entonces Faramir rió, feliz.

—Eso me parece bien —dijo—, porque yo no soy un rey. Y me casaré con la Dama Blanca de Rohan, si ella consiente. Y si ella consiente, cruzaremos el Río y en días más venturosos viviremos en la bella Ithilien y cultivaremos un jardín. Y en él todas las cosas crecerán con alegría, si la Dama Blanca consiente.

—¿Habré entonces de abandonar a mi propio pueblo, hombre de Gondor? —dijo ella—. Y querríais que vuestro orgulloso pueblo dijera de vos: «¡Allá va un Señor que ha domado a una doncella guerrera del Norte! ¿No había acaso ninguna mujer de la raza de los Númenor que pudiera elegir?»

—Lo querría, sí —dijo Faramir. Y la tomó en los brazos y la besó a la luz del sol, y no le preocupó que estuvieran en lo alto de los muros y a la vista de muchos. Y muchos los vieron por cierto, y vieron la luz que brillaba sobre ellos cuando descendían de los muros tomados de la mano y se encaminaban a las Casas de Curación.

Y Faramir dijo al Mayoral de las Casas: —Aquí veis a la Dama Éowyn de Rohan, y ahora está curada.

Y el Mayoral dijo: —Entonces la libro de mi custodia y le digo adiós, y ojalá nunca más sufra heridas ni enfermedades. La confío a los cuidados del Senescal de la Ciudad, hasta el regreso de su hermano.

Pero Éowyn dijo: —Sin embargo, ahora que me han autorizado a partir, quisiera quedarme. Porque de todas las moradas, ésta se ha convertido para mí en la más venturosa.

Y allí permaneció hasta el regreso del Rey Éomer.

Ya todo estaba pronto en la Ciudad; y había un gran concurso de gente, pues la noticia había llegado a todos los ámbitos del Reino de Gondor, desde el Min-Rimmon y hasta las Pi

Por fin un día, al caer de la tarde pudieron verse desde lo alto de las murallas los pabellones levantados en el campo, y las luces nocturnas ardieron durante toda aquella noche mientras los hombres esperaban en vela la llegada del alba. Y cuando el sol despuntó sobre las montañas del Este, ya no más envueltas en sombras, todas las campanas repicaron al unísono, y todos los estandartes se desplegaron y flamearon al viento; y en lo alto de la Torre Blanca de la Ciudadela, de argén resplandeciente como nieve al sol, sin insignias ni lemas, el Estandarte de los Senescales fue izado por última vez sobre Gondor.





Los Capitanes del Oeste condujeron entonces el ejército hacia la Ciudad, y la gente los veía pasar, fila tras fila, como plata rutilante a la luz del amanecer. Y llegaron así al Atrio, y allí, a unas doscientas yardas de la muralla, se detuvieron. Todavía no habían vuelto a colocar las puertas, pero una barrera atravesada cerraba la entrada a la Ciudad, custodiada por hombres de armas engalanados con las libreas de color plata y negro, las largas espadas desenvainadas. Delante de aquella barrera aguardaban Faramir el Senescal, y Húrin el Guardián de las Llaves, y otros capitanes de Gondor, y la Dama Éowyn de Rohan con Elfhelm el Mariscal y numerosos caballeros de la Marca; y a ambos lados de la Puerta se había congregado una gran multitud ataviada con ropajes multicolores y adornada con guirnaldas de flores.

Ante las murallas de Minas Tirith quedaba pues un ancho espacio abierto, flanqueado en todos los costados por los caballeros y los soldados de Gondor y de Rohan, y por la gente de la Ciudad y de todos los confines del país. Hubo un silencio en la multitud cuando de entre las huestes se adelantaron los Dúnedain, de gris y plata; y al frente de ellos avanzó lentamente el Señor Aragorn. Vestía cota de malla negra, cinturón de plata y un largo manto blanquísimo sujeto al cuello por una gema verde que centelleaba desde lejos; pero llevaba la cabeza descubierta, salvo una estrella en la frente sujeta por una fina banda de plata. Con él estaban Éomer de Rohan, y el Príncipe Imrahil, y Gandalf, todo vestido de blanco, y cuatro figuras pequeñas que a muchos dejaron mudos de asombro.

—No, mujer, no son niños —le dijo Ioreth a su prima de Imloth Melui—. Son Periain, del lejano país de los Medianos, y príncipes de gran fama, dicen. Si lo sabré yo, que tuve que atender en las Casas a uno de ellos. Son pequeños, sí, pero valientes. Figúrate, prima: uno de ellos, acompañado sólo por su escudero, entró en el País Tenebroso, y allí luchó con el Señor Oscuro, y le prendió fuego a la Torre, ¿puedes creerlo? O al menos ésa es la voz que corre por la Ciudad. Ha de ser aquél, el que camina con nuestro Rey, el Señor Piedra de Elfo. Son amigos entrañables, por lo que he oído. Y el Señor Piedra de Elfo es una maravilla: un poco duro cuando de hablar se trata, es cierto, pero tiene lo que se dice un corazón de oro; y manos de curador. «Las manos del rey son manos que curan» eso dije yo; y así fue como se descubrió todo. Y Mithrandir me dijo: «Ioreth, los hombres recordarán largo tiempo tus palabras, y...»

Pero Ioreth no pudo seguir instruyendo a su prima del campo, porque de pronto, a un solo toque de trompeta, hubo un silencio de muerte. Desde la Puerta se adelantaron entonces Faramir y Húrin de las Llaves, y sólo ellos, aunque cuatro hombres iban detrás luciendo el yelmo de cimera alta y la armadura de la Ciudadela, y transportaban un gran cofre de lebethronnegro con guarniciones de plata.

Al encontrarse con Aragorn en el centro del círculo, Faramir se arrodilló ante él y dijo: —El último Senescal de Gondor solicita licencia para renunciar a su mandato. —Y le tendió una vara blanca; pero Aragorn tomó la vara y se la devolvió, diciendo:— Tu mandato no ha terminado, y tuyo será y de tus herederos mientras mi estirpe no se haya extinguido. ¡Cumple ahora tus obligaciones!

Entonces Faramir se levantó y habló con voz clara: —¡Hombres de Gondor, escuchad ahora al Senescal del Reino! He aquí que alguien ha venido por fin a reivindicar derechos de realeza. Ved aquí a Aragorn hijo de Arathorn, jefe de los Dúnedain de Arnor, Capitán del Ejército del Oeste, portador de la Estrella del Norte, el que empuña la Espada que fue Forjada de Nuevo, aquél cuyas manos traen la curación, Piedra de Elfo, Elessar de la estirpe de Valandil, hijo de Isildur, hijo de Elendil de Númenor. ¿Lo queréis por Rey y deseáis que entre en la Ciudad y habite entre vosotros?

Y el Ejército todo y el pueblo entero gritaron con una sola voz.

Y Ioreth le dijo a su prima: —Esto no es más que una de las ceremonias de la Ciudad, prima; porque como te iba diciendo, él ya había entrado; y me dijo... —Y en seguida tuvo que callar, porque Faramir hablaba de nuevo.

—Hombres de Gondor, los sabios versados en las tradiciones dicen que la costumbre de antaño era que el Rey recibiese la corona de manos de su padre, antes que él muriera; y si esto no era posible, él mismo iba a buscarla a la tumba del padre; no obstante, puesto que en este caso el ceremonial ha de ser diferente, e invocando mi autoridad de Senescal, he traído hoy aquí de Rath Dínen la corona de Eärnur, el último Rey, que vivió en la época de nuestros antepasados remotos.