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Los ojos azules de la joven se abrieron más atemorizados aún y se llenaron de lágrimas.

—Todo eso es debido a las palabras del estudiante —dijo confusamente.

—Sí —respondió el ciego pensativo—. Es tan... tan bueno, tan guapo, tiene una voz tan hermosa...

—Sí; es un muchacho de talento —consintió Evelina pensativa, pero súbitamente, como si quisiese corregirse, dijo con exaltación—: ¡No, no me gusta de ninguna manera! Es demasiado presuntuoso y hasta tiene la voz áspera y desagradable.

Piotr escuchó asombrado semejante exclamación. La joven golpeó el suelo con su lindo pie y continuó diciendo:

—Todo eso no es más que tontería. ¡Ideas del tío Max! ¡Hombre más antipático!

—¿Qué tienes, Evelina? —preguntó el ciego—. ¿Qué culpa tiene en todo esto el tío Max?

—Por creerse útil, y a fuerza de pensar, se ha endurecido el poco corazón que tenía. ¡Te lo ruego, no me hables de esta gente! ¿Quién les ha dado el derecho de disponer de la suerte de los demás?

Calló de pronto y se puso a llorar como una niña.

El ciego, compasivo y sorprendido al mismo tiempo, le tomó la mano. La excitación de la joven, que siempre estaba tan tranquila y serena, era algo que no esperaba ni podía explicar. Observaba su llanto y el extraño sentimiento que el llanto de la joven despertaba en su propio corazón. Súbitamente Evelina se deshizo de las manos de él y volvió a sorprenderle. Se reía.

—¡Qué tonta he sido! ¡Por qué simplezas he llorado! —y se enjugó las lágrimas—. No; seamos justos; los dos son buenos. Lo que ahora mismo decía, también es bueno, pero no para todos.

—Para los que puedan —respondió el ciego con voz sombría.

—¡Tontería! —dijo la joven en voz baja y entre llorosa y risueña—. Que luche el tío Max cuanto quiera mientras viva. Pero nosotros...

—No digas «nosotros». Tú eres muy diferente.

—No lo soy.

—¿Cómo?...

—Porque tú te casarás conmigo y seremos uno solo.

El ciego calló sorprendido.

—¿Yo?... ¿Contigo? ¿Es decir que quieres ser mi mujer?

—¡Naturalmente! —respondió con rapidez y calor la joven—. ¿No has pensado nunca en esto? Pues es muy sencillo. Y si no ¿con quién te casarías?





—Es verdad —dijo el joven con algún egoísmo, pero en seguida se corrigió—. Escucha, Evelina, ahora mismo hablaban de las jóvenes en las ciudades; a ti se te abriría una vida hermosa, espléndida, y yo soy...

—¿Qué?

—¡Ciego! —añadió él.

La muchacha se rió y bajó la cabeza pensativa, como si quisiese escuchar lo que pasaba en su espíritu.

No se oía ruido alguno, a excepción del murmullo del agua. Y de vez en cuando hasta el murmullo menguaba y parecía cesar del todo algunas veces.

Con las palabras atrevidas e inesperadas de la joven se iluminó aquella nube obscura que pesaba sobre el corazón del ciego. El sentimiento indefinido, inadvertidamente despertado, que desde mucho tiempo dormía en su pecho, se le presentó con formas reales y precisas y llenó y fortaleció todo su corazón. ¿Podía dejar de alegrarse?

Por breve rato permaneció inmóvil. Luego levantó la cabeza, y puso entre las suyas la delicada mano de la joven. Al ciego le parecía extraño que el apretón de manos de ella fuese tan distinto de antes; le llegaba a los más hondos rincones del corazón. En lugar de Evelina, la amiga de su juventud, adivinaba en ella un nuevo ser.

Pensaba en el llanto que acababa de derramar y le parecía que la joven era más alta y más fuerte, a pesar de haberla observado débil y llorosa. Con un movimiento de ternura la atrajo hacia él y le alisó los cabellos. Le parecía que la amargura de su dolor había dejado de sentirse en su corazón; le parecía que no quería ni deseaba nada y que sólo por ella existía en la actualidad.

De nuevo se oyó la voz del ruiseñor y entre el silencio del jardín dormido resonaban sus cantos melodiosos y siempre variados. La joven se desprendió de los brazos del ciego.

—Tenemos que volver a casa, amado mío.

Él no respondió y respiró con fuerza. Oyó que ella se arreglaba los cabellos; su corazón latía con fuerza, pero con regularidad y con un sentimiento de bienestar. Sintió que su sangre, enardecida, llevaba a todas las fibras de su cuerpo una fuerza nueva. Cuando al cabo de un minuto la joven le dijo: —Ven, volvámonos a casa —escuchó con deleitosa sorpresa la amada voz que le parecía tan nueva y tan amiga.

Todos se habían reunido en la salita; sólo faltaban el ciego y Evelina. El tío Max conversaba con su viejo compañero; los jóvenes permanecían silenciosos al lado de la ventana. Max, durante la conversación, miraba la puerta con frecuencia. La señora Popelski parecía esforzarse en cumplir los deberes de señora de la casa y en ser amable con los huéspedes, y solamente el señor Popelski empezaba a cabecear como de costumbre —gordo y con su aspecto de buen hombre—, sentado en su sillón esperando la hora de cenar.

Cuando se oyeron pasos en el patio que mediaba entre el jardín y la sala, todos dirigieron la mirada hacia la puerta. Entre la obscuridad se vio la figura de Evelina, que subía los tramos seguida del ciego.

Se dio cuenta la joven que todos la miraban con atención. Atravesó la sala con su acostumbrado paso, y sólo cuando su mirada se encontró con la del tío Max, sonrió un momento y lució en sus ojos el triunfo y cierta expresión de burla. Max se puso a reflexionar y respondió desconcertado a una pregunta que le hicieron. La señora Popelski miraba a su hijo con excitación.

El ciego parecía seguir a la joven sin saber dónde le llevaba. Al llegar a la puerta se detuvo como embelesado, pero en seguida entró en la sala, la atravesó rápidamente, aunque con aire distraído, se sentó delante del piano y lo abrió.

Se veía palpablemente que había olvidado dónde estaba y que no se daba cuenta de que hubiese gente en la habitación; iba instintivamente hacia su amado instrumento para exteriorizar los sentimientos que le dominaban.

Pasó con ligereza las manos por encima de las teclas y tocó algunos acordes. Parecía que dirigiese una pregunta en parte al piano, en parte a su propio espíritu. Luego se detuvo pensativo, y en la salita no se oyó ni el más ligero rumor. La noche miraba al través de las obscuras ventanas; allá y acullá, desde el jardín, las hojas verdes de los árboles miraban curiosamente la sala iluminada por la luz brillante de la lámpara... Los oyentes, preparados por los acordes que acababan de escuchar y también animados en parte por el espíritu que lucía en la pálida frente del ciego, esperaban silenciosos.

Piotr permanecía inmóvil. En su espíritu bullían, como olas agitadas, sentimientos muy distintos. Le había arrastrado consigo el torrente de aquel mundo desconocido, arrastrándole las olas como arrastran las olas del mar la barca que tiempo ha reposaba en la playa.