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Anka apuntó y disparó de nuevo. La segunda flecha se clavó en el árbol un poco más abajo que la primera.

— Estamos haciendo mal — dijo de pronto Anka, bajando la ballesta.

— ¿El qué? — Estamos estropeando los árboles sin necesidad. Ayer un pequeño estaba tirándole flechas a un árbol, y le obligué a que las arrancara con los dientes.

— Pashka — dijo Antón -, ¿por qué no vas tú a arrancar las flechas? Tienes buenos dientes.

— No, tengo uno cariado — respondió Pashka.

— Bueno — dijo Anka -, hagamos algo.

— No tengo ganas de subir precipicios — dijo Antón.

— Ni yo tampoco. Sigamos recto por aquí.

— ¿Hacia dónde? — preguntó Pashka.

— Hacia donde nos lleven los pies.

— Hacia la saiva entonces — dijo Pashka -. Toshka. vayamos al Camino Olvidado. ¿Lo recuerdas?

— Claro que lo recuerdo — dijo Antón.

— Sabes, Anechka… — comenzó a decir Pashka.

— ¡No me llames Anechka! — cortó Anka, que consideraba intolerable que la llamaran con otro diminutivo que no fuera Anka.

Antón aprendió bien la lección y se apresuró a decir:

— El Camino Olvidado es una carretera por la que no pasa nadie. No figura en ningún plano de carreteras, y no sabemos adonde va.

— ¿Habéis estado ya allí?

— Sí. Pero no tuvimos tiempo de explorarla.

— Es un camino que no viene de ninguna parte ni va tampoco a ninguna parte — dijo Pashka, ya repuesto.

— ¡Estupendo! — exclamó Anka, cuyos ojos parecían en aquel momento dos rendijas negras -. Vamos allá. ¿Llegaremos antes del anochecer?

— ¡Mucho antes! A mediodía ya estaremos allí.

Escalaron el precipicio. Pashka se detuvo al llegar arriba y se volvió. Abajo se veía el lago azul, entreverado con las manchas amarillas de los bancos de arena, la barca varada en la playa, y unas grandes circunferencias

que se ensanchaban por la oscura superficie del agua, cerca de la orilla, producidas sin duda por algún salto del lucio que habían visto antes. Pashka experimentó aquella indefinida alegría que sentía cada vez que se fugaba con Toshka del internado y tenía por delante todo un día de completa libertad, andando por lugares inexplorados, con fresas, solitarios y templados prados, lagartos grises y heladas aguas manando de inesperadas fuentes. Y, como siempre, quiso gritar y saltar, y así lo hizo, y vio como Antón lo miraba sonriente y cómo en sus ojos se adivinaba una absoluta identificación. Anka se metió dos dedos en la boca y lanzó una agudísimo silbido.

Entraron en el bosque. Era de espaciados pinos, y los pies resbalaban sobre la hojarasca. Los oblicuos rayos del sol se filtraban por entre los rectos troncos, proyectándose sobre la tierra y formando manchas doradas. Olía a resina, a lago y a fresas. Allá en el cielo trinaban invisibles pajarillos.

Anka iba delante. Llevaba la ballesta bajo el brazo, y de tiempo en tiempo se agachaba para recoger el fruto, rojo como la sangre y pulido como el charol, de las fresas. Antón la seguía, con su sólido artefacto bélico al hombro. Su carcaj, repleto de buenas flechas de combate, golpeaba rítmicamente sus nalgas. Iba observando el cuello de Anka, que estaba tan tostado por el sol que parecía negro, y en el que sobresalían algunas vértebras. De vez en cuando miraba a su alrededor buscando a Pashka, pero no se le veía por ningún lado. Solo de tanto en tanto, a derecha e izquierda, fulguraba por unos instantes su pañuelo rojo al sol. Antón se lo imaginaba deslizándose silenciosamente entre los pinos, con la escopeta preparada para disparar, inclinando hacia adelante su enjuta cara de ave de rapiña. Pashka se escondía por la saiva. La saiva tiene a veces bromas pesadas. Amigo, cuando la saiva pregunta, hay que responder a tiempo, pensó

Antón, y sintió deseos de agacharse también. Pero delante de él iba Anka, y podría verlo. Hubiera hecho el ridículo.



Anka se giró y preguntó:

— ¿Os escabullísteis sin hacer ruido?

Antón se encogió de hombros.

— ¿Y quién se escabulle haciendo ruido?

— Yo creo que sí hice ruido — dijo Anka, preocupada -. Tiré sin quererlo la jofaina, y oí pasos en el pasillo. Seguramente era Katia la Virgen, hoy le tocaba guardia. Tuve que saltar el arriate. Toshka, ¿qué llores crees que son las que crecen en ese arriate?

Antón frunció el ceño.

— ¿Debajo de tu ventana? No sé. ¿Por qué lo preguntas?

— Porque tienen que ser unas flores especiales. «El viento no las doblega ni las abate ¡a tormenta». Llevamos años enteros saltando sobre ellas, y siguen como nuevas.

— Sí, es interesante — dijo Antón, pensativo. Bajo su ventana también había un arriate con flores a las que «el viento no las dobla ni las abate la tormenta». Pero nunca les prestó la menor atención.

Anka se detuvo, lo esperó, y le ofreció las fresas que llevaba en la mano. Antón cogió tres.

— Coge más — dijo Anka.

— No, gracias — respondió Antón -. Me gusta irlas tomando una a una. Katia la Virgen no es mala persona, ¿verdad?

— Según para quién — saltó Anka -. Cuando una tiene que soportar el que cada tarde le diga que tiene los pies sucios…

Anka no dijo nada más. Ir con ella a través del bosque, juntos, sintiendo el roce de sus codos desnudos, contemplando su belleza y su agilidad, y sintiendo la extraordinaria dulzura de sus grandes ojos grises orlados de negras pestañas, era algo sumamente agradable.

— Sí — dijo Antón, al tiempo que alargaba la mano para apartar una telaraña que relucía al sol -. Está claro que ella no tendrá nunca los pies sucios. Si a ti te llevaran en brazos cuando tienes que pasar un charco, tampoco te mojarías los pies.

— ¿Y quién la lleva a ella?

— Henrik, el de la estación meteorológica. Ya lo conoces. El fuertote del pelo blanco.

— ¿De veras?

— Claro que sí. ¿Y qué tiene eso de particular? Todo el mundo sabe que están enamorados.

Volvieron a guardar silencio. Antón miró a Anka. Los ojos de la muchacha parecían dos rendijas negras.

— ¿Cuándo ocurrió eso? — preguntó ella.

— Una noche de luna — respondió desganadamente Antón -. Pero no sueltes la lengua por ahí.

Anka sonrió.

— A ti nadie te ha lirado de ella, Toshka — dijo -. ¿Quieres más fresas?