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Era la primera vez que Rumata andaba de día por aquellos lugares, y se sorprendió de que nadie reparara excesivamente en él: los pocos transeúntes con quienes se cruzaba dirigían su turbia mirada a alguna otra parte, y a veces hasta parecía que miraban a través de él, aunque se apartaban para dejarle paso. Pero cuando, al torcer una esquina, se giró casualmente, pudo ver que hasta una docena y media de cabezas de diversos tamaños, femeninas y masculinas, greñudas y calvas, se asomaban a puertas, ventanas y gateras para seguirle con la mirada. Entonces sintió la opresiva atmósfera que reinaba en aquellos envilecidos lugares, una atmósfera no de hostilidad o peligro, sino más bien de interés perverso y egoísta.
Empujó una puerta con el hombro y entró en uno de aquellos figones, donde en la semioscura sala dormitaba tras el mostrador un viejo narigudo con cara de momia. Las mesas estaban vacías. Rumata se acercó silenciosamente al mostrador, y ya se disponía a darle un papirotazo en la nariz al viejo cuando se dio cuenta de que éste no estaba dormido, sino que espiaba sus movimientos a través de sus desnudos y semicerrados párpados. Rumata arrojó sobre la mesa una moneda de plata, y los ojos del viejo se abrieron instantáneamente de una forma desmesurada.
— ¿Qué desea el noble Don? — preguntó diligentemente -. ¿Hierba? ¿Rapé? ¿Una niña?
— No disimules — dijo Rumata -. Sabes bien a lo que vengo.
— ¡Oh, pero si es Don Rumata! — gritó el viejo, como si se hubiera llevado una gran sorpresa -. ¡Ya decía yo que os conocía!
Dicho esto, volvió a cerrar los párpados. El gesto era inequívoco. Rumata pasó por detrás del mostrador y entró a través de una estrecha puerta a una habitación contigua. Allí había poco sitio libre, estaba oscuro, y olía fuertemente a algo avinagrado. Tras un pupitre colocado en medio de la estancia, se hallaba encorvado sobre unos papeles un hombre de edad madura, tocado con un gorro negro. Sobre el pupitre ardía un candil, y en la penumbra sólo se podían distinguir los rostros de las personas que estaban sentadas junto a la pared. Rumata buscó a tientas un taburete, sujetó su espada y se sentó también. Allí había que atenerse a ciertas reglas de etiqueta. El recién llegado no despertó la atención de nadie: si ha venido es porque estaba invitado a ello, o en caso contrario hubiera bastado una seña y ya no hubiera estado allí, y su cuerpo no habría sido encontrado fácilmente.
El viejo del pupitre rasgueaba el papel con su pluma, y los presentes permanecían inmóviles. De vez en cuando, alguien suspiraba profundamente. Por las paredes corrían sigilosamente invisibles lagartijas.
Los que estaban inmóviles junto a la pared eran jefes de banda. Rumata conocía a algunos de ellos desde hacía tiempo. Eran gente obtusa y bestial, que valían poco por sí mismos. Su psicología no era más compleja que la de un tendero cualquiera. Eran ignorantes y crueles, pero sabían manejar los cuchillos y las porras cortas. En cuanto al viejo del pupitre…
Le llamaban Vaga Kolesó, y era realmente omnipotente, el cabecilla indiscutido del hampa de todos los territorios situados más allá del estrecho, desde el pantano de Pitan, en el oeste de Irukán, hasta las fronteras marítimas de la República Mercantil de; Sean. Sobre él pesaba la maldición de las tres iglesias oficiales del Imperio, por su desmedida soberbia, ya que decía ser el hermano menor del Monarca. Contaba con un ejército nocturno de cerca de diez mil hombres, un tesoro de varios centenares de miles de piezas de oro, y espías hasta en lo más inescrutable del aparato del Estado. Durante los últimos veinte años se había dicho cuatro veces que lo habían ejecutado, siempre ante un gran gentío. Según versiones oficiales, en la actualidad languidecía simultáneamente, cargado de cadenas, en las tres prisiones más tenebrosas del Imperio, y Don Reba había publicado ya varias proclamas «referentes a la escandalosa propaganda que hacen los reos del Estado y otros malhechores acerca de la leyenda sobre Vaga Kolesó, cuya existencia es falsa y, por lo tanto, legendaria». No obstante, circulaban insistentes rumores de que el propio Don Reba había llamado a algunos de los barones que poseían nutridas milicias y les había ofrecido una recompensa de quinientas piezas de oro por la cabeza de Vaga muerto, o de siete mil si conseguían traérselo vivo. Al mismo Rumata le costó mucho tiempo y dinero el poder entrar en contacto con aquel tipo, que le era extraordinariamente repugnante, pero que sin embargo en algunas ocasiones podía ser utilísimo e incluso indispensable. Además, a Rumata, como científico, le interesaba enormemente Vaga, uno de los ejemplares más curiosos de su colección de monstruos medievales, un personaje que, por lo visto, carecía por completo de precedentes.
Vaga dejó por fin la pluma, se enderezó y dijo con voz rechinante:
— Bien, mis queridos niños. Tenemos dos mil quinientas piezas de oro de ingresos en tres días, y solamente mil novecientas noventa y seis de gastos. Esto da un resultado de quinientos cuatro redondelitos de oro de ganancia en tres días. No está mal, queridos niños, no está mal.
Nadie se movió. Vaga abandonó el pupitre y fue a sentarse en un rincón, frotándose intensamente las manos.
— Os puedo dar una buena noticia, mis niños — dijo -. Se aproximan tiempos mejores, tiempos de abundancia. Pero hay que trabajar. ¡Oh, cómo hay que trabajar! Mi hermano mayor, el Rey de Arkanar, ha decidido exterminar a todos los hombres de ciencia que hay en nuestro reino. Esto es cosa suya. ¿Quienes somos nosotros para inmiscuirnos en sus altas decisiones? Sin embargo, se puede y se debe sacar beneficio de esta decisión. Como fieles súbditos que somos, debemos servir al rey, pero como súbditos nocturnos no podemos renunciar a la migaja que nos corresponde. El ni siquiera la echará de menos, y no se enfadará con nosotros. ¿Qué ocurre?
Nadie se movió.
— Me pareció que Piga había suspirado. ¿Es así, Piga?
En la oscuridad se notó cierta agitación, y se oyeron toses.
— No suspiré, Vaga — dijo una voz ronca -. No faltaría más.
— Está bien, Piga. Ahora todos debéis escucharme atentamente, porque después os marcharéis de aquí, el trabajo será difícil, y nadie os podrá aconsejar. Mi hermano mayor, es decir, Su Majestad, por boca de su ministro Don Reba, ha prometido no poco dinero por las cabezas de algunos hombres cultos que se han fugado u ocultado. Nuestro deber es conseguir estas cabezas y darle al viejo esa alegría. Por otra parte, ciertos intelectuales quieren ocultarse de las iras de mi hermano, y para conseguirlo están dispuestos a no escatimar recursos. Por misericordia, y para aliviar el alma de mi hermano del peso de crímenes i
Vaga calló e inclinó la cabeza. Por sus mejillas comenzaron a deslizarse lágrimas… las lentas lágrimas de la senilidad.
— Me estoy haciendo viejo, mis niños — dijo sollozando -. Las manos me tiemblan, las piernas se me doblan, y la memoria empieza a traicionarme. Incluso había olvidado que hoy, entre nosotros, en este mísero y angosto cuchitril, está perdiendo la paciencia un noble Don al que no le interesan nuestras pequeñas cuentas. Sí, tendré que dejaros. Ya es hora de que descanse. Pero antes, mis queridos niños, pidámosle disculpas a este noble Don.