Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 21 из 58



— ¿Por qué has llorado?

— Y tú, ¿por qué estás tan serio?

— Primero dime: ¿por qué has llorado?

— Luego te lo contaré todo. Tus ojos están muy cansados. ¿Qué te ha ocurrido?

— Ya hablaremos luego de ello. ¿Te ha ofendido alguien?

— No, nadie. Quiero que me saques de aquí, Rumata.

— Por supuesto.

— ¿Cuándo nos vamos?

— No puedo decírtelo, Kira. Pero nos iremos.

— ¿Muy lejos?

— Sí, muy lejos.

— ¿A la metrópoli?

— Sí. Conmigo.

— ¿Se está bien allí?

— Estupendamente. Nadie llora.

— Eso es imposible.

— Sí, es imposible. Pero allí tú no llorarás nunca.

— ¿Cómo es allí la gente?

— Igual que yo.

— ¿Todos como tú?

— No, no todos. Los hay mejores.

— Eso también es imposible.

— Te equivocas. Es así.

— ¿Por qué te creo tan fácilmente? Mi padre no cree a nadie, mi hermano dice que todos son unos cerdos, algunos más sucios, otros menos. Yo no los creo. A ti, en cambio, te he creído siempre.

— Porque yo te quiero, Kira.

— Entonces quítate la diadema. En una ocasión me dijiste que eso era pecado.

Rumata se echó a reír. Era feliz. Se quitó la diadema, la puso sobre la mesa y la cubrió con un libro.

— Este es el ojo de Dios — dijo, y la tomó entre sus brazos -. Cerrarlo es un grave pecado. Pero mientras esté contigo, puedo pasarme sin Dios.

— Tienes razón — dijo ella, muy bajito.

Cuando se sentaron a la mesa, el asado estaba ya frío y el vino templado. Uno entró y, andando tan silenciosamente como le había enseñado el viejo Muga, fue encendiendo los candiles, aunque todavía había bastante luz.

— ¿Ese chico es esclavo tuyo?

— No, es libre. Es un buen muchacho… aunque bastante tacaño.

— Al dinero le gusta que lo cuenten — dijo Uno sin volverse.

— ¿Has comprado ya las sábanas nuevas? — preguntó Rumata.



— ¿Para qué? — exclamó el muchacho -. Las viejas todavía sirven.

— Escucha, Uno — dijo Rumata -. Comprende que yo no puedo dormir un mes seguido en las mismas sábanas.

— ¡Je! — profirió el muchacho -. Su Majestad duerme en las mismas sábanas medio año, y no se queja.

— Y el aceite de los candiles — dijo Rumata, guiñándole un ojo a Kira -, ¿acaso lo regalan?

Uno se inmovilizó.

— Como hoy tenéis visita… — dijo finalmente.

Rumata se echó a reír.

— ¿Ves cómo es?

— Es un buen chico — dijo Kira seriamente -. Se ve que te quiere. Tiene que venirse con nosotros.

— Ya veremos — respondió evasivamente Rumata.

Al escuchar esto, el muchacho se apresuró a protestar:

— ¿Dónde hay que ir? Yo no voy a ir a ninguna parte.

— Nos iremos a un sitio donde todos son como Don Rumata — le cortó Kira.

El muchacho se lo pensó unos instantes.

— ¿A un paraíso de los nobles? — preguntó por fin, desdeñosamente. Luego se echó a reír y salió chancleteando del gabinete. Kira lo siguió con la mirada.

— Es un buen muchacho — dijo -. Parece insociable como un osezno, pero en él tienes a un buen amigo.

— Mis amigos son todos buenos.

— ¿Incluido el barón de Pampa?

— ¿De qué lo conoces? — se sorprendió Rumata.

— No hablas de otra persona. No se te oye decir más que el barón de Pampa eso, el barón de Pampa aquello…

— El barón de Pampa es un magnífico camarada.

— ¿Qué quieres decir con que el barón es un camarada?

— Quiero decir que es una buena persona; que es bondadoso y alegre, y que quiere mucho a su esposa.

— Me gustaría conocerlo. ¿Te avergonzaría presentármelo?

— No me avergonzaría en absoluto. Pero tienes que pensar que, aún siendo bueno, sigue siendo barón.

— ¡Oh!

Rumata apartó su plato.

— Bien, y ahora dime: ¿por qué lloraste, y por qué viniste sola? ¿Crees que la situación está como para andar sola por las calles?

— Lloré y vine porque ya no podía permanecer más en mi casa. No pienso volver allí. Si quieres seré tu sirvienta, pero no me hagas que vuelva.

Rumata sonrió, aunque se le había formado un nudo en la garganta.

— Mi padre está copiando cada día confesiones y denuncias — prosiguió Kira con desesperación -. Los papeles que copia están manchados de sangre. Se los entregan en la Torre de la Alegría. ¿Para qué me enseñaste a leer, Rumata? Cada tarde copia los informes de las torturas y bebe. ¡Qué cosa tan horrible! «Mira Kira», me dijo ayer, «nuestro vecino el calígrafo enseñaba a la gente a escribir. ¿Y sabes? Bajo tortura ha declarado ser un brujo y un espía irukano. ¿A quién vamos a creer ahora? El fue quien me enseñó a escribir a mí». Y mi hermano viene cada día de patrullar más borracho que el vino, con las manos sucias de sangre, y empieza a decir: «Los mataremos a todos, hasta la duodécima generación». Y luego le pregunta a padre por qué sabe leer. Hoy trajo a casa, con sus amigos, a un pobre hombre. Le estuvieron pegando hasta que dejó de gritar. No puedo seguir viviendo así. ¡Es una pesadilla! No volveré. Prefiero que me mates.

Rumata estaba junto a ella, y le acariciaba suavemente los cabellos. Kira miraba fijamente a un punto indeterminado. Sus ojos brillaban, pero estaban secos. ¿Qué podía decir él? La tomó en sus brazos, la condujo al diván, se sentó a su lado y empezó a hablarle de los palacios de cristal y de los preciosos jardines donde no hay mosquitos ni basura, de los manteles mágicos y de las alfombras volantes, y de una ciudad encantadora que se llama Leningrado, y de sus amigos, apuestos, alegres y bondadosos, y de un país maravilloso que está más allá de los mares y las cordilleras y que se llama Tierra. Ella lo escuchaba silenciosa y atenta, y cada vez que se oía en la calle el resonar de las botas claveteadas se apretaba contra él.