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— Anda, no murmures — dijo Rumata, poniéndose la camiseta.

El muchacho también veía mal aquella camiseta. Era motivo de comentarios entre los criados de Arkanar. Pero Rumata no podía hacerle nada, puesto que se la ponía por razones de pura aprensión humana. Cuando empezó a ponerse los calzoncillos el chico desvió la mirada e hizo con los labios un movimiento como si le escupiera al diablo.

No estaría mal introducir la moda de la ropa interior, pensaba Rumata. Naturalmente, se tendría que empezar con las mujeres, pero Rumata se caracterizaba por tener a ese respecto más escrúpulos que los permitidos a un explorador. Todo caballero veleidoso, conocedor de las costumbres de la corte y desterrado a provincias a causa de un duelo amoroso, debía de tener por lo menos una veintena de amantes. Rumata hacía heroicos esfuerzos por mantener esta fama. La mitad de sus agentes, en vez de ocuparse de cosas serias, se dedicaban a propagar rumores que despertaban envidias y admiración entre los jóvenes oficiales de la guardia de Arkanar. El, por su parte, visitaba asiduamente a decenas de damas… en cuyas casas permanecía recitando poesías hasta muy entrada la noche (hasta la hora de la tercera guardia, en la que se despedía de ellas con un fraternal beso en la mejilla y saltaba después por el balcón, para ir a caer en brazos del jefe de alguna patrulla nocturna, que naturalmente era un oficial amigo suyo). Esas damas se sentían ofendidas y defraudadas, pero su amor propio las obligaba a contarse las unas a las otras las deliciosas sutilezas del estilo cortesano del noble de la metrópoli. La vanidad de aquellas estúpidas y pervertidas mujeres era el único sostén de Rumata… y, no obstante, el problema de la ropa interior seguía sin resolver.

Con los pañuelos la cosa había resultado más fácil. En el primer baile al que asistió, Rumata sacó en un determinado momento de su bocamanga un precioso pañuelito de encaje y se limpió con él los labios. Al baile siguiente, todos los oficiales de la guardia se limpiaban el sudor con trozos de tela multicolores, llenos de bordados e iniciales. Y al cabo de un mes no eran pocos los que llevaban al brazo verdaderas sábanas, cuyas puntas arrastraban elegantemente por el suelo.

Rumata se puso el calzón verde y una camisa blanca de batista, con el cuello gris de mal lavado.

— ¿Hay alguien aguardando? — preguntó.

— El barbero — dijo el muchacho -. Y también están don Tameo y don Sera esperando en el salón. Me ordenaron que les sirviera vino, y ahora están jugando a la tabla. Os esperan para desayunar.

— Llama al barbero, y diles a esos nobles Dones que pronto me reuniré con ellos. ¡Y hazlo educadamente y sin groserías!

El desayuno no fue muy abundante en previsión del próximo almuerzo. Tan solo se sirvió carne asada, muy adobada con especias, y orejas de perro en vinagre, todo ello regado con vino irukano espumoso, estoriano negro y espeso, y blanco de Soán. Don Tameo, mientras trinchaba habilidosamente con dos puñales una pata de carnero, se lamentaba de la insolente temeridad de las clases inferiores.

— Tengo el propósito de redactar una instancia a Su Majestad — declaró -, aduciendo que la nobleza exige que se les prohíba a los patanes y a la chusma artesana circular por los sitios públicos y las calles. Que anden por los patios y traspatios. Y cuando su presencia sea imprescindible en la calle, como por ejemplo cuando tengan que llevar el pan, la carne o el vino a casa de algún noble, que lleven un permiso especial del Ministerio de Seguridad de la Corona.

— Una luminosa idea — exclamó admirativamente don Sera, proyectando saliva y salsa de carne junto con sus palabras. Y añadió -: Por cierto, ayer, en palacio… — y comenzó a referir el último chismorreo. Doña Okana, la dama de honor y la última pasión de Don Reba, tuvo la mala suerte de pisarle al Monarca el pie enfermo. Su Majestad se indignó, y dio orden a Don Reba de que castigara con severidad a la delincuente. «Así se hará, Majestad», replicó Don Reba sin pestañear. «¡Esta misma noche me encargaré personalmente de ello!» -. Me reí con tantas ganas cuando me lo contaron — concluyó Don Reba agitando la cabeza -, que hasta me saltaron dos ganchillos del jubón.

Son protoplasma, pensó Rumata. Simple protoplasma que se nutre y se reproduce.



— Oh, sí, nobles Dones — dijo -. Don Reba es una persona inteligentísima.

— ¡Por supuesto! — exclamó Don Sera -. ¡Tiene una preclara imaginación!

— Es una personalidad — añadió Don Tameo, con convencido aire de suficiencia.

— Ahora resulta extraño recordar lo que se decía de él hace un año — continuó Rumata -. Don Tameo, ¿os acordáis de la gracia con que criticabais sus torcidas piernas?

A Don Tameo se le atragantó algo y tuvo que beber de golpe un vaso de irukano lleno hasta el borde.

— No, no recuerdo — refunfuñó finalmente -. ¿Qué podría yo criticar?

— Yo sí lo recuerdo — dijo Don Sera, haciendo un movimiento de reproche con la cabeza.

— ¡Efectivamente! — exclamó Rumata -. ¡Vos estabais presente en aquella conversación, Don Sera! Ahora recuerdo. Os reíais de tal forma de las ocurrencias de Don Tameo que juraría que hasta os saltaron algunos cierres de vuestra ropa.

Don Sera enrojeció y comenzó a justificarse, tartamudeando una sarta de incongruencias. Don Tameo se ensombreció y concentró toda su atención en el fuerte vino estoriano. Y como, según su propia expresión «desde que comencé a beber anteayer de madrugada no he podido parar hasta ahora», cuando salieron a la calle tuvieron que llevarlo sujeto por ambos lados.

Hacía un hermoso y soleado día. La gente iba y venía por las calles buscando en qué entretenerse, los niños daban gritos y silbaban tirándose barro e inmundicias, hermosas ciudadanas estaban asomadas a las ventanas, vivarachas sirvientas miraban tímidamente a los paseantes con sus húmedos ojos y el humor de los tres amigos fue mejorando sensiblemente. A Don Sera se le ocurrió hacerle la zancadilla a un plebeyo que pasaba, y por poco se muere de risa al ver cómo se revolcaba en un charco. De pronto, Don Tameo se dio cuenta de que llevaba el tahalí al revés, gritó: «¡Alto!», y empezó a girar sobre sí mismo para arreglarlo intentando revolverse dentro de su bandolera. A Don Sera se le volvió a desabrochar el jubón. Entonces, Rumata cogió por una oreja a una muchacha que pasaba a su lado y le pidió que ayudara a Don Tameo a poner sus prendas en orden. Alrededor de los tres nobles Dones se formó un corrillo de desocupados que empezaron a darle tal clase de consejos a la muchacha para que desempeñara bien su labor que ésta acabó enrojeciendo como la grana, mientras del jubón de Don Sera seguían saltando ganchillos, botones y hebillas. Cuando por fin siguieron adelante, Don Tameo resolvió redactar en voz alta una nueva cláusula complementaria a su instancia, en la que se indicaba la conveniencia de «no incluir a las mujeres guapas entre los patanes y el vulgo». En aquel momento, un carro cargado de piezas de alfarería les cortó el paso. Don Sera desenvainó su espada y dijo que era intolerable que unos nobles Dones tuvieran que dar un rodeo por culpa de unos miserables pucheros, y se lanzó al loable empeño de abrirse paso a través del carro. Pero mientras intentaba distinguir donde terminaba la pared de la casa y dónde empezaba el carro, Rumata se sujetó a una rueda e hizo girar el carro de manera que quedó libre el paso. Los curiosos que presenciaban asombrados la escena prorrumpieron en un triple «¡hurra!» a Rumata. Ya se disponían los tres amigos a seguir su camino cuando por la ventana de un tercer piso se asomó un tendero gordo y entrecano que empezó a quejarse de los atropellos que cometían los nobles «a los que nuestro águila, Don Reba, pronto sabrá poner freno». No les quedó más remedio que detenerse unos instantes, el tiempo necesario para arrojar contra el imprudente de la ventana toda la carga del carro. Rumata depositó dos monedas de oro con el perfil de Pisa VI en el último puchero, y se lo entregó al estupefacto dueño del carro.