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– ¡Sucio y apestoso animal traicionero! -exclamó-. ¡Debería haberte matado!

Ghlij, sonriendo, se volvió hacia él y dijo:

– ¡Sí, deberíais haberlo hecho, mi Señor!

Y dicho esto escupió a Ulises y luego le dio una patada en las costillas. La patada hizo más daño al propio Ghlij, de delicados pies, que a Ulises. El wuggrudes gruñó algo y Ghlij se alejó.

El gigante se inclinó y cogió a Ulises por el cuello con una mano inmensa y le levantó. Aquella mano le asfixiaba. Cuando recuperó sus sentidos, vio que todos estaban atados. Bueno, todos no. Había unos diez muertos, con los cráneos aplastados.

La pared posterior estaba corrida mostrando un túnel. Dentro del túnel ardían antorchas alineadas en la pared..

Así que por allí les habían sorprendido. ¿Pero cómo podían tan pocos dominar a tantos, aunque esos pocos fuesen ogros? ¿Qué había pasado con los centinelas? ¿Cómo no les había despertado el ruido de la lucha?

Ghlij se sentó frente a él.

– Los wuggrudes me dieron unos polvos. Yo los eché en el agua que debían beber todos. Hace efecto de un modo sutil y lento. Pero es muy fuerte.

No había notado sabor alguno en el agua. Ni había tenido dolor de cabeza. Era realmente muy sutil.

Miró a su alrededor. Awina estaba sentada cerca de él, también con las manos atadas a la espalda. La idea de que pudiese sucederle algo a ella le enfureció.

Abandonó su propósito de preguntar a Ghlij por qué habían sido matados aquellos diez cuando un wuggrudes se inclinó y con un solo tirón de sus inmensas manos arrancó la pierna de un alkumquibe. Comenzó a desgarrar la carne a grandes mordiscos y a masticarla.

Ulises pensó que vomitaría. Pero lamentó no poder hacerlo. Awina había apartado la cabeza. Ghlij y Ghuaj permanecían en un rincón contemplando la escena con aire indiferente.

Había diez ogros (era la mejor forma de designarlos) en la cueva y cada uno de ellos devoró un cadáver. Luego arrojaron los huesos y se limpiaron la sangre de la boca y las mejillas con el dorso de la mano. Mantenían las partes no comidas apoyadas en el pecho. Su jefe lanzó un gruñido atronador hacia Ghlij, que señaló a Ulises y dijo algo. El jefe levantó un sucio y ensangrentado índice hacia Ulises y otro gigante se acercó a él y le hizo ponerse de pie, alzándolo por el cuello. Los dedos se hundieron con tal fuerza en su cuello que estaba seguro de que estallaría la sangre en sus venas. El gigante se colocó detrás de él y fue empujándole hacia la entrada del túnel apoyando la punta de su lanza en su espalda.

Ulises intentó mirar a Awina indicándole que no creía que todo estuviese perdido, pero ella aún seguía con la cabeza vuelta. Penetró en el túnel con un rumor de pies inmensos y el chisporroteo de las antorchas como único sonido. El túnel se curvaba suavemente a la derecha, seguía recto luego, volvía a doblar hacia la izquierda, volvía a enderezarse y de pronto se vio en una inmensa sala en el corazón del tronco.

Había antorchas alrededor, sujetas a las paredes. Su humo se elevaba hacia el techo velado por la oscuridad y desaparecía, al parecer a través de respiraderos. Había también una ligera corriente de aire en dirección al techo. El hedor era asfixiante; los olores de basuras y excrementos eran tan fuertes que parecían casi sólidos. Le apretaban la garganta amenazándole con estrangularle.

Ghlij dijo, tras él, «Shau», su equivalente de «¡Puaf!»

Había unas diez hembras adultas y treinta jóvenes y niños esparcidos por la habitación. Las hembras eran casi tan grandes como los machos y mucho más gordas. Pechos, caderas, muslos y estómagos eran inmensos y fofos. Al ver la carne en las manos de los machos, lanzaron un grito. Los machos les arrojaron los restos y mujeres y niños empezaron a comer.

La habitación estaba dividida en dos partes. La más pequeña estaba emplazada en un alto nicho al otro extremo, y había en ella un objeto en forma de disco adosado a la pared. Un tramo de escalones excavados en la madera daban acceso a él. Ulises subió por ellos mientras la dura punta de madera de la lanza le pinchaba la espalda. Ghlij y el jefe le siguieron.

El disco era en realidad una membrana tensada en un anillo de madera; junto a él había dos varas con los extremos ligeramente nudosos. Ghlij las levantó y comenzó a golpear la membrana. Ulises escuchó y contó. Aquello era una especie de código, estaba seguro. Quizás fuese un código Morse primitivo.

Ghlij dejó de tocar. La membrana vibró. Su superficie cambió de forma y brotaron sonidos. Puntos y rayas.

Ghlij permaneció allí con la cabeza ladeada y las inmensas orejas atentas. Cuando la membrana dejó de vibrar, comenzó a tocar de nuevo. Al cabo de un rato se detuvo a escuchar más vibraciones de duración desigual. Ulises podía establecer normas, unidades con punto-punto-raya-punto, raya, raya-punto-raya-punto, y varias más, pero, claro está, no tenían para él ningún sentido.

La membrana parecía un tímpano o el diafragma de un teléfono. Tras ella podía verse el extremo de un largo nervio-cable vegetal, y al otro extremo, sólo Dios sabía dónde, habría una entidad transmisora en otra membrana.





Ulises se preguntaba por qué habían considerado necesario llevarle a él allí. Lo descubrió un minuto después cuando Ghlij comenzó a hacerle preguntas.

– ¿Cómo planeabas conquistar Wurutana?

Ulises no contestó, y Ghlij dijo algo al jefe, que gruñó algo a su vez al gigante que había detrás de Ulises. Ulises dio un salto al sentir en su carne la punta de la lanza, y hubo de apretar los dientes para no gritar.

No tenía ningún sentido, en realidad, no contestar. Y quizás pudiese descubrir algo sobre Wurutana mientras daba información.

– No tenía la menor idea de cómo conquistar Wurutana -contestó-. Vine aquí más que nada por descubrir qué era Wurutana.

Ghlij sonrió y dijo:

– Olvidas decir que pensabas ir también a la costa sur para saber si existían allí miembros de tu especie.

Tamborileó en la membrana y luego escuchó la respuesta.

– Wurutana -dijo- ha decidido que debes trasladarte a la ciudad de mi gente. El wuggrudes te escoltará hasta allí.

Habló al jefe, que parecía protestar. Pero el pequeño Ghlij le habló con firmeza y luego agitó su puño y le chilló.

El gigante aceptó a regañadientes, y Ulises fue conducido escaleras abajo y luego fuera de la cámara. Tan pronto como estaban en el túnel pudo ya respirar más tranquilamente.

– Ghlij -dijo-. ¿Y Awina? ¿Y mis hombres?

– Oh, servirán de alimento a los wuggrudes, por supuesto.

Habló al gigante, que rompió a reír atronadoramente.

– Saldremos al amanecer -dijo Ghlij-. No todos los tuyos serán sacrificados. Quiero decir, inmediatamente. Los guardaran para sacrificarlos cuando lo necesiten.

Ulises vaciló. Quería pedir que Awina fuese con él. La idea de tener que ver cómo aplastaban su cráneo y cuarteaban su cuerpo y la devoraban cruda le estremecía. Le resultaría más fácil el que la dejasen atrás y le ahorrasen aquel espectáculo. Pero, por otra parte, había siempre una posibilidad de huir, aunque de momento pareciese muy remota. Si la dejaban atrás no tendría ninguna oportunidad. Con él podría vivir.

Pero Ghlij le odiaba, y podría hacer exactamente lo contrario de lo que Ulises deseaba. Pedirle que llevase a Awina con ellos podía significar que la dejase atrás irremisiblemente. O, aun peor, Ghlij, conociendo los sentimientos de Ulises hacia ella, podría haber hecho que la matasen ante sus propios ojos.

Tendría que arriesgarse a aquello. No podía, sencillamente, guardar silencio.

– Ghlij -dijo-. Tú pareces tener gran autoridad aquí, como representante de Wurutana, quienquiera que sea. ¿Puedes hacer que Awina venga con nosotros?

Ghlij sonrió y no dijo nada durante largo rato. Luego, antes de llegar al final del túnel, contestó:

– Veremos.

Pretendía torturar a Ulises con la inseguridad. No había duda. Ulises podía esperar. No podía hacer otra cosa.