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Rumata se despertó sobresaltado. Ya era de día. Se oía el rumor de un altercado abajo, en la calle. Alguien, que parecía un militar, gritaba:

— ¡Ca…nalla! ¡Mira lo que has hecho! ¡Vas a limpiarme esa porquería con… la lengua! — Estos son los buenos días, pensó Rumata -. ¡Y cállate! ¡Juro por la joroba de San Miki que me estás exasperando!

Otra voz, áspera y ronca, refunfuñaba que, al pasar por aquella calle, uno tenía que mirar donde ponía los pies. Al amanecer había llovido un poco y, como la calle se había empedrado váyase a saber cuando…

— Así que debo mirar al suelo, ¿eh? Te atreves a decirme lo que tengo que hacer, ¿eh?

— Haríais mejor soltándome, noble Don, y dejar de tirar de mi camisa.

— Otra vez ordenándome lo que debo hacer, ¿eh?

Se oyó el chasquido de una bofetada. Seguramente debía ser la segunda: la primera era la que había despertado a Rumata.

— No me peguéis, noble Don… — refunfuñó el otro, abajo.

Me parece que conozco esa voz, se dijo Don Rumata. Juraría que es la de Don Tameo. Hoy tengo que perder a las cartas con él, para que se lleve ese penco jamajareno. ¿Cuándo aprenderé a elegir caballos? Claro que nosotros, los Rumata de Estoria, nunca hemos sido expertos en caballos. Nuestra especialidad son los camellos de combate. ¡Menos mal que en Arkanar casi no hay camellos!



Rumata se estiró hasta que le crujieron los huesos, buscó en la cabecera de la cama un cordón de seda trenzado y tiró varias veces de él. Al otro lado de la casa sonaron unos campanillazos. El chico estará presenciando el espectáculo, pensó. Me podría levantar y vestirme por mí mismo, pero eso daría lugar a más rumores. Volvió a prestar atención a las blasfemias que le llegaban desde la calle. ¡Vaya lengua! Tiene una entropía extraordinaria. Es de esperar que Don Tameo no lo mate. Últimamente, entre la gente de la guardia, hay muchos que se jactan de poseer una espada para los lances de honor y otra para las persecuciones callejeras… esas que gracias a Don Reba se han multiplicado tanto últimamente en Arkanar. Pero Don Tameo no era de esos. Era más bien cobarde, y un incorregible político de sobremesa.

Resultaba abominable tener que empezar el día con Don Tameo. Rumata se sentó en la cama y se abrazó las rodillas por debajo de la bordada colcha, tan espléndida como vieja. Uno se siente rodeado de tinieblas pesadas como el plomo, pensó; se entristece, y dan ganas de pensar en lo débiles e insignificantes que somos ante las circunstancias. En la Tierra no nos ocurría esto. En la Tierra éramos unos muchachos saludables, seguros de sí mismos, que habíamos pasado un período de acondicionamiento psicológico y estábamos dispuestos a todo. Poseíamos unos nervios magníficos que nos permitían presenciar un suplicio o una ejecución sin siquiera volver la cabeza. Sabíamos dominarnos de tal forma que podíamos permanecer imperturbables ante las efusiones del más abyecto de los cretinos. Habíamos olvidado hasta tal punto qué es la repugnancia que podíamos comer en platos lamidos por los perros y secados después con un delantal sucio. Éramos totalmente impersonales, no hablábamos en los idiomas de la Tierra ni en sueños. Estábamos provistos de un arma infalible, la teoría básica del feudalismo, elaborada en el silencio de los gabinetes y laboratorios, en las excavaciones y en discusiones profundas.

Pero Don Reba, por desgracia, no tiene la menor idea de lo que es esa teoría. Nuestra preparación psicológica desaparece lo mismo que el bronceado del sol en el invierno. Damos bandazos, y tenemos que reacondicionarnos constantemente: encaja los dientes y piensa que eres un dios camuflado, que no saben lo que se hacen, que casi ninguno de ellos es culpable de nada y que, por lo tanto, debes tener paciencia y ser tolerante. Y los manantiales de humanismo de nuestras almas, que en la Tierra parecían no tener fin, se agotan aquí con una rapidez aterradora. Nosotros, que en la Tierra éramos verdaderos humanistas, que sentíamos el humanismo como si fuera la piedra angular de nuestra propia naturaleza, que en nuestro respeto por el Hombre, en nuestro amor al Hombre, llegábamos hasta al antropocentrismo, nos damos cuenta aquí, con verdadero horror, que lo que amábamos no era al Hombre sino al habitante de la Tierra, a nuestro igual. Cada vez con más frecuencia nos sorprendemos a nosotros mismos pensando: ¿Acaso son realmente hombres? ¿Es posible que alguna vez, con el tiempo, lleguen a ser hombres? Y entonces recordamos a gentes como Kira, Budaj, Arata el Jorobado, o el magnífico barón de Pampa, y sentimos vergüenza… pero esto también es poco habitual, es desagradable, y lo que es peor, no nos sirve de nada…

Bueno, pensó Rumata, no pensemos más en ello. Sobre todo por la mañana. ¡Al infierno con Don Tameo! El alma se me ha ido colmando de amargura, y estoy tan solo que no sé dónde verterla. Sí, solo. Éramos fuertes, poseíamos seguridad, pero ¿llegamos a pensar acaso en que aquí íbamos a encontrar esta soledad? Y nadie lo cree. Amigo Antón, ¿qué es lo que te ocurre? Al oeste, a tres horas de vuelo, tienes a Alexandr Vasílievich, un hombre bueno e inteligente, y al oeste está Pashka, tu compañero de escuela durante siete años, tu fiel y alegre amigo. Lo que ocurre es que estás amargado, Toshka. Es una lástima, por supuesto: te creíamos fuerte; pero ¿a quién no le ocurre? El trabajo es infernal, lo comprendemos. Regresa a la Tierra, descansa, ocúpate de la teoría y más tarde veremos…

Y hablando de ello, Alexandr Vasílievich es un dogmático cien por cien. Como la teoría básica no prevé a los Grises («Amigo mío, en los quince años que llevo aquí no he notado tales divergencias con la teoría»), eso quiere decir que las Hordas Grises son fruto de mi imaginación. Y eso quiere decir que mis nervios empiezan a flaquear, estoy sometido a una excesiva tensión, debo retirarme a descansar. «Bien, de acuerdo, prometo que iré personalmente a ver lo que ocurre y daré mi opinión. Pero mientras tanto, Don Rumata, os ruego que no cometáis ningún exceso». Y Pashka, mi amigo de la infancia, adoptó un tono erudito, de especialista, de pozo de sabiduría, y empezó a divagar sobre la historia de los dos planetas, y demostró fácilmente que el Movimiento Gris no era más que una simple y previsible forma de oposición de la burguesía contra los barones. «Sí, dentro de unos días te haré una visita, y veremos lo que ocurre. Estoy hondamente preocupado por la suerte de Budaj». Muchas gracias. Y no te preocupes: me ocuparé personalmente de Budaj, ya que al parecer no sirvo para otra cosa.

El muy erudito doctor Budaj, nativo de Irukán, era un gran médico al que el duque de Irukán estuvo a punto de concederle un título nobiliario, antes de cambiar de opinión y encerrarlo en una mazmorra. Budaj era el mejor toxicólogo del Imperio, el autor de un tratado famosísimo: De las hierbas y algunas gramíneas que de forma misteriosa pueden producir aflicción, alegría o tranquilidad, así como de la saliva y los jugos de los reptiles, de las arañas y del jabalí pelado, que tienen las mismas y otras muchas propiedades. Indudablemente, Budaj era un auténtico intelectual, un humanista convencido y una persona desinteresada. Todos sus bienes se reducían a un saco lleno de libros. ¿Quién podía necesitar del doctor Budaj en aquel país oscuro, ignorante y encallado en el sangriento tremedal de las conspiraciones y la codicia?

Supongamos que estás vivo y te encuentras en Arkanar. No podemos excluir el que te hayan apresado los salteadores bárbaros que bajan de las estribaciones de la Cordillera Roja del Norte. Por si fuera así, Don Kondor piensa ponerse en contacto con nuestro amigo Shushtu-letidovodus, especialista en la historia de las civilizaciones primitivas, que ahora trabaja seriamente como hechicero epiléptico con el cabecilla de estos bárbaros, que ostenta un nombre con cuarenta y cinco sílabas. Si realmente estás en Arkanar, en primer lugar puedes haber caído en manos de la gente de Vaga Kolesó, aunque no como presa principal, sino secundaria, ya que a ellos les interesará más tu ilustre acompañante. Pero sea como sea no te matarán: Vaga Kolesó es demasiado tacaño como para eso.