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Y todos esos sonidos llegaban al oído del cieguecito, junto con los cantos que entonaban las cigüeñas en sus vuelos.

En la cara del niño volvió a dibujarse la expresión de la sorpresa. Frunció las cejas y escuchó. Angustiosamente, dominado por aquellos tonos incomprensibles, tendió sus manecitas a su madre y escondió la cabecita en su regazo.

—¿Qué tendrá? —se preguntó ella. Y los demás pensaron lo mismo.

El tío Max observaba la expresión de la cara del niño, sin hallar ninguna explicación a su estado de excitación incomprensible.

—No comprende, no puede comprender algo —adivinó la madre al leer en la cara del niño la expresión de pregunta muda.

Sí; el niño estaba excitado e intranquilo, llegaban hasta él notas nuevas y desconocidas, y le sorprendía que las que estaba acostumbrado a oír hubiesen callado y desaparecido súbitamente.

II

Ya tenía cinco años cumplidos; era flaco y débil, pero corría sin ajeno auxilio por toda la casa. Cualquiera que hubiese visto la seguridad con que iba de una parte a otra y tomaba todo lo que necesitaba, hubiera creído que no era un niño ciego, sino un niño original cuyos ojos reflexivos tenían constantemente la mirada incierta. Por el patio andaba tentándolo con un bastón en la mano. A veces se arrodillaba, y de rodillas palpaba todo lo que podía encontrar.

*

Era un domingo muy tranquilo. El tío Max se hallaba en el jardín. El padre había salido, como de costumbre; en las habitaciones de los sirvientes no se oían ya conversaciones. El niño estaba en cama.

Comenzaba a dormirse. Tiempo ha que aquella hora estaba para él enlazada con un especial recuerdo. Él, naturalmente, no veía el cielo que iba vistiéndose su manto azul obscuro, las copas de los árboles que se movían, los tejados de las casas vecinas, que desaparecían en la obscuridad, la magnificencia que entre las tinieblas mostraban la luna y las estrellas con sus rayos de plata. Algunas noches el niño iba durmiéndose con una sensación extraña y encantadora, de la que nunca al día siguiente sabía darse cuenta.

Apenas el sueño enturbiaba sus pensamientos, el ligero rumor de los árboles se apagaba y no oía ya los ladridos de los perros del pueblo y el canto del ruiseñor del bosque vecino, ni el melancólico sonido de los cencerros del ganado. Apenas todos estos rumores morían, le parecía al niño que se fundían todos en una sola armonía que giraba dulcemente por su habitación, llevando consigo imágenes indefinidas y hechiceras. Al día siguiente, despertaba como de un sueño encantado y preguntaba a su madre:

—¿Qué fue lo de ayer? ¿Qué fue?

La madre no comprendía la pregunta y creía que las pesadillas habían excitado a su hijo. Ella misma le metía en la cama, le daba un beso y no le dejaba hasta que se había dormido, sin observar nada de particular. Pero a la mañana siguiente, el niño hablaba de nuevo de aquellas imágenes magníficas e indefinidas que tanto le habían interesado.

—¡Madre! ¡Era hermoso, muy hermoso!

Una noche la madre resolvió quedarse junto a la cama del niño, ansiando descifrar aquel enigma. Se sentó en la silla que había junto a la cabecera, cosiendo medias mecánicamente y escuchando con anhelo la tranquila respiración de Piotr, que así se llamaba su hijito.

Parecía que estaba enteramente dormido, cuando, de pronto, entre la obscuridad de la habitación se oyó una ligera voz que preguntaba:

—¡Madre! ¿Estás aquí?

—Sí, hijo mío.

—Pues te ruego que te vayas. Estaba casi dormido ya y todavía no han llegado.

La madre escuchó sorprendida la queja de su hijo. Hablaba éste de las imágenes de sus sueños como si fuesen algo verdaderamente real y existente.

Se levantó, le dio un beso, y sin hacer el más ligero ruido se fue, con la resolución de bajar al jardín y acercarse en silencio a la ventana de la habitación.

Apenas salió al jardín, adivinó el enigma. Había oído las apagadas notas de una flauta, que venían del establo y se mezclaban con los ligeros rumores del exterior. Comprendió en seguida que las notas de aquella melodía eran las imágenes que impresionaban tanto a su hijo.

Se mantuvo muy quietecita, escuchando las notas de una canción propia de la pequeña Rusia, que taladraban el corazón, y luego, tranquilizada por completo, fuese por el obscuro sendero a buscar al tío Max.

—Jojem toca bien —pensó—. ¡Parece extraño que en un mozo sin instrucción quepa tanto sentimiento!

Cuando Jojem quiso tocar la flauta, herido por cierto desengaño amoroso, escogió una en casa del mercader, pero el instrumento no supo expresar tan sinceramente como él quería su triste decepción. En vano la cambió y escogió entre media docena la que le pareció mejor; la secó al sol, la expuso al viento; todo inútil; la flauta no transmitía el lenguaje de su corazón.

Se enfadó con los mercaderes y se convenció de que ninguno de ellos tenía buenas flautas. Tomó la resolución de hacerse la flauta él mismo. Un día se dirigió al bosque por la orilla del rió, y examinó los árboles uno por uno mirando si tenían alguna rama que le sirviese. Cortó algunas, pero no le resultaron buenas. Por fin llegó a un punto en que el río pasaba perezosamente. Su superficie apenas se movía, porque a causa del espesor del bosque el viento no podía empujar las aguas. Jojem se abrió camino resueltamente como si presumiese que allí encontraría lo que buscaba. Empuñó el cuchillo y después de haber mirado todas las ramas, escogió una muy recta, de tamaño adecuado, que se inclinaba hacia el río. La tocó ligeramente y se alegró de la elasticidad con que se movía, echó una mirada al río, e hizo señal afirmativa con la cabeza.

—¡Me conviene! ¡Me conviene! —dijo entre dientes con visible gozo. Y arrojó al agua las ramas inútiles.

¡Y es i

Jojem estaba satisfecho. Diríase que su flauta había llegado a ser una parte de sí mismo. Las notas que daba al aire parecía que saliesen de su propio pecho, y cada uno de sus sentimientos y el exacto reflejo de su tristeza se ponía de manifiesto en los sonidos de la flauta que se dejaba sentir cada noche.

*

Desde entonces, el niño iba todas las noches al establo para oír a Jojem. Nunca se le hubiera ocurrido pedirle que tocase durante el día. En su imaginación el ruido del día aparecía como incompatible con las melodías suaves y tristes. Al obscurecer, el niño entraba ya en un estado de febril impaciencia. El té y la cena no eran para él más que el anuncio del deseado momento, y la madre, a quien no gustaban mucho los consabidos entretenimientos musicales, no podía privarle de que fuera a oír a Jojem y pasase las horas muertas a su lado.