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— Sí, he de darme prisa, o de lo contrario ese Arima me va a dejar sin bodegas. Os espero mañana o pasado mañana, amigo. ¿Queréis algo para la baronesa?

— Besadle la mano de mi parte. ¡Y daos prisa, maldita sea!

Los monjes estaban ya cerca.

— ¿No corréis ningún peligro? — preguntó el barón, preocupado. — ¡Diablos, no! ¡Corred!

El barón lanzó el caballo al galope contra el grupo de monjes. Algunos cayeron y rodaron por el suelo, otros gritaron. Se formó una polvareda de considerables dimensiones. El barón desapareció tras ella, pero podía oírse aún cómo los cascos de su caballo golpeaban las losas. Rumata miró hacia una calleja donde estaban sentados y moviendo las cabezas como atontados algunos de los monjes que habían rodado por el suelo. En aquel momento una voz dijo a su oído:

— Noble Don, ¿no os parece que os estáis extralimitando?

Rumata se giró. Don Reba lo estaba mirando fijamente, con una sonrisa forzada.

— ¿Extralimitándome? — murmuró Rumata -. La palabra extralimitación no existe para mí. — Y, remedando a Don Reba, añadió -: Además, no veo por qué un noble Don no puede ayudar a otro que ha caído en desgracia.

Un grupo de jinetes, con las picas en ristre, pasó por su lado en persecución del barón de Pampa. El rostro de Don Reba sufrió un cambio.

— Bien, no hablemos de esto — dijo -. ¡Oh, veo que está también aquí el eminente doctor Budaj! ¡Tenéis un aspecto magnífico! Voy a tener que inspeccionar personalmente la prisión. Los reos del Estado, incluso cuando son puestos en libertad, no tendrían que salir de la cárcel: tendrían que ser sacados.

El doctor Budaj se lanzó hacia él como ciego, pero Rumata se interpuso.

— Decidme, Don Reba, ¿qué opinión tenéis del padre Arima?



— ¿El padre Arima? — dijo Don Reba, enarcando las cejas -. Es un magnífico militar. Ocupa un alto puesto en mi Episcopado. ¿Por qué me hacéis esa pregunta? — Porque, como fiel servidor de Vuestra Ilustrísima — dijo Rumata, inclinándose y sonriendo maliciosamente -, me apresuro a poner en vuestro conocimiento que podéis considerar este alto cargo como vacante.

— ¿Por qué?

Rumata, en vez de contestar, miró hacia la calleja, donde el polvo amarillo aún no se había asentado. Don Reba miró también hacia allá. Su rostro denotaba preocupación.

Ya era pasado mediodía cuando Kira invitó a pasar a la mesa a su noble Don y a su sabio amigo. El doctor Budaj, tras lavarse, vestirse con ropas limpias y afeitarse, tenía un aspecto impresionante. Sus movimientos eran lentos y llenos de dignidad, y sus inteligentes ojos grises miraban con bondad e indulgencia. Lo primero que hizo fue disculparse ante Rumata por el arrebato que tuvo en la plaza.

— Pero comprended — dijo -. Aquel hombre es terrible. Es un brujo cuya aparición en el mundo sólo puede explicarse por un descuido de los dioses. Soy médico, pero no me avergüenza reconocer que si se me presentara la ocasión lo mataría. He oído que han envenenado al Rey… Yo sé con qué lo han envenenado — Rumata se puso en guardia -. Ese Reba se presentó en mi celda y me exigió que le preparara un veneno cuyo efecto no se dejara sentir hasta al cabo de unas horas. Por supuesto, me negué. Me amenazó con la tortura, pero me reí en su cara. Entonces aquel miserable llamó a sus verdugos y les ordenó que trajeran de la calle una docena de niños y niñas menores de diez años. Puso a aquellos ángeles ante mí, tomó mi saco de drogas, y me dijo que iba a probar en los niños todas las drogas, sucesivamente, hasta hallar la que necesitaba. Así fue envenenado el Rey, Don Rumata — le temblaban los labios, pero supo contenerse. Rumata, que se había girado hacia un lado por delicadeza, asintió con la cabeza. Por supuesto. Todo estaba claro. El Rey no hubiera tomado ni una aceituna de manos de su ministro. Así que el canalla obró a través de un charlatán, al que seguramente le ofrecería el título de galeno de la corte si curaba al Rey. Y aquello explicaba por qué Don Reba se había alegrado tanto cuando él lo desenmascaró ante el Rey en la alcoba: porque era difícil imaginar una ocasión más propicia para ofrecerle al Soberano los cuidados de un Budaj impostor. Así toda la responsabilidad recaería sobre Rumata de Estoria, el espía irukano y conspirador. Somos como niños, pensó. En el Instituto habría que organizar unos cursos especiales para el estudio de las intrigas feudales. En esos cursos las calificaciones deberían expresarse en «rebas», o mejor todavía en «decirebas», aunque incluso estas últimas unidades resultarían demasiado grandes.

Al parecer, el hambre del doctor Budaj era considerable. Pero rehusó delicada aunque firmemente los alimentos no vegetales, y aceptó casi exclusivamente las ensaladas y unas empanadillas con confitura. Bebió un vaso de estoria, y sus ojos cobraron brillo y sus mejillas color. Rumata, por su parte, no podía comer. Ante sus ojos crepitaban y humeaban las rojizas antorchas, le parecía que todo a su alrededor hedía a carne quemada, y sentía en la garganta un nudo grande como un puño. Por esto, mientras su huésped satisfacía su apetito, lo esperó de pie junto a la ventana, hablando cortés, lenta y tranquilamente para que Budaj comiera a gusto.

La ciudad se iba animando poco a poco. Empezaba a verse gente por las calles, las voces se iban haciendo más altas, se oía como golpeaban unos martillos y crujían unas maderas. Estaban quitando de los tejados y las fachadas todas las imágenes paganas. Un tendero gordo y calvo llegó a la plaza con un barril de cerveza en un carro, y se puso a venderla a dos ochavos la jarra. Los ciudadanos se iban adaptando. En el portal de enfrente, el espía guardaespaldas estaba metiéndose los dedos en la nariz mientras charlaba con la flaca vecina. Más tarde pasaron unas carretas cuya carga llegaba hasta el segundo piso. Al principio Rumata no se dio cuenta de la clase de carga que era aquélla, pero después vio que por debajo de la estera que la cubría sobresalían manos y pies amoratados o negros, y se retiró apresuradamente de la ventana.

— Lo esencial del hombre — decía Budaj en aquel momento, sin dejar de comer lentamente — es la maravillosa facilidad con que se acostumbra a todo. No hay nada en el mundo a lo que no pueda acostumbrarse. Ni el caballo, ni el perro, ni la rata, tienen esta facilidad de adaptación. Es posible que Dios, cuando creó al hombre, comprendiera las penalidades a las que iba a verse encadenado y por eso le diera una enorme reserva de fuerza y de paciencia. No es fácil decir si esto es bueno o malo. Si el hombre no tuviera esta paciencia y resistencia, todas las personas buenas hubieran muerto ya, y en el mundo no quedarían más que los malvados y los inservibles. Por otra parte, la costumbre de resistir y adaptarse convierte a las personas en animales mudos, que no se distinguen de los demás más que en su anatomía y por poseer menos medios de defensa. Y cada día que pasa engendra nuevo espanto, maldad y violencia.

Rumata miró a Kira. Estaba sentada frente a Budaj, y lo escuchaba atentamente con la mejilla apoyada en las manos. Sus ojos estaban tristes. Se notaba que sentía una gran compasión por todo el mundo.

— Tal vez llevéis razón, respetable Budaj — dijo Rumata -. Pero fijaos en mí, por ejemplo. Soy un simple noble — en la alta frente de Budaj se formaron unas arrugas, y sus ojos parecieron redondearse reflejando asombro y alegría -, pero respeto enormemente a los hombres cultos porque considero que forman la nobleza del espíritu. Por eso me sorprende que, siendo vosotros los únicos poseedores y transmisores de conocimientos tan elevados, seáis tan pasivos. ¿Por qué os dejáis despreciar, encarcelar y quemar en la hoguera con tanta resignación? ¿Por qué os separáis del auténtico sentido de vuestras vidas, es decir, el de adquirir nuevos conocimientos, y de la exigencia práctica de éstas, es decir, la lucha contra el mal?