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– Al parecer muchos chocaron entre sí en el humo y cayeron. Y los halcones liquidaron a muchos, y otros chocaron entre sí intentando escapar de ellos.

Esto podría significar que los hombres murciélago habían sufrido graves pérdidas, pero no explicaba su total desaparición. ¿Adónde habían ido? ¿Y por qué?

Por entonces, el agua del gran agujero había desaparecido prácticamente. Las luces del dirigible mostraban una masa de cuerpos dentro del agujero y un detritus de cadáveres, sobre todo de hombres murciélago, goteando de éste. Bifak dijo que había muchos cuerpos más, pero que la mayoría habían sido barridos por la primera salida de las aguas o arrastrados y arrojados por el borde de la rama por la tripulación.

Debe de haber miles de cadáveres más dentro, pensó Ulises.

Dio órdenes a los supervivientes. Debían volver inmediatamente al Espíritu Azul y prepararse para despegar. No podían seguir más tiempo allí. Algún día volverían con una flota mucho mayor y con los hombres y el material necesarios para penetrar por el centro del tronco hasta el cerebro del Árbol.

En la barquilla del dirigible dijo a los oficiales que iniciaran las operaciones de despegue. Ordenó al operador de radio que se pusiese con contacto con las otras naves para saber cuál era la situación en el aire.

Durante la invasión del tronco había sido bombardeada e incendiada una nave. Había caído al abismo y probablemente estuviese medio enterrada en la ciénaga de las raíces del Árbol. Los otros dos dirigibles que habían aterrizado se disponían también a despegar. Habían perdido todos los grupos de desembarco, cuyo personal se había ahogado dentro del tronco o había sido arrastrado por el agua fuera de los agujeros, cayendo al abismo.

Ulises contempló el agujero del tronco mientras la tripulación se disponía a cortar las cuerdas que mantenían la nave sujeta a la rama. Tenía que fabricar una sustancia que pudiera aplicarse a las paredes de las cámaras internas del tronco. Había de ser algo que se secase muy deprisa y lo bastante fuerte para resistir los chorros de agua. Quizás alguna cola muy potente. Y las explosiones llegarían de arriba y de abajo, pues las trampillas de las aeronaves vomitarían toneladas de explosivos. Quizás el aparato tipo láser del museo subterráneo que había bajo el templo de Nesh pudiese cargarse. Con él podría abrir agujeros a través de la madera y el ataque al interior sería mucho más rápido y eficaz.

Alcanzaría aquel cerebro si era capaz de localizarlo. Pero si el cerebro no estaba en el tronco, en aquel tronco, podría también desistir de encontrarlo.

Pero ¿y si envenenase el Árbol entero? Podía utilizar un veneno muy potente, toneladas y toneladas de él, echarlas en las raíces, para que el poderoso sistema de circulación de agua del Árbol llevase el veneno a todas partes.

El Árbol sabía muy bien lo que hacía al intentar capturarle y luego matarle. Ulises era un hombre, y por tanto una amenaza para el Árbol.

– Listos para cortas amarras, Señor -informó el oficial.

– ¡Corten amarras!

La nave se elevó rápidamente hacia la rama que había unos doscientos metros más arriba y luego comenzó a girar cuando los motores de estribor alcanzaron la horizontal y sus impulsores se pusieron en movimiento. La nave giró lentamente y se alejó. Las cuatro naves que había en el aire empezaron a descender para cubrir a las otras. Sus focos taladraban la noche, cayendo sobre las grandes arrugas y fisuras grises y negras del tronco y la superficie cubierta de vegetación de la rama.





Ulises se situó detrás del timonel y miró por encima del hombro de éste hacia la noche.

– Me pregunto dónde están -murmuró.

– ¿Qué? -dijo Awina.

– Los hombres murciélago. Aunque murieran más de la mitad, aún constituyesen una fuerza poderosa…

Su pregunta pronto obtuvo respuesta. De la cima del tronco, una especie de caperuza de hongo en forma de montaña, brotó una horda de hombres alados. Caían con las alas plegadas, a cientos, y no abrían las alas hasta que habían alcanzado gran velocidad. Cubrían enseguida el espacio que separaba la cima del tronco de los dirigibles; parecían una plaga de langostas, de tantos que eran.

Habían estado esperando hasta que salieran las naves de la rama y bajaran las otras naves a cubrirlas. Era un ataque final para destruir toda la flota.

Sólo más tarde cayó Ulises en la cuenta de que los hombres alados no habrían podido ocultarse en aquella cima del tronco en forma de hongo. Estaba situada a unos cuatro mil metros de altura, y ningún hombre murciélago podía llegar hasta allí volando. Pero la explicación de lo imposible era fácil. Los hombres murciélago habían escalado el tronco. Aleteando para sostener sus cuerpos de veintitantos kilos, los hombres murciélago habían subido por la áspera superficie del tronco a una velocidad que ningún otro ser inteligente, y muy pocos monos, podrían haber igualado.

Ulises se preguntó por unos instantes si aquel plan procedería del cerebro del comandante de los hombres murciélago o directamente del cerebro vegetal que se albergaba en el tronco. Y se preguntó por qué las naves de la rama no habían sido atacadas cuando se encontraban en posición más vulnerable y con tan poca tripulación.

Más tarde, comprendió que aunque hubiesen podido volar sobre el Espíritu Azul, no habrían arrojado bombas sobre él. No les quedaban bombas. Incluso al principio, no más de un hombre murciélago de cada cincuenta tenía una bomba. No había habido tiempo suficiente para fabricar y transportar desde el norte gran número de ellas. Se habían gastado muchas en los primeros ataques, y otras se habían perdido, junto con los que las llevaban, con las nubes de humo y los halcones. El comandante supremo de los hombres murciélago, o el Árbol, comprendiendo esto, había ocultado a los hombres alados en la inmensa cima del tronco cuando la nube de humo era bastante espesa. El comandante supremo había supuesto que las naves que entonces estaban demasiado altas para que pudieran alcanzarlas bajarían a proteger a las tres de las ramas, y había acertado.

La mayor dificultad para defender los dirigibles que se elevaban de las ramas era la falta de personal. La mayor parte de la tripulación y de los soldados habían resultado muertos dentro del Árbol. Y así, aunque los tres hombres de las cabinas y de las cúpulas laterales y los arqueros luchaban bien, se veían desbordados. Al cabo de unos minutos, las tres naves estaban cubiertas de pequeñas formas aladas. Como pulgas se amontonaban sobre su superficie.

Para elevar la nave más deprisa, Ulises había inclinado las barquillas para que los propulsores apuntaran hacia arriba. La nave se elevó rápidamente hacia la altura en que no podían volar ya los hombres alados. Pero esto de nada serviría si podían romper las grandes células de gas dentro del fuselaje. La nave caería hasta una altura donde ellos podrían volar de nuevo.

Las cuatro naves que había más arriba, con toda su tripulación y armadas con buen número de bombas, cohetes y flechas, habían resistido con más éxito, sin embargo. Los explosivos habían dispersado a las primeras filas de atacantes y, al mismo tiempo, las tres naves soltaron la última de sus nubes de humo. Seguían llegando hombres murciélago, pero las naves volaban ahora a unos sesenta kilómetros por hora, y cuando los atacantes chocaron con ellas, bien rebotaron o bien atravesaron su capa exterior por el impacto. Los que atravesaron la capa exterior se rompieron las alas o sus frágiles huesos. Al cabo de unos minutos, los hombres murciélago estaban perdidos en otra nube. Habían perdido también su posibilidad de alcanzar las cuatro naves superiores.

Las tres que estaban más abajo, sin embargo, estaban cubiertas de hombres alados. Estos, después de matar a los lanzadores de bombas y cohetes y a los arqueros, penetraron en masa en el interior. Allí, durante un rato, no supieron qué hacer ni adonde ir, pues los capitanes de las naves habían apagado todas las luces interiores en cuanto comprendieron su situación. Y, pese a todo, las naves continuaron subiendo lentamente, ayudadas por los motores enfilados hacia arriba.