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—No podré hacer todo el trayecto en una sola etapa, Sam —dijo Frodo con una sonrisa forzada—. Me imagino que habrás averiguado si hay posadas en el camino. ¿O has olvidado que necesitaremos comer y beber?

—¡Córcholis, sí, lo olvidé! —Sam silbó, desanimado—. ¡Ay, señor Frodo, me ha dado usted un hambre y una sed! No recuerdo cuándo fue la última vez que una gota o un bocado me pasó por los labios. Tratando de encontrarlo a usted, no lo he pensado más. ¡Pero espere! La última vez que miré todavía me quedaba bastante de ese pan del camino, y lo que nos dio el Capitán Faramir, como para mantenernos en pie un par de semanas. Pero si en mi botella queda algo, no ha de ser más que una gota. De ninguna manera va a alcanzar para dos. ¿Acaso los orcos no comen, no beben? ¿O sólo viven de aire rancio y de veneno?

—No, comen y beben, Sam. La Sombra que los engendró sólo puede remedar, no crear: no seres verdaderos, con vida propia. No creo que haya dado vida a los orcos, pero los malogró y los pervirtió; y si están vivos, tienen que vivir como los otros seres vivos. Se alimentarán de aguas estancadas y carnes putrefactas, si no consiguen otra cosa, pero no de veneno. A mí me han dado de comer, y estoy en mejores condiciones que tú. Por aquí, en alguna parte, tiene que haber agua y víveres.

—Pero no hay tiempo para buscarlos —dijo Sam.

—Bueno, las cosas no pintan tan mal como piensas —dijo Frodo—. En tu ausencia tuve un golpe de suerte. En realidad, no se llevaron todo. Encontré mi saco de provisiones entre algunos trapos tirados en el suelo. Lo revisaron, naturalmente. Pero supongo que el aspecto y el olor de las lembasles repugnó tanto o más que a Gollum. Las encontré desparramadas por el suelo y algunas estaban rotas y pisoteadas, pero pude recogerlas. No es mucho más de lo que tú tienes. En cambio se llevaron las provisiones de Faramir, y acuchillaron la cantimplora.

—Bueno, no hay nada más que hablar —dijo Sam—. Tenemos lo suficiente para ahora. Pero lo del agua va a ser un problema. No importa, señor Frodo, ¡coraje! En marcha, o de nada nos servirá todo un lago.

—No, no me moveré de aquí hasta que hayas comido, Sam —dijo Frodo—. Aquí tienes, come esta galleta élfica, y bébete la última gota de tu botella. Esta aventura es un desatino y no vale la pena preocuparse por el mañana. Lo más probable es que no llegue.

Al fin se pusieron en marcha. Bajaron por la escalera de mano, y Sam la descolgó y la dejó en el pasadizo junto al cuerpo encogido del orco. La escalera estaba en tinieblas, pero en el tejado se veía aún el resplandor de la Montaña, ahora de un rojo mortecino. Recogieron dos escudos para completar el disfraz, y siguieron caminando.

Bajaron pesadamente la larga escalera. La cámara de la torre donde se habían reencontrado parecía casi acogedora ahora que estaban otra vez al aire libre, y el terror corría a lo largo de los muros. Aunque todo hubiera muerto en Cirith Ungol, la Torre se alzaba aún envuelta en miedo y maldad.

Llegaron por fin a la puerta del patio exterior, y se detuvieron. Ya allí podían sentir sobre ellos la malicia de los centinelas: formas negras y silenciosas apostadas a cada lado de la puerta, por la que alcanzaban a verse los fulgores de Mordor. Los pies les pesaban cada vez más a medida que avanzaban entre los cadáveres repugnantes de los orcos. Y aún no habían llegado a la arcada cuando algo los paralizó. Intentar dar un paso más era doloroso y agotador para la voluntad y para los miembros.

Frodo no se sentía con fuerzas para semejante batalla. Se dejó caer en el suelo.

—No puedo seguir, Sam —murmuró—. Me voy a desmayar. No sé qué me pasa.

—Yo lo sé, señor Frodo. ¡Manténgase en pie! Es la puerta. Está embrujada. Pero si pude entrar, también podré salir. No es posible que ahora sea más peligrosa que antes. ¡Adelante!

Volvió a sacar la redoma élfica de Galadriel. Como para rendir homenaje al temple del hobbit, y agraciar con esplendor la mano fiel y morena que había llevado a cabo tantas proezas, el frasco brilló súbitamente iluminando el patio en sombras con una luz deslumbradora, como un relámpago; pero era una luz firme, y que no se extinguía.

Gilthoniel, A Elbereth!—gritó Sam. Sin saber por qué, su pensamiento se había vuelto de pronto a los Elfos de la Comarca, y al canto que había ahuyentado al Jinete Negro oculto entre los árboles.





Alya elenion ancalima!—gritó Frodo, detrás de Sam.

La voluntad de los Centinelas se quebró de repente como una cuerda demasiado tensa, y Frodo y Sam trastabillaron. Pero en seguida echaron a correr. Traspusieron la puerta y dejaron atrás las grandes figuras sentadas de ojos fulgurantes. Se oyó un estallido. La dovela de la arcada se derrumbó casi sobre los talones de los fugitivos, y el muro superior se desmoronó, cayendo en ruinas. Habían escapado. Repicó una campana; y un gemido agudo y horripilante se elevó de los Centinelas. Desde muy arriba, desde la oscuridad, llegó una respuesta. Del cielo tenebroso descendió como un rayo una figura alada, desgarrando las nubes con un grito siniestro.

2

EL PAÍS DE LA SOMBRA

Sam apenas alcanzó a esconder el frasco en el pecho.

—¡Corra, señor Frodo! —gritó—. ¡No, por ahí no! Del otro lado del muro hay un precipicio. ¡Sígame!

Huyeron camino abajo y se alejaron de la puerta. Unos cincuenta pasos más adelante, la senda contorneó uno de los bastiones del risco, y los ocultó a los ojos de la Torre. Por el momento estaban a salvo. Se agazaparon contra las rocas y respiraron llevándose las manos al pecho. Posado ahora en lo alto del muro junto a la puerta en ruinas, el Nazgûl lanzaba sus gritos funestos. Los ecos retumbaban entre los riscos.

Avanzaron tropezando, aterrorizados. Pronto el camino dobló bruscamente hacia el este, y por un momento los expuso a la mirada pavorosa de la Torre. Echaron a correr, y al volver la cabeza vieron la gran forma negra encaramada en la muralla, y se internaron en una garganta que descendía en rápida pendiente al camino de Morgul. Así llegaron a la encrucijada. No había aún señales de los orcos, ni había habido respuesta al grito del Nazgûl; pero sabían que aquel silencio no podía durar mucho, que de un momento a otro comenzaría la persecución.

—Todo esto es inútil —dijo Frodo—. Si fuésemos orcos de verdad, estaríamos ahora corriendo hacia la Torre en vez de huir. El primer enemigo con que nos topemos nos reconocerá. De alguna manera tenemos que salir de este camino.

—Pero es imposible —dijo Sam—. No sin alas.

Las laderas orientales de Ephel Dúath caían a pique en una sucesión de riscos y precipicios hacia la cañada negra que se abría entre ellos y la cadena interior. No lejos del cruce, luego de trepar otra cuesta empinada, el camino se prolongaba en un puente volante de piedra, cruzaba el abismo, y se internaba por fin en faldas desmoronadas y en los valles del Morgai. En una carrera desesperada, Frodo y Sam llegaron al puente, pero ya antes de cruzar comenzaron a oír los gritos y la algarabía. A lo lejos, a espaldas de ellos, asomaba en la cresta la Torre de Cirith Ungol, y las piedras centelleaban ahora con un fulgor mortecino. De improviso la campana discordante tañó otra vez. Sonaron los cuernos. Y del otro lado de la cabecera del puente llegaron los clamores de respuesta. Allá abajo, en la hondonada sombría, oculta a los fulgores moribundos del Orodruin, no veían nada, pero oían ya las pisadas de unas botas de hierro, y allá arriba en el camino resonaba el repiqueteo de unos cascos.