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Había una cortina de robustas lianas y flores que sustentaban extrañas estructuras conchiformes en las que vivían pequeños animales como musarañas. Al parecer hacían sus nidos con saliva que al secarse quedaba tan dura como el cartón. Ghlij les previno que no se acercasen a aquellos animales, porque su mordedura era muy dolorosa y mortífera.

Había otros peligros, que Ghlij describió detalladamente a Ulises. O al menos fingió describirlos todos detalladamente.

Ulises procuró no parecer sorprendido ni asustado. Pero Awina y algunos más que oyeron a Ghlij parecían deprimidos. Hubo una extraña quietud aquella noche mientras asaron su carne en pequeñas hogueras «sin humo» Ulises no intentó animarlos; era preferible el silencio. Pero si continuaban con aquel humor pesimista tendría que hacer algo para levantarles la moral.

Preparó una caña y, utilizando un trozo de carne de ciervo como anzuelo, fue a pescar. Capturó una tortuga sin concha e iba a arrojarla de nuevo al agua cuando decidió que le serviría de desayuno. Pescó luego un pequeño pez que devolvió al agua. Unos cinco minutos después sacó un pez de unos cuarenta centímetros de longitud. Tenía unas aletas duras y pequeñas antenas a lo largo del cuerpo. Descubrió además que podía respirar aire. Parecía gruñir e intentó arañarle con las pequeñas garras que tenía en el extremo de las aletas. Lo metió en un cesto, y allí continuó gruñendo tan escandalosamente que lo echó de nuevo al agua. Volvería a capturarle a él o a un hermano suyo por la mañana para su desayuno.

El problema de dormir se resolvió con bastante facilidad, aunque no a su satisfacción. Había fisuras lo bastante pequeñas como para que todo el grupo pudiera ocultarse, pero, por otra parte, no podían dormir lo bastante juntos. Un enemigo podría aproximarse y eliminarlos uno a uno sin que el centinela le viese siquiera.

Nada podía hacer salvo doblar la guardia normal. Hizo un último recorrido de vigilancia personalmente y luego se tendió en una fisura cerca de Awina. Cerró los ojos pero pronto los abrió otra vez. Los chillidos, gruñidos, gorjeos y gritos hacían imposible el sueño y le destrozaban los nervios. Se incorporó, se tendió otra vez, volvió á incorporarse, dio la vuelta y habló en un murmullo a Awina. Cuando le tocaron en el hombro para que iniciase su turno, no había dormido nada.

La luna estaba alta entonces, pero su luz no penetraba en aquella caverna vegetal. Sus rayos brillaban luminosos a varios kilómetros de distancia en las llanuras, donde Ulises deseó estar en aquel momento.

Por la mañana todos tenían los ojos tan enrojecidos como el sol naciente. Ulises bebió un poco de agua en el riachuelo y luego se fue a pescar. Pescó cinco de los seres anfibios, tres peces parecidos a las truchas, dos ranas y otra tortuga. Se lo dio todo a Awina y ella y varios de los wufeas lo cocinaron.

Ulises habló animadamente, pero sin exageración, y después de comer pescado (les encantaba) todos se sintieron mejor. Sin embargo, cuando se echaron al hombro su carga, aún seguían cansados. Las sombras caían sobre ellos cuando pasaban de los pocos puntos donde el sol llegaba a las largas extensiones situadas bajo el entramado de ramas y lianas, y guardaban silencio. Había lugares donde la vegetación era tan densa que los seres murciélago no podían volar, y entonces tenían que llevarlos dos guerreros a la espalda.

El segundo día, estaban en mejores condiciones. Los ruidos de la noche les resultaban ya familiares, y pudieron dormir algo más. Comían bien. Aún seguían pescando suficientes peces. Un wuagarondite cazó un gran jabalí de color escarlata con una triple serie de colmillos curvados, y lo asaron y se lo comieron. Había además muchos árboles y arbustos con bayas y frutos. Ghlij decía que ninguno era venenoso, por lo que Ulises ordenó que él o su mujer los probasen antes de comerlos los demás. A Ghlij no le gustó la orden, pero obedeció, con una agria sonrisa.

Al tercer día, por recomendación de Ghlij, comenzaron a subir por un tronco. Dijo que si subían a las terrazas superiores, el camino sería más fácil. Ulises pensó que seres con alas, como por ejemplo otros seres murciélagos, podían también vigilarlos más fácilmente, pero decidió hacer caso a Ghlij durante un tiempo.

El grupo, claro está, ya se había visto obligado antes a subir por troncos. Ir de una rama a otra resultaba muy fácil si las ramas estaban ligadas por un complejo de lianas y otras plantas. Normalmente, así era. Pero de vez en cuando tenían que rodear un tronco para llegar a otra rama. Esto era lento, aunque no ofrecía grave peligro, si no se miraba hacia abajo. La corteza era como una pared rocosa muy áspera y accidentada, y escalarla resultaba muy fácil. Ulises se las arreglaba bastante bien para subir, aunque tenía las manos y la espalda arañadas y ensangrentadas. El menor peso, el nervio y la piel peluda de los no humanos constituían una ventaja.





Respirando pesadamente, Ulises superó el último tramo y se asentó en una rama. Habían empezado a ascender a primera hora de aquella mañana y estaba casi anocheciendo. Debajo, era ya de noche; las profundidades parecían lúgubremente oscuras. Se oyó el aullido de un felino parecido al leopardo. Una bandada de monos saltó unos cientos de metros más abajo. Calculó que estarían por lo menos a tres mil metros del suelo. No estaban, sin embargo, en la cima del Árbol. El tronco se elevaba por lo menos otros mil metros, y había una docena de grandes ramas entre aquélla en la que estaban y la cima de aquel tronco.

Después de oscurecer la temperatura descendió. Recogieron ramas y astillas y troncos de árboles secos y los apilaron en las fisuras que no estaban llenas de tierra. Allí el polvo no era tan espeso como abajo y había más corteza desnuda. El sol se ocultó y luego las nieblas les rodearon. Temblando y empapados, se apretujaron alrededor de las hogueras.

Ulises habló a Ghlij, que estaba sentado junto a él al calor de las llamas.

– No estoy tan seguro de que fuese buena idea. Es cierto que aquí hay menos vegetación y que podemos movernos mejor, pero podemos enfermar también con la humedad y el frío.

El hombre murciélago y su esposa eran pálidas imágenes demoníacas bajo la niebla y la vacilante luz de la hoguera. Se envolvían en mantas de las que se proyectaban sus desnudas cabezas y sus coriáceas alas. Ghlij castañeteó los dientes y dijo:

– Mañana, mi Señor, construiremos una balsa y podremos descender en ella por el río. Entonces os convenceréis de que mi consejo es bueno. Recorreremos mucho más territorio con mucha mayor rapidez. Veréis que la incomodidad de las noches quedará compensada sobradamente con la facilidad del viaje durante el día.

– Veremos -dijo Ulises, y se acomodó en su saco de dormir.

La niebla era en su cara como un húmedo aliento que la cubría de gotitas de agua. Pero el resto de su cuerpo estaba caliente. Cerró los ojos, y los abrió luego para mirar a Awina. Estaba en su saco, pero incorporada, la espalda apoyada en la pared de la fisura gris. Sus grandes ojos le miraban. Él cerró los suyos pero siguió viendo los de ella, y cuando se durmió soñó con ellos.

Despertó asustado, el corazón latiendo apresuradamente, jadeante. El grito aún sonaba en sus oídos.

Durante un minuto, pensó que se trataba de un sueño. Luego oyó las exclamaciones de los otros y el ruido que hacían intentando salir de sus sacos. El fuego estaba casi apagado, y las figuras que se movían en la oscuridad parecían monos en el fondo de un pozo.

Se levantó, con su azagaya preparada. ¿Preparada para qué? Todos parecían tan desconcertados como él. Estaban divididos en tres grupos, cada uno de ellos alrededor de una hoguera y al fondo de una fisura en forma de cañón, cuya parte superior quedaba a varios metros por encima incluso de la cabeza de Ulises. Entonces un objeto redondo apareció en la niebla a su lado y una voz dijo: