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Ulises se acercó luego al nicho y tamborileó en la membrana. Esta vez la respuesta fue rápida, comprensible, y casi mortal. Desde un millar de aberturas de las paredes, el techo y el suelo, invisibles hasta entonces, brotaron chorros de agua a gran presión que les derribaron y envolvieron. Lucharon por ponerse en pie, pero en vano, pues el agua volvía a derribarles. Por fin consiguieron llegar hasta el túnel, que estaba medio inundado. Tosiendo y cayendo y chocando con los cuerpos muertos de los gigantes, consiguieron llegar a la caverna exterior y salir. La gran corriente de agua estuvo a punto de arrastrarles fuera de la rama.

Al cabo de un rato la corriente disminuyó y luego cesó por completo. Con mucha cautela, Ulises volvió a la cueva, que había quedado limpia de cuerpos y objetos. La mayoría de los implementos de Ulises y su grupo, afortunadamente, habían quedado fuera y no habían sido alcanzados por la corriente.

La entrada del túnel estaba sellada con una masa sólida y pegajosa muy parecida a los panales de abejas.

Ulises contó a sus hombres e hizo un cálculo de las municiones y demás artículos que aún conservaban. La mitad de sus hombres conservaban sus arcos y aljabas llenas de flechas. Quedaban diez bombas. Y ochenta y cuatro guerreros sin contarse él y sin contar a Awina. Estaban fatigados y doloridos. Las cuerdas de sus arcos y las plumas de las flechas estaban mojadas y resultaban inútiles de momento. También estaban mojadas las mechas de las bombas y posiblemente lo estuviese la pólvora. Tenían poca comida.

Aufaieu, que había pasado a ser el jefe wufea, dijo:

– Señor, estamos preparados.

Luego hizo una pausa.

– Para seguiros de vuelta a nuestras aldeas -añadió. Ulises intentó mirarle a los ojos, pero Aufaieu apartó la vista.

– Yo continúo -dijo Ulises-. Sigo hacia la costa sur y descubriré allí si existen mortales como yo.

Aufaieu no comentó que un dios debería saber esto.

– ¿Y Wurutana, Señor? -preguntó.

– Nada podemos hacer respecto a Wurutana, de momento.

¿Qué podría hacer él o cualquier otro? Wurutana no era más que un árbol, y fuera quien fuese el que estuviese en el poder, el que controlase a los seres murciélago y a los gigantes y posiblemente a los hombres leopardo, no había modo de localizarlo. Al menos de momento. El Árbol era sencillamente demasiado grande; la entidad que lo controlaba podía estar oculta en cualquier parte. Pero Ulises conseguiría algún día capturar a un hombre murciélago y obligarle a que le indicase dónde se encontraba el rey de Wurutana.

O esperaba hacerlo. Ahora que lo pensaba, ¿por qué razón debía buscar a aquel soberano oculto? Mientras permaneciese dentro del Árbol y no molestase a los que vivían en la tierra alrededor, bien podía dejarle en paz. Ulises había ido hasta allí sólo porque no sabía qué o quién era Wurutana y porque los wufeas y los demás parecían pensar que Wurutana era una amenaza para ellos y que el dios de piedra podía resolver el problema.

No había ningún problema que resolver respecto al propio Árbol. Continuaría creciendo hasta que cubriese toda la zona. Los wufeas y los demás podrían adaptarse a él, aprender a vivir en él, o construir barcos y partir hacia otras tierras.

– No hay nada que hacer respecto a Wurutana de momento -repitió-. Lo que haremos, lo que yo haré, será seguir y explorar la tierra siguiendo el mar hacia el sur. Si queréis abandonarme, podéis hacerlo. No quiero cobardes conmigo.

No le gustaba usar aquellas palabras. Ellos no eran cobardes ni mucho menos. No les reprochaba que se sintiesen descorazonados y ansiosos de regresar. También él sentía lo mismo, pero no estaba dispuesto a ceder.

– ¡Eso mismo, cobardes! -dijo Awina-. ¡Volved a vuestras aldeas, a los cianea que habéis deshonrado! ¡Las mujeres y los niños se burlarán de vosotros y os escupirán! ¡Y no seréis enterrados con los hombres valientes! ¡Seréis enterrados en la tierra reservada a los cobardes! ¡Las almas de vuestros antepasados os escupirán desde los Territorios de Caza Celestes!

Aufaieu se encogió como si le hubiesen propinado un latigazo. Miró en silencio a Awina y sus grandes ojos azules resplandecieron furiosos. Era bastante deshonroso que un hombre le hablase de aquel modo. ¡Pero que lo hiciese una mujer! Y sobre todo una mujer que había pasado exactamente por los mismos peligros y batallas que los hombres.

– Yo me voy inmediatamente -dijo Ulises; señaló hacia el sur-. Me voy en esa dirección. No volveré. Podéis seguirme o no. No hablaré más.





Aufaieu parecía dominado por el pánico. La idea de volver sin el dios de piedra que les condujese y confortase resultaba aterradora. Habían llegado hasta allí sólo porque él les había ayudado. Y además, si volvían sin él y llegaban felizmente a la aldea, tendrían que explicar a los suyos por qué habían abandonado a su dios de piedra.

Ulises se echó al hombro un saco que contenía alimentos y dos bombas y dijo:

– Vamos, Awina.

Cruzó la entrada y comenzó a abrirse camino alrededor del tronco. Cuando llegó al otro lado, donde comenzaba otra gran rama, se detuvo. Oyó ruidos tras él y dijo:

– ¡Awina! ¿Vienen?

Ella sonrió y dijo:

– Vienen.

– ¡Bien! ¡Sigamos entonces!

Se detuvo a unos cien metros de distancia, donde brotaba el agua de una cavidad situada en la parte superior de la rama y corría por una profunda canal. Cincuenta metros más abajo, la ranura se convertía en un amplio canal e iniciaba su curso un riachuelo. Esperó a que los otros subiesen bordeando el tronco, apoyándose en las proyecciones de la corteza, y cuando todos llegaron al arroyo, les habló así:

– Gracias por vuestra lealtad. No puedo prometeros más que otras penalidades parecidas a las que habéis padecido. Pero si encontramos cualquier cosa de valor, la compartiremos por igual.

Algunos guardaron silencio, otros murmuraron:

– Gracias, Señor.

– Ahora -dijo Ulises- construiremos de nuevo balsas. Pero con barandas que impidan que los animales nos cacen desde el agua.

Mientras un tercio de los hombres cortaba plantas parecidas al bambú para hacer troncos y remos, y lianas para atar los troncos, Ulises ordenó que otro tercio se mantuviese de guardia. El tercio restante fue a cazar. Cuando las balsas estaban listas para echarlas al agua, habían regresado ya los cazadores con tres cabras, cuatro monos, un snoligóstero y una gran ave parecida al avestruz. Se encendieron hogueras, y asaron la carne. Cuando el olor de la carne asada empapó sus narices, sus corazones se llenaron de alegría. Al poco rato, todos reían y bromeaban. Por entonces Ulises y Awina habían regresado con ocho peces.

Mientras Awina preparaba el pescado, Ulises se puso a cavilar sobre los últimos acontecimientos y sobre lo que haría después. Aunque no había vuelto a ver a los seres murciélago, sabía que le seguirían. Lo único que tenían que hacer era mantenerse fuera del radio de acción de sus flechas. Y cuando encontraran más hombres leopardo o más gigantes, los cuales estaban convencido de que descendían de osos, los empujarían contra Ulises y los suyos.

Además, debía de haber muchas más cuevas con diafragmas o membranas semejantes a la que había visto. Quizás hubiese una red que interconectase la mayor parte del Árbol con algún control central. Y era posible que este control fuese el jefe de los seres murciélago. Después de todo, no tenía más que su propia sospecha de que alguien distinto a la especie de Ghlij era la entidad conocida como Wurutana.

Si llegaba a la costa sur, podía descubrir que Ghlij le había mentido. Este podía haber contado aquella historia de que había allí seres humanos como un cebo adicional para hacerle entrar en el Árbol.

Llegó a la conclusión de que sólo podía hacer una cosa: seguir adelante y confiar en su propia suerte, su habilidad y su valor, y en la suerte, habilidad y valor de su grupo. Pero si por casualidad daba con el pueblo de los seres murciélago, lo invadiría si podía. Aunque los hombres murciélagos no fuesen la fuerza; o entidad controladora, eran los ejecutivos de Wurutana. Dispondrían sin duda de valiosa información.