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Ulises había pensado lo irónico que resultaría el que cayese víctima de una enfermedad después de estar oculto varios millones de años. Pero la enfermedad no le afectó. Lo que fue una ventaja en más de un sentido. De haberle afectado quizás los otros dudaran de su divinidad.

La fiebre se mantuvo en la zona durante un mes. Cuando desapareció, había acabado con casi un octavo de la población. La enfermedad no respetó la edad: murieron niños de pecho, chiquillos, adultos y ancianos.

Él se sentía desalentado, por varias razones. En primer lugar, se sentía más próximo a aquella gente, pese a sus rasgos no humanos, tanto físicos como psicológicos. Algunas de las muertes le dolieron mucho, sobre todo la de Aizira. Quizás el dolor de Awina por su padre le conmoviese más que la muerte del propio viejo, pero lo cierto es que le afectó. En segundo lugar, los wufeas necesitaban todos los brazos posibles para la siembra de primavera y para las cacerías de esa época. No podían prescindir de los guerreros de su expedición.

Sin embargo, el dios de piedra les había dado el arco y la flecha y el caballo como transporte. Cazaban ahora con mucha mayor eficacia que antes de que él hubiese despertado. Y así salieron en grandes cacerías comunales y trajeron grandes cantidades de carne de caballo y antílope. Además, la idea de criar caballos para alimentarse de ellos se les ocurrió sin que su dios se lo indicara. Dividieron los animales en dos grupos con objetivos de selección y cría. Uno de ellos lo formaban los animales de transporte y el otro sería alimentado y engordado para el sacrificio. Conocían los principios de la genética, pues habían criado perros y cerdos con diversos propósitos durante mucho tiempo.

Por entonces era demasiado tarde para salir a las llanuras, o demasiado pronto, según el punto de vista. Tendría que secarse el barro. Así que Ulises esperó y aumentó sus preparativos e imaginó aún más obstáculos contra los que debía prepararse o contra los que no podría hacerlo. A sus guerreros también les resultaba dura la espera. Cuanto más se demoraba la expedición, más sombríos y espantosos eran los relatos que corrían sobre las pérfidas hazañas de Wurutana.

Tres días antes de que partiera la expedición, aparecieron Ghlij y su esposa Ghuaj.

– ¡Mi Señor, creí que podría estar a tu servicio! -dijo Ghlij, y su coriácea cara de grandes dientes se afiló como la de un murciélago. O la de un zorro muy feo, pensó Ulises.

Ulises dijo que podía serle de gran utilidad. Y podía, hasta cierto punto. Pasado éste, no podía confiar en él. Ulises había tenido tiempo de cavilar mucho sobre el incidente del Viejo Ser y sobre los informes que le habían dado acerca de los hombres murciélago.

Ghlij abrió mucho los ojos cuando vio los cuatro carros que Ulises había hecho construir.

– Mi Señor -dijo-, habéis dado a vuestro pueblo muchas cosas nuevas y útiles. Con los arcos y las flechas y con la pólvora y el uso de los caballos, vuestro pueblo podría barrer a todos los pueblos del norte.

– Cierto, pero lo que a mí me interesa es derrotar a un sólo ser -dijo Ulises.

– ¡Ah, sí, a Wurutana!

Ghlij no pareció sorprendido. Si algo pareció fue, en realidad, satisfecho.

A la tercera mañana la caravana inició su marcha. Ulises montaba el caballo mayor que pudo encontrar. A su lado, Awina montaba una yegua, y luego iban Ghlij y Ghuaj a la espalda de dos guerreros. Tras ellos cabalgaban cuarenta guerreros y detrás iban los carros tirados por caballos y sesenta guerreros más. En los flancos, delante y detrás, cabalgaban los explotadores. El grupo estaba compuesto en partes casi iguales de wufeas, wuagarondites y alkumquibes. Ulises habría preferido que todos los combatientes fuesen de una misma raza, porque estaba harto de tener que impedir o resolver disputas o matanzas entre los viejos enemigos. Pero quería preservar la unión y preferir a una raza sobre las otras dos habría ofendido a las excluidas.





Formaban, desde luego, un grupo extraño y pintoresco. Por entonces había llegado a la conclusión de que los tres grupos eran felinos y tenían un ancestro común. El parecido de wuagarondites y alkumquibes con los mapaches era superficial.

El grupo recorrió las llanuras, deteniéndose al oscurecer o al final de la tarde junto a un pozo o un arroyo. Mataban mucha carne y todos comían bien. Día tras día, la inmensa masa del sur se hacía mayor, y luego, de pronto, comenzó a crecer rápidamente. En una ocasión se acercó a ellos una pequeña banda guerrera de los kurieiaumea, pero los invasores les igualaban en número. Además, pareció desconcertarles el que aquella gente montase a caballo. Se mantuvieron a respetable distancia e intentaron seguirles los pasos, pero después del segundo día se quedaron atrás. Luego, dos días más tarde, se enfrentaron con un ejército de casi un millar de emplumados y adornados kurieiaumeas. A Ulises no le sorprendieron. Los dhulhulijes les habían localizado medio día antes.

Ulises hizo parar la caravana y les estudió. Eran casi tan altos como él, pero flacos como galgos. Tenían la piel rojiza y las orejas emplazadas más adelante y más arriba. Aunque sus caras eran tan humanas como las de los wufeas, sus dientes eran también los de los carnívoros. Evidentemente no se trataba de felinos. Tenían un cierto aire perruno. Olían incluso como los perros, y sudaban por la lengua.

Kdamguwing, jefe de los alkumquibes, preguntó:

– ¿Debemos atacarlos, Señor?

Los otros jefes le miraron ceñudos por atreverse a hablar. Ulises alzó una mano para indicarle que esperase y contempló al enemigo con más detenimiento. Sonaban los grandes tambores de guerra, y todos ejecutaban una danza mientras sus jefes les arengaban. Formaban una marea que amenazaba con barrer y cubrir la caravana.

Dio órdenes y el grupo de guerra formó una cuña con él a la cabeza y los carros en el centro de la masa. Era una formación que los indisciplinados salvajes habían tardado mucho en aprender.

Aunque la mayoría de los guerreros iban armados con arcos y flechas, cierto número de ellos llevaban bazokas. Pero éstos, para ser eficaces, tenían que desmontar, pues el que manejaba el bazoka no podía cargarlo solo. Las partes superiores de los carros eran las plataformas en las que se habían montado los cañones lanzacohetes sobre columnas giratorias.

Ulises dio orden de avanzar, y la cuña inició un trote hacia los seres perrunos. El que una fuerza numéricamente inferior se atreviese a atacarles en su propio territorio pareció paralizar a éstos durante unos minutos. Pero por último los jefes les obligaron a avanzar y se lanzaron corriendo contra el grupo de Ulises. Sus filas fueron desorganizándose progresivamente a medida que se acercaban a los jinetes, y cuando los dos grupos estaban ya casi juntos, los hombres perro estaban prácticamente desperdigados y en una situación caótica.

Ulises hizo detenerse a la caballería; desmontaron los hombres de los bazokas y los arqueros lanzaron una andanada. A esta siguieron otras seis, todas ellas a órdenes de los sargentos que estaban pendientes de las señales de Ulises. Fue un excelente ejercicio. El entrenamiento daba frutos, pues unos doscientos kurieiaumeas cayeron atravesados por las flechas.

Luego, cuando salieron huyendo, cayeron sobre ellos dos cohetes con sus explosiones. Aunque iban cargados de fragmentos de piedra como metralla, el efecto principal de los proyectiles era el de sembrar el pánico. Los enemigos tiraban sus armas y huían. La caballería avanzó lentamente y se detuvo luego mientras un grupo recuperaba las flechas y cortaba las orejas a los muertos y a los heridos como trofeo.

Dos horas después, los hombres perro se reorganizaron y, recuperado el valor por las arengas de sus jefes, atacaron. Y de nuevo fueron derrotados y salieron huyendo.

Fue un gran día para los felinos, que solían perder normalmente cuando se enfrentaban a los caninos en territorio de éstos. Querían, por tanto, aprovechar la victoria, quemar las aldeas de los hombres perro y matar a mujeres y niños, pero Ulises se lo prohibió.