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Marchábamos hacia delante y hacia atrás, jóvenes, llenos de orina, llenos de locura, llenos de sexo, sin un jodido coño, al borde de la guerra. Cuanto menos creyeras en la vida, menos tendrías que perder. Yo no tenía mucho que perder, yo y mi polla-tamaño mediano.

Marchábamos en formación, inventándonos canciones obscenas, y los buenos chicos americanos del equipo de fútbol trataban de fustigarnos el culo, pero de cualquier modo nunca llegaron muy lejos. Probablemente porque nosotros éramos más grandes y más salvajes. Para mí, todo era maravilloso, pretendiendo ser un nazi y volviéndome hacia ellos proclamando que mis derechos constitucionales estaban siendo violados.

Algunas veces conseguía emocionarme. Recuerdo una vez en clase, me había pasado un poco con el vino, con una lágrima en cada ojo, diciendo: «Os lo juro, es muy difícil que ésta sea la última guerra. Tan pronto como un enemigo es eliminado, otro nuevo saldrá de cualquier sitio. No tiene fin ni sentido. No existe nada tal como una buena guerra o una mala guerra, todo es la misma porquería».

Otra vez había un comunista hablando desde una plataforma en una parcela vacía del campus. Era un chico muy honesto, con gafas sin borde y granitos en la cara, llevaba un jersey negro con agujeros en los codos. Yo estaba allí escuchándole y llevaba algunos de mis discípulos conmigo. Uno de ellos era un ruso blanco, Zircoff. A su padre o su abuelo, no sé bien, lo habían matado los rojos en la revolución rusa. Me enseñó un saco de tomates podridos. «Cuando tú des la señal -me dijo-, empezaremos a tirárselos.»

De repente me di cuenta de que mis discípulos no habían estado escuchando al muchacho, o que si lo habían hecho, nada de lo que tan honestamente había estado diciendo importaba un carajo. Sus mentes estaban enceguecidas. La mayor parte del mundo era como ellos. Se me ocurrió en ese momento que tener una polla de tamaño mediano no era el peor pecado del mundo.

– Zircoff -dije- deja esos tomates.

– Mierda -dijo él- me gustaría que fuesen granadas de mano.

Perdí el control de mis discípulos aquel día; me alejé caminando mientras ellos empezaban a arrojar sus tomates podridos.

Recibí la noticia acerca de un nuevo partido que iba a ser constituido. Me dieron una dirección en Glendale y fui allí aquella noche. Nos sentamos en el suelo de un gran local con nuestras botellas de vino y nuestras pollas de diversos tamaños. Iba a ser un Partido de Vanguardia.

Había una plataforma con una gran bandera americana extendida sobre la pared. Un buen chico americano de apariencia saludable subió a la plataforma y sugirió que deberíamos empezar saludando a la bandera, rindiéndole culto y pleitesía.

Siempre me había fastidiado rendirle culto a la bandera. Era tan tedioso y gilipollesco. Yo siempre había preferido rendirme culto a mí mismo, pero estábamos allí y nos levantamos y pasamos uno a uno delante de ella. Después de eso, una pequeña pausa, y todo el mundo vuelve a sentarse en el suelo, sintiendo como si le hubiesen molestado de una manera estúpida.

El americano saludable empezó a hablar. Le reconocí como el chico gordo que se sentaba en primera fila en la clase de escritura dramática. Nunca he podido tragar a esos tipos. Mamones. Estrictamente mamones. Empezó:

– La amenaza comunista debe ser aplastada. Nos hemos reunido aquí para tomar las medidas necesarias. Tomaremos medidas legales, y quizás, medidas ilegales para conseguirlo…

No recuerdo mucho más. A mí me importaba tres cojones la amenaza comunista o la amenaza nazi. Yo quería emborracharme, quería follar, quería una buena comida, quería cantar agarrando un gran vaso de cerveza en un sucio bar y fumarme un puro. Yo no era un enterado, estaba siendo un incauto, un instrumento en manos de todos los mamones. A la mierda.

Más tarde, me bajé con Zircoff y un ex discípulo hasta Westlake Park y alquilamos una barca y tratamos de agarrar un pato para la cena. Íbamos muy bebidos y no logramos agarrar ningún pato y nos dimos cuenta de que no teníamos el suficiente dinero entre todos para pagar el alquiler de la barca.

Fuimos a la deriva por el estanque y jugamos a la ruleta rusa con la pistola de Zircoff; todos tuvimos suerte. Entonces Zircoff se irguió a la luz de la luna y disparó al fondo de la barca. El agua comenzó a entrar y nosotros empezamos a remar hacia la orilla. La barca se hundió a mitad de camino y tuvimos que mojarnos el culo y nadar hasta tierra. Así que la noche acabó bien y no fue desperdiciada, al fin y al cabo.

Seguí jugando a ser nazi durante algún tiempo, sin preocuparme de los otros nazis, ni de los comunistas, ni de los americanos. Pero fui perdiendo el interés. De hecho, justo antes de Pearl Harbour, abandoné el juego. Había perdido toda su diversión. Me daba cuenta de que íbamos a entrar en guerra y no me apetecía mucho ir a ella ni tampoco ser objetor de conciencia. Era mierda de mono. Era inútil. Yo y mi polla-tamaño mediano estábamos en problemas.

Me sentaba en clase sin decir una palabra, aguardando. Los estudiantes y profesores me necesitaban, esperaban mis palabras. Yo había perdido mi energía, mi impulso, mis ideas, mi poder. Sentía como si toda la cosa se me hubiera ido de las manos. Iba a ocurrir. Todas las pollas estaban en problemas.

Mi profesora de inglés, una señora muy agradable con bonitas piernas, me hizo quedarme un día después de clase.





– ¿Qué es lo que te pasa, Chinaski? -me preguntó.

– Me he rendido -dije.

– ¿Te refieres a la política? -preguntó ella.

– Me refiero a la política -dije.

– Serás útil en la Marina -dijo ella. Yo me marché…

Estaba sentado con mi mejor amigo, un marinero, en un bar de los barrios bajos bebiendo una cerveza cuando ocurrió. En una radio sonaba la música, se cortó la música. Dijeron que Pearl Harbour acababa de ser bombardeado. Todo el personal militar debía volver inmediatamente a sus bases. Mi amigo me pidió que cogiera con él el autobús hasta San Diego, sugiriendo que podía ser la última vez que nos viéramos. Estaba en lo cierto.

Amor por 17,50 $

La principal obsesión de Robert -desde que empezó a pensar en esas cosas- era poder colarse una noche en el Museo de Cera, y entonces, ponerse a hacer el amor a las señoras de cera. Sin embargo, le parecía que podía ser demasiado peligroso, así que se limitaba a hacer el amor a estatuas y maniquíes en sus fantasías sexuales, viviendo en su mundo de fantasmas.

Un día, al pararse en un disco en rojo miró por la puerta de una tienda. Era una de esas tiendas que venden de todo -discos, sofás, libros, chatarra… Y la vio allí, de pie, con un largo vestido rojo. Llevaba unas gafas puntiagudas, estaba muy bien formada; con ese aire digno y sexy que solían tener. Irradiaba verdadera clase. Entonces el disco cambió y se vio obligado a seguir la marcha.

Robert aparcó el coche en la manzana siguiente y volvió andando hasta la tienda. Se paró en la puerta, entre los montones de periódicos, y la miró. Incluso sus ojos parecían reales, y la boca era muy atrayente, haciendo como un pucherito.

Entró al interior y se puso a mirar los discos. Ahora estaba más cerca de ella, le lanzaba miradas furtivas de vez en cuando. No, ahora ya no las hacían así. Tenía incluso tacones altos.

La chica de la tienda se acercó.

– ¿Puedo ayudarle, señor?

– No, gracias, sólo estoy mirando.

– Si hay algo que desee, hágamelo saber.

– Sí, claro.

Robert se acercó con disimulo al maniquí. No había ninguna etiqueta con el precio. Se preguntó si estaría a la venta. Volvió al estante de los discos, cogió un álbum barato y se lo compró a la chica.