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Los hombres leopardo habían cesado en sus gritos al oír la primera bomba. Dejaron también de remar y no volvieron a hacerlo inmediatamente, aunque sus jefes les gritaban órdenes. Por entonces, Awina había pasado varias bombas más, y los mejores lanzadores las habían encendido. Las tiraron todas al mismo tiempo, y una de ellas cayó junto a tres grandes ratas. Tres cayeron cerca de las dos canoas de guerra, y aunque la metralla no alcanzó a los jrauszmiddumes, las explosiones les asustaron. Comenzaron a cambiar de rumbo, intentando probablemente ponerse fuera del alcance de las bombas, pero esperando estar lo bastante cerca para arrojar sus lanzas.

Entonces entraron en acción los arqueros, y varios remeros enemigos y uno de los jefes cayeron atravesados por las flechas. Al mismo tiempo cayeron tres arqueros, atravesados por lanzas arrojadas desde la orilla.

Y una rata gigante surgió del agua como catapultada, aferró un lateral de una canoa de guerra con sus dos inmensas garras delanteras y la volcó. Todos sus ocupantes cayeron al agua entre gritos.

Había furiosos chapoteos en el lago. Ulises vio a uno de aquellos cocodrilos sin extremidades dando vueltas y vueltas con la pierna de un hombre leopardo entre sus cortas mandíbulas. Los reptiles estaban también entre sus propios hombres, los que habían caído al agua cuando la rata gigante había hecho inclinarse la balsa.

Pasaban tantas cosas al mismo tiempo que Ulises no podía hacerse cargo de todo. Se concentró en la orilla, donde el peligro era mayor. Los hombres leopardo que estaban allí emboscados sólo se dejaban ver de vez en cuando entre la vegetación cuando arrojaban sus lanzas. Ulises ordenó a los arqueros que disparasen contra la espesura de la orilla. Luego hizo una seña a los jefes de las tras balsas y les dijo también que dispararan contra la espesura de la orilla. Estos transmitieron las órdenes una vez recogidos los hombres que aún seguían en el agua.

La tercera canoa de guerra, la que llegaba de la salida del lago, iba al mando de un jefe valiente hasta la locura. Se mantenía de pie en la proa de la canoa, agitando su lanza y animando a los remeros para que remasen más deprisa. Evidentemente quería partir la primera balsa o lanzar la canoa sobre ella para un abordaje.

Los arqueros wufeas le atravesaron un muslo con una flecha, y otras seis flechas atravesaron a otros tantos remeros de su canoa. Pero él se arrodilló detrás del mascarón y gritó a sus hombres que siguiesen. La canoa continuó, un poco más despacio pero aún lo bastante deprisa para los propósitos de Ulises. Este prendió otra bomba y la tiró en el momento en que unos cuantos remeros abandonaban sus remos y se ponían de pie para arrojar sus lanzas. La canoa avanzaba dispuesta a chocar con la balsa. Al parecer nada podía detenerla.

La bomba de Ulises destrozó la parte delantera de la canoa y con ella al jefe. El agua penetró en la embarcación, que desapareció casi al lado de la balsa.

La bomba había estallado tan cerca que ensordeció y cegó a todos los de la balsa. Pero Ulises pudo ver lo que había sucedido un momento después. La mayor parte de los tripulantes de la hundida embarcación flotaban conmocionados o muertos en el agua, hasta que empezaron a hundirse arrastrados por los cocodrilos.

Los hombres leopardo de la orilla continuaban lanzando sus jabalinas. Ulises prendió otra bomba y la tiró. Cayó en el agua, explotando un momento después de tocarla. Cayó sobre la orilla una gran oleada, pero no podía hacer ningún daño al enemigo. Sin embargo debió de ser suficiente para asustar a los lanceros, porque dejaron de actuar. Ulises ordenó a sus remeros que condujesen las balsas hacia la orilla. Permanecer en el lago era demasiado peligroso. El agua estaba llena de cocodrilos sin patas; no sabia de dónde habían surgido tantos. Y las ratas gigantes atacaban a los hombres que estaban en el agua.

Las otras dos canoas, llenas de hombres leopardo muertos o agonizantes, quedaron a la deriva. Las flechas habían resultado mortíferas. Era un tributo al valor de su gente, y también a su disciplina, el que hubiesen conseguido aquella victoria.





Pasaron entonces a centrar su atención en la espesura de la orilla, y los gritos que oyeron les indicaron blancos alcanzados aunque invisibles. Cuando las balsas tocaron la orilla, Ulises y sus hombres saltaron de ellas, con sus sacos y aljabas, y penetraron unos cuantos metros en la selva. Allí se detuvieron para reorganizarse.

Ulises envió a algunos hombres otra vez a las balsas con orden de descender con ellas bordeando la orilla hasta que llegasen al final del lago. Contó a sus hombres. Habían muerto veinte. Quedaban un centenar, de los que había diez heridos. Y el viaje no había hecho más que empezar.

Continuaron siguiendo la orilla sin sufrir más bajas. Al final del lago se encontraron con las balsas y subieron a ellas reanudando su viaje río abajo. El canal se estrechaba a partir de allí y aumentaba la velocidad de la corriente. Al cabo de un rato se encontraron en un declive mucho más acusado de la rama, porque avanzaban a unos veinticinco kilómetros por hora.

Ulises preguntó a Ghlij si era seguro continuar en las balsas. Ghlij le aseguró que aún era seguro durante otros quince kilómetros. Luego debían desembarcar porque había cataratas durante otros cinco kilómetros.

Ulises le dio las gracias, aunque le molestaba hasta hablar con los dos seres murciélago. Durante la batalla se habían escondido detrás de los arqueros abrazados uno a otro. Ulises admitía que no tenía derecho alguno a esperar que participasen en la lucha. No era su guerra. Pero no podía evitar sospechar que Ghlij había visto a los emboscados. Según la ruta que había seguido en su vuelo tenía que haber visto sin duda una de las canoas de guerra. De todos modos, era posible también que no la hubiese visto. Además, si les llevaba a una trampa, ¿por qué se había quedado con ellos? Había corrido casi tanto peligro como el resto.

Reflexionando, Ulises llegó a la conclusión de que no estaba siendo justo. Estaba permitiendo que su antipatía hacia aquellos seres influyese en su juicio. Y no era que confiase en ellos. Aún creía que estaban trabajando para quien Wurutana fuese realmente, o puede que para su propio pueblo.

Las balsas continuaron aproximadamente a la misma velocidad. Al cabo de un rato oyeron el suave estruendo de las cascadas. Ulises dejó que las balsas siguiesen avanzando durante otros tres minutos y luego dio orden de abandonarlas. Según las órdenes dadas, los que estaban al borde de las balsas saltaron primero a la orilla. Los que estaban tras ellos avanzaron también y saltaron. Dos cayeron al agua cuando las balsas tropezaron con la orilla. Uno quedó atrapado y fue aplastado por la balsa contra la arena; al otro lo arrastró la corriente.

Los que quedaban en las balsas arrojaron todos los suministros salvo las bombas a la orilla. Ulises no confiaba en la estabilidad de la pólvora hasta el punto de correr el riesgo de aquel impacto. Las bombas fueron tiradas a las manos de los que estaban en la orilla.

Él fue el último en desembarcar. Vio cómo la corriente arrastraba las seis balsas y cómo se perdían al curvarse el canal tapadas por el espeso follaje. Unos cuantos kilómetros más abajo el grupo se encontró con las cataratas. La corriente se precipitaba por el estrechamiento del canal y se arqueaba sobre el tronco del Árbol, cayendo al abismo. Ulises calculó que habría unos dos mil metros hasta el suelo, lo que hacía a aquella catarata aproximadamente el doble que la más alta de su época, la catarata del Ángel, en Venezuela.

El grupo pasó a otra rama que sólo tenía un pequeño arroyo, de unos tres metros de anchura y uno de profundidad, en su canal. Siguieron la orilla, aunque hubiesen podido ir más deprisa vadeando. Pero había en el agua serpientes de bellos colores, muy venenosas, y unos cuantos cocodrilos sin patas. Ulises decidió llamar a éstos snoligósteros, según un animal similar de las leyendas de Paul Bunyan.