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—Toca tú, toca —le decía.

Mas apenas hubieron transcurrido tres días, los descansos de Jojem se hicieron más frecuentes. Varias veces éste dejaba la flauta a su lado para escuchar con atención creciente, y el niño se olvidaba también de la flauta y escuchaba lo que tocaba su madre. Por fin, Jojem exclamó:

—¡Es hermoso! ¡Es una melodía bellísima!

Luego, con el mismo aire de atención, tomó al niño de la mano y se fue con él hacia la ventana abierta de la sala. Jojem creía que la señora tocaba únicamente por su placer personal y que no se preocupaba de ellos. Pero Ana Mijáilovna oyó muy bien que su rival, la flauta, había cesado de tocar; comprendió que había triunfado y su corazón latió con más fuerza.

En ese mismo instante desapareció la antipatía que sentía por Jojem; Ana era feliz y reconoció que al humilde peón le debía su dicha; él le había mostrado de qué modo podía recobrar el corazón del niño; y si el niño recibía tesoros de impresiones nuevas, ambos, ella y su hijo, debían agradecérselo al mozo, su maestro común.

III

Poco tiempo después de los sucesos referidos, la propiedad lindante con la de los Popelski cambió de moradores. En vez del antiguo y molesto vecino que hasta con el pacífico señor Popelski había pleiteado acerca de una pradera, fue a vivir allí el anciano Jaskulski con su mujer. Aunque los dos esposos no reunían menos de un siglo, hacía poco tiempo relativamente que se habían casado; porque el señor Jacov tardó largos años en ahorrar la suma necesaria para el arrendamiento, sirviendo entre tanto en casas ajenas con el cargo de administrador, mientras la señorita Inés esperaba el día del matrimonio, siendo camarera de honor de la condesa N. N. Cuando llegó el feliz instante y los novios pudieron darse la mano ante el altar, en la barba del novio se veía algún pelo blanco, y la cara tímida y ruborizada de la novia estaba coronada de rizos de color de plata.

Circunstancias tales no impidieron que marido y mujer alcanzasen la mayor felicidad matrimonial posible, de la cual fue fruto promisorio una niña que tenía la misma edad que el niño ciego.

Después de haberse procurado en la vejez un hogar propio en el cual eran legítimos dueños y señores, aunque con alguna restricción, vivían con gran paz y tranquilidad, como si quisieran recobrar los años de agitación y zozobra que habían pasado en casas extrañas. La cosecha del primer año no fue muy buena, por cuya causa tuvieron que reducir sus gastos. En un ángulo en que había una serie de imágenes de santos, y que estaba adornado de hojas de laurel, tenía la señora, con sus palmas y luces, saquitos con diferentes hierbas, con las cuales solía curar a su marido y a las mujeres y labradores que a ella acudían. Las hierbas esparcían su olor característico por toda la casa, y aquel olor quedaba en la memoria de todos los que habían ido allí, mezclado con el recuerdo de la limpia y agradable casita, con el de su tranquilidad y con el de los dos esposos, que vivían en una armonía muy singular en nuestros tiempos.

Con los ya ancianos padres vivía su única hija, una niña de ojos claros y larga trenza rubia, que sorprendía a todos a primera vista por el especial aspecto de tranquilidad que respiraba todo su ser. Diríase que la falta de apasionamiento en el amor tardío de sus padres se reflejaba en el carácter de la hija, en su entendimiento impropio de una niña, en la calma de sus movimientos, en su reflexión y en su mirar.

No la atemorizaban los forasteros; no huía del trato de los niños de su edad y tomaba parte en sus juegos, aunque siempre de un modo especial, como si no sintiese ninguna necesidad de hacerlo. Y la verdad es que también le gustaba estar sola; iba a paseo, recogía flores, se entretenía con la muñeca y lo hacía todo con aire de seriedad tal, que más que una niña parecía una mujercita.

Sucedió, pues, que un día el cieguecito estaba sentado al pie de una pequeña colina junto al río. Poníase el sol; el aire permanecía quieto y no se oía más que el ruido, casi apagado por la gran distancia, del rebaño que volvía al pueblo. El niño había dejado la flauta a su lado y cansado por el calor del día, se tendió sobre la hierba y se durmió.

Un ruido de pasos interrumpió su sueño. Levantó la cabeza contrariado y escuchó. Los pasos cesaron al pie de la colinita; eran pasos que él no conocía.

—Niño —le dijo una voz infantil—, ¿quién tocaba aquí ahora mismo?

Al cieguecito no le gustaba que le estorbasen cuando estaba solo, de modo que respondió brevemente:

—Yo.

Contestáronle con un grito de admiración, y la voz infantil en son de alabanza y con buena intención prosiguió:

—¡Qué hermoso era lo que tocabas!

El ciego calló.

—¿Por qué no se marcha de aquí? —dijo luego, al notar que la persona que preguntaba había callado y no se movía.

—¿Por qué quieres que me vaya? —preguntó la niña tranquila y sorprendida.

Aquella voz infantil, serena y clara, produjo agradable impresión al oído del ciego, pero a pesar de todo, contestó en el mismo tono seco y cortante de antes:

—No me gusta que venga nadie.

La niña se echó a reír.

—¡Qué cosas dices! ¡Vaya! ¿Acaso es tuyo todo el mundo y puedes impedir que los demás se paseen?

—Mi madre ha prohibido que se me acercaran.

—¿Tu madre? —preguntó reflexionando la niña—. Pues la mía me permite pasear junto al río.

El niño, mimado y acostumbrado a la condescendencia de los suyos, no podía sufrir contradicciones. Se levantó y gritó irritado:

—¡Váyase de aquí! ¡Váyase de aquí!

Quién sabe cómo hubiera terminado esta escena si Jojem desde la casa no hubiese llamado al niño para tomar el té. Piotr bajó corriendo la colinita.

—¡Que niño tan malo! —oyó gritar a la niña.

Al día siguiente volvió el niño al mismo lugar, pues se acordaba de la entrevista del día anterior. No guardaba el menor resto del enfado que sintiera hacia la niña. Al contrario, casi deseaba que acudiese de nuevo la personita que tenía una voz más agradable y tranquila que las voces que él conocía. Sentía haber insultado a la niña, que quizá se había ofendido y no volvería más.

Y, en realidad, pasaron tres días sin que compareciera. Al cuarto día Piotr oyó sus pasos junto al río. Andaba despacito.

Los pájaros huían al oír sus pisadas; la niña cantaba quedamente una canción polaca.

—Oiga —gritó él, cuando ella estuvo más cercana—. ¿Está usted aquí?

La niña no respondió. Las piedrecillas rodaron bajo sus pies. Por el tono de fingida indiferencia con que cantaba la canción, el niño creyó adivinar que no había olvidado el insulto.